El pasaje (62 page)

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Authors: Justin Cronin

BOOK: El pasaje
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«Soy Babcock.»

«Babcock.»

«Babcock.»

Los siguió a través de la arena, aunque la luz era demasiado brillante para sus ojos, y algunos días no podía esconderse de ella. Se envolvía en una tela que había encontrado y se ponía las gafas en la cara. Los días eran largos, el sol dibujaba un arco en el cielo y araba la tierra con la larga espada de su luz. Por la noche, el desierto enmudecía y sólo se oía el sonido que emitía ella cuando lo recorría, el latido de su corazón y el mundo soñador que la rodeaba.

Entonces llegó un día en que volvió a ver montañas. Nunca había visto a aquellos hombres montados a caballo, o su lugar de procedencia, aunque algunos tal vez habrían muerto en la ciudad enterrada que se extendía ante ella. El lecho del valle entre las montañas estaba sembrado de árboles que se doblaban con el viento, y allí fue donde se topó con el edificio que albergaba los caballos. Y cuando los contempló en su silencio y soledad pensó que tal vez fueron ésos los caballos que había visto. Los caballos no estaban vivos, pero lo parecían, y su visión procuró paz a su mente y una sensación del Hombre y su afecto, lo cual la indujo a pensar que debería quedarse en aquel lugar, que el tiempo de huir había terminado. Ése era el lugar adonde había ido a descansar.

Pero ahora ese tiempo también había terminado. Los hombres habían regresado por fin montados a caballo y ella había salvado a uno del grupo, había cubierto su cuerpo con el de ella, tal como sus instintos se lo habían dictado en aquel momento, y dijo a los soñadores: «Idos, idos ya y no matéis a éste». Y durante un rato, aquella insistencia había obrado efecto, pero la otra voz que había dentro de sus mentes era fuerte, y también el ansia.

En aquel espacio de oscuridad y polvo debajo de los caballos pensó en aquel a quien había salvado, con la esperanza de que no estuviera muerto, y escuchó los sonidos de los hombres y sus caballos y armas cuando regresaron. Y después de cierto período de días, cuando detectó que no había ni rastro de ellos, partió de aquel lugar tal como había partido de todos los demás, y se adentró en la noche iluminada por la luna de la cual era parte, una e indivisible.

—¿Dónde están? —preguntó a la oscuridad—. ¿Dónde están los hombres montados a caballo a quienes debo ir a buscar? Porque he estado sola todos estos años, no yo sino yo.

Y una nueva voz le contestó desde el cielo nocturno, y dijo: «Ve hacia la luz de la luna, Amy.»

—¿Dónde? ¿Adónde debo ir?

«Tráemelos. El camino te mostrará el camino.»

Lo haría. Porque había estado sola demasiado tiempo, no yo sino yo, y estaba embargada de una pena y un gran deseo de otros de su especie, porque ya no debía estar sola.

«Ve hacia la luz de la luna y encuentra a los hombres a quienes debería conocer como te conozco a ti, Amy.»

Amy, pensó: «¿Quién es Amy?».

Y la voz dijo: «Tú».

V
La chica de ninguna parte
24

Diario de la Guardia

Verano 92

Día 51: Sin señales.

Día 52: Sin señales.

Día 53: Sin señales.

Día 54: Sin señales.

Día 55: : Peter Jaxon apostado en FP 1 (F: Theo Jaxon). Sin señales.

Día 56: Sin señales.

Día 57: 01:15: el corredor Kip Darrell informa de movimientos al NO del cortafuegos entre FP 9 y FP 10, no confirmado por la Guardia en puesto, declarado oficialmente sin señales.

Día 58: Sin señales.

Día 59: Sin señales.

Día 60: Sin señales.

Durante este período: 0 contactos. Ninguna alma asesinada o secuestrada.

Vacante de capitán (T. Jaxon, fallecido), consultar con Sanjay Patal.

Se somete respetuosamente al Hogar,

S. C. Ramírez, comandante

Amanecer de la octava mañana. Los ojos de Peter se abrieron al oír el rebaño, que bajaba por la senda.

Recordó haber pensado, poco después de medianoche: «Sólo unos minutos». Sólo unos minutos con los pies en alto, para recuperar fuerzas. Pero en cuanto se sentó, apoyó la espalda contra la muralla y descansó su agotada cabeza sobre los brazos cruzados, el sueño se había apoderado de él al instante.

—Bien, estás levantado.

Lish estaba de pie a su lado. Peter se masajeó los ojos y se puso en pie, aceptando sin comentarios la cantimplora de agua que ella le ofrecía. Notaba las extremidades pesadas y lentas, como si hubieran cambiado sus huesos por tubos llenos de líquido. Tomó un sorbo de agua tibia y miró por encima del borde de la muralla. Más allá del cortafuegos, una tenue niebla se estaba alzando lentamente de las colinas.

—¿Cuánto tiempo he estado inconsciente?

Ella se puso derecha.

—Olvídalo. Has estado levantado cinco noches seguidas. Es absurdo que sigas aquí. Quien diga lo contrario se las verá conmigo.

Sonó el toque matutino. Peter y Alicia vieron en silencio que comenzaban a abrirse los portones. El ganado, inquieto y dispuesto a iniciar la marcha, empezó a salir por la abertura.

—Ve a casa a dormir —dijo Alicia, mientras los equipos de registro se preparaban para marchar—. Ya te preocuparás de la Lápida más tarde.

—Voy a esperarle.

Ella le clavó la mirada en la cara.

—Han pasado siete noches, Peter. Vete a casa.

Les interrumpió el sonido de pasos que subían la escalera. Hollis Wilson se izó sobre la pasarela y les miró con el ceño fruncido.

—¿Vas a retirarte, Peter?

—Todo tuyo —contestó Alicia—. Hemos terminado.

—He dicho que me quedo.

El turno de día iba a comenzar. Dos centinelas más subieron las escaleras, Gar Phillips y Vivian Chou. Gar estaba contando alguna anécdota, y Vivian reía, pero cuando vieron a los tres, enmudecieron de repente y se alejaron a buen paso por la pasarela.

—Escucha —dijo Hollis—, si quieres ocupar este puesto, por mí encantado. Pero yo soy el oficial de guardia, y tendré que decírselo a Soo.

—No va a quedarse —intervino Alicia—. Lo digo en serio, Peter. No es una petición. Hollis no lo dirá, pero yo sí. Vete a casa.

Tuvo ganas de protestar. Pero cuando abrió la boca para hablar, un estallido de dolor lo impulsó a rendirse. Alicia tenía razón. Todo había terminado. Theo estaba muerto. Tendría que haber experimentado alivio, pero sólo sentía agotamiento, un cansancio tan profundo que tal vez lo arrastraría durante el resto de su vida como una cadena. Casi necesitó apelar a toda su energía para levantar la ballesta del suelo de la muralla.

—Siento lo de tu hermano, Peter —dijo Hollis—. Creo que ya puedo decirlo, después de siete noches.

—Te lo agradezco, Hollis.

—Supongo que eso te convierte ahora en jefe de Hogar, ¿eh?

Peter apenas había pensado en ello. Supuso que era cierto. Sus primas, Dana y Leigh, eran mayores, pero Dana había renunciado tras el fallecimiento del padre de Peter, y dudaba de que Leigh estuviera interesada ahora en el empleo, con un bebé a su cuidado en el Asilo.

—Supongo que sí.

—Bien..., hum..., ¿felicidades? —Hollis se encogió de hombros, algo incómodo—. Me resulta raro decirlo, pero ya sabes a qué me refiero.

No había hablado a nadie de la chica, ni siquiera a Alicia, quien tal vez habría concedido crédito a sus palabras.

La distancia desde el tejado del centro comercial al suelo era inferior a lo que Peter había calculado. No se había dado cuenta, al contrario que Alicia, que estaba situada en el suelo, de la altura a la que llegaba la arena apilada contra la base del edificio, una duna alta y en pendiente que había absorbido el impacto de su caída. Sin soltar el hacha, había trepado a la grupa de
Omega
detrás de Alicia. Llegaron al otro extremo de Banning, y sólo entonces pudo llegar a la conclusión de que no iban a perseguirlos, y pensar con asombro en lo fácil que le había resultado huir, y en que los caballos no estaban muertos.

Alicia y Caleb habían escapado del atrio a través de la cocina del restaurante, el cual comunicaba con la plataforma de carga y descarga mediante una serie de pasillos. Las grandes puertas de la nave estaban encalladas a causa de la herrumbre, pero una estaba entreabierta, de modo que dejaba pasar un rayo de luz del sol. Utilizaron un pedazo de tubo a modo de cuña y consiguieron practicar una abertura suficiente para pasar. Salieron a la luz del sol y se encontraron en el lado sur del centro comercial. Fue entonces cuando vieron dos caballos, que pastaban en un montón de hierbajos altos. Alicia no dio crédito a su suerte. Caleb y ella estaban rodeando el edificio, cuando oyó el estruendo de la puerta y vio a Peter en el borde del tejado.

—¿Por qué no os marchasteis cuando encontrasteis los caballos?

Se habían detenido en la carretera de la central eléctrica para dar de beber a los animales, no lejos del lugar donde habían visto al viral en los árboles, seis días antes. Sólo les quedaba el agua que contenían sus cantimploras, pero después de haber bebido un poco cada uno, vertieron el resto sobre sus manos y dejaron que los caballos la lamieran. Vendaron el codo herido de Peter con un trozo de su jersey. La herida no era muy profunda, pero tal vez necesitara algunos puntos.

—No me pienso dos veces estas cosas, Peter. —La voz de Alicia era brusca. Se preguntó si la habría ofendido—. Me pareció que debía hacerlo, y punto.

Fue entonces cuando habría podido hablarles de la chica. Pero vaciló, y se dio cuenta de que el momento ya había pasado. Una muchacha sola, y lo que había hecho debajo del tiovivo, cubrirlo con su cuerpo. La mirada que habían intercambiado, y el beso en la mejilla, y la puerta que se había cerrado de golpe. Tal vez se lo había imaginado todo en la confusión del momento. Les dijo que había descubierto una escalera, y no abundó en el tema.

Regresaron entre un gran alboroto. Habían tardado tres días más de lo previsto, y estaban a punto de que los declararan desaparecidos. Una multitud se había congregado en la puerta cuando se supo la noticia de su retorno. Leigh se desmayó antes de que alguien pudiera explicarle que Arlo no estaba muerto, sino que se había quedado en la central. Peter no tuvo valor para ir a buscar a Mausami al Asilo y para comunicarle la noticia relativa a Theo. En cualquier caso, alguien se lo diría. Michael estaba presente, y también Sara. Fue ella quien le lavó y suturó el codo, sentado sobre una piedra, mientras él se encogía de dolor y se sentía engañado, porque el entumecimiento similar a un trance que provocaba la pérdida de su hermano no servía cuando le cosían a uno la piel con una aguja. Sara lo envolvió con un vendaje adecuado, le dio un veloz abrazo y estalló en lágrimas. Después, cuando cayó la oscuridad, la multitud se dispersó y dejó sitio para que pasara, y cuando sonó el segundo toque, Peter subió a la muralla, con el fin de preparar la Misericordia para su hermano.

Dejó a Alicia al pie de las escaleras y le prometió que iría a casa a dormir. Pero su casa era el último lugar adonde deseaba ir. Sólo algunos de los hombres solteros continuaban utilizando los barracones. El lugar estaba sucio y olía tan mal como la central eléctrica. Pero allí viviría Peter a partir de aquel momento. Sólo necesitaba algunas cosas de la casa.

El sol de la mañana ya le calentaba los hombros cuando llegó a la casa, una cabaña de cinco habitaciones orientada hacia el bosquecillo que había al este. Era el único hogar que Peter había conocido desde su salida del Asilo. Theo y él apenas habían hecho algo más que dormir en ella después de que muriera su madre. No se habían esforzado por mantenerla limpia. Peter siempre se sentía molesto al ver el desorden (platos apilados en el fregadero, prendas de ropa tiradas en el suelo, todas las superficies pegajosas a causa de la mugre), pero nunca podía decidirse a tomar medidas. Su madre había sido una mujer muy pulcra, y conservaba la casa impecable: los suelos lavados y las alfombras sacudidas, el hogar libre de cenizas, la cocina sin restos. Había dos dormitorios en el primer piso, donde Theo y él dormían, y otro, el de sus padres, encajado bajo el alero en el segundo. Peter fue a su habitación y llenó una mochila con ropa para varios días. Se preocuparía de las pertenencias de Theo más tarde, decidiría lo que iba a quedarse y llevaría lo demás al almacén, donde las ropas y zapatos de su hermano se clasificarían y guardarían, a la espera de ser redistribuidos entre la Colonia en Comercio y Manufacturas. Fue Theo quien se había encargado de esta tarea tras la muerte de su madre, consciente de que Peter sería incapaz. Un día de invierno, casi un año después, Peter había visto a una mujer, Gloria Patal, con una bufanda que reconoció. Gloria trabajaba en los puestos del mercado, vendiendo jarras de miel. No cabía duda de que la bufanda, con sus flecos, había pertenecido a su madre. Peter se quedó tan turbado que salió corriendo, como si allí se hubiera cometido algún delito en el que estuviera implicado.

Terminó de hacer el equipaje y salió a la estancia principal de la casa, una combinación de sala de estar y cocina bajo vigas vista. Hacía meses que no se encendía la estufa. La leñera debía de estar invadida de ratones. Todas las superficies de la sala estaban cubiertas por una pegajosa capa de polvo. Como si nadie viviera en la casa.

«Bien —pensó—, así es.»

Un último impulso lo llevó a subir al dormitorio de sus padres. Los cajones del pequeño tocador estaban vacíos, el hundido colchón despojado de ropa de cama, los estantes del viejo ropero desiertos, salvo por una filigrana de telarañas que se bambolearon en la corriente de aire cuando abrió la puerta. Unas manchas espectrales rodeaban la mesilla de noche donde su madre dejaba un vaso de agua y sus gafas. Éstas eran lo único que le habría gustado conservar de ella, pero Peter no podía hacerlo: unas gafas decentes valían una participación plena. Hacía meses que nadie abría las ventanas. La atmósfera de la habitación era cerrada y opresiva, algo más que Peter había deshonrado con su descuido. Era verdad: experimentaba la sensación de que los había decepcionado, había decepcionado a todo el mundo.

Sacó el paquete al creciente calor de la mañana. Percibió a su alrededor sonidos de actividad: el patear y relinchar de los caballos en los establos, el repique de un martillo en la herrería, las llamadas del turno de día desde la muralla, y mientras se internaba en la Ciudad Vieja, los chillidos risueños de los niños que jugaban en el patio del Asilo. El recreo de la mañana, cuando, durante una hora maravillosa, Profesora los dejaba corretear como ratones. Peter se acordó de un día de invierno, soleado y frío, y de una partida de corre-que-te-pillo en la que Peter se había apoderado, con una milagrosa economía de esfuerzos, del palo que sujetaba un chico mucho mayor y más voluminoso (su recuerdo estaba protagonizado por uno de los hermanos Wilson), y lo había conservado hasta que Profesora había dado palmas y agitado sus manos enguantadas para agruparlos en el interior. La cuchillada del aire frío en sus pulmones, el aspecto seco y ocre del mundo en invierno, el vapor que desprendía el sudor acumulado en la frente, y el júbilo físico que había experimentado cuando se zafó de las manos ansiosas de sus atacantes. Qué vivo se había sentido. Peter buscó a su hermano en la memoria (seguro que Theo se había contado entre los Pequeños aquella mañana de invierno), pero no encontró ni rastro de él. El lugar que su hermano tendría que haber ocupado estaba vacío.

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