A partir de entonces, el Silencioso y yo intercambiábamos miradas de inteligencia cada vez que pasábamos por la bifurcación. Ese era nuestro secreto. Y cada vez que me sentaba a la sombra de un árbol y veía aparecer un tren en el horizonte, me invadía una sensación de total dominio. Las vidas de los pasajeros del tren estaban en mis manos. Bastaría que saltara hasta la palanca y desplazara las agujas, para que todo el tren se precipitara por el barranco hasta el río que discurría plácidamente por debajo. Bastaría un tirón de la palanca…
Recordé los trenes que transportaban gente a las cámaras de gas y los crematorios. Probablemente, los hombres que habían ordenado y organizado esa operación habían sentido una análoga sensación de omnipotencia sobre sus víctimas atónitas. Esos hombres controlaban el destino de millones de personas cuyos nombres, rostros y ocupaciones ellos desconocían, pero a las que podían dejar vivir o transformar en fino hollín lanzado al viento. Les bastaba dictar una orden para que en incontables ciudades y aldeas los escuadrones expertos de soldados y policías empezaran a reunir gente destinada a los ghettos y los campos de exterminio. Tenían autoridad para resolver si las agujas de miles de ramales ferroviarios se desviarían hacia los rieles que conducían a la vida o a la muerte.
La sensación de poder decidir el destino de muchas personas que uno ni siquiera conocía, era prodigiosa. No sabía con certeza si el placer dependía sólo de la noción de que disfrutaba del poder, o de su utilización.
Pocas semanas más tarde el Silencioso y yo visitamos un mercado local al que los campesinos de las aldeas próximas llevaban sus productos y artesanías domésticas una vez por semana. Generalmente conseguíamos robar una o dos manzanas, un puñado de zanahorias, o incluso un vaso de crema gracias a las sonrisas que les prodigábamos a las opulentas campesinas.
El mercado era un hervidero. Los granjeros pregonaban sus mercancías, las mujeres se probaban faldas y blusas multicolores, las terneras asustadas mugían, los cerdos corrían chillando entre los pies. Al mirar la bicicleta refulgente de un miliciano tropecé con una mesa alta cargada de productos de lechería, y la volqué. Los cubos de leche y de crema y los botes de mantequilla se tumbaron por todas partes. Antes de que tuviera tiempo de escapar, un granjero alto, congestionado por la ira, me asestó un violento puñetazo en la cara. Caí, escupiendo tres dientes junto con la sangre. Luego el hombre me levantó por la piel de la nuca como si fuera un conejo y siguió pegándome hasta que la sangre le salpicó la camisa. A continuación hizo a un lado a los curiosos, me metió en un tonel vacío que había servido para guardar coles agrias, y lo arrojó a patadas sobre una pila de basura.
Tardé un momento en darme cuenta de lo que había ocurrido. Oí las risas de los campesinos. La cabeza me daba vueltas como consecuencia de la paliza y del rodar del tonel. Me ahogaba con sangre y se me hinchaba la cara.
De pronto vi al Silencioso. Pálido y trémulo, trataba de sacarme del barril. Los campesinos, que me llamaban bastardo gitano, se burlaban de sus esfuerzos. Ante el temor de nuevos ataques, llevó rodando el tonel conmigo dentro, hacia una fuente de agua. Algunos golfos aldeanos lo siguieron, tratando de echarle zancadillas para quitarle el barril, pero el Silencioso los mantuvo a raya con una estaca hasta que por fin llegamos a la fuente.
Empapado en agua y sangre, con la espalda y las manos erizadas de astillas, salí a gatas del barril. El Silencioso me brindó apoyo con su hombro mientras avanzaba tambaleándome, y llegamos al orfanato después de una penosa caminata.
Un médico me curó la boca y la mejilla lastimadas. El Silencioso esperó afuera, y cuando el médico se fue, contempló durante largo rato mi rostro lacerado.
Dos semanas más tarde, el Silencioso me despertó al amanecer. Estaba cubierto de polvo y la camisa se le pegaba al cuerpo transpirado. Deduje que debía de haber pasado toda la noche afuera. Me hizo una seña para que le siguiera. Me vestí rápidamente y salimos sin que nadie lo notara.
Me condujo hasta una choza abandonada, no lejos de la bifurcación donde habíamos aceitado las agujas. Trepamos al techo. El Silencioso encendió un cigarrillo que había encontrado en el trayecto y me indicó que esperara. Yo ignoraba qué significaba todo eso, pero no tenía nada mejor que hacer.
El sol apenas empezaba a asomar. El rocío se evaporaba del techo de papel embreado y unos gusanos pardos empezaron a arrastrarse fuera de los canalones.
Oímos el silbato del tren. El Silencioso se puso rígido y señaló con la mano. Vi cómo el tren aparecía en medio de la bruma lejana y se aproximaba lentamente. Era día de mercado y muchos campesinos tomaban el primer tren de la mañana que atravesaba algunas de las aldeas antes del amanecer. Los vagones estaban llenos. Las cestas sobresalían por las ventanillas y los pasajeros colgaban arracimados en los estribos.
El Silencioso se acercó más a mí. Sudaba y tenía las manos húmedas. De tiempo en tiempo se humedecía los labios tirantes. Se alisaba el pelo hacia atrás. Miraba fijamente el tren y de pronto me pareció mucho mayor.
El tren se aproximaba a la bifurcación. Los campesinos apiñados se asomaban por las ventanillas y sus cabellos rubios flotaban al viento. El Silencioso me estrujó el brazo con tanta fuerza que me hizo dar un respingo. Al mismo tiempo, la locomotora viró a un costado, desviándose violentamente como si tirara de ella una fuerza invisible.
Sólo los dos primeros vagones siguieron obedientemente a la locomotora. Los otros cabecearon y luego empezaron a trepar los unos sobre los lomos de los otros, como caballos juguetones, desbarrancándose al mismo tiempo por el terraplén en medio de crujidos y chirridos tumultuosos. Una nube de vapor se elevó hacia el cielo oscureciéndolo todo. Desde abajo llegaban gritos y alaridos.
Yo estaba embotado y temblaba como un cable telefónico que ha recibido una pedrada. El Silencioso se contrajo. Durante un momento apretó espasmódicamente sus rodillas, mientras miraba cómo el polvo se posaba lentamente. Luego se volvió y corrió hacia las escaleras, arrastrándome tras él. Volvimos rápidamente al orfanato, eludiendo a la multitud que se precipitaba hacia el lugar del accidente. En las cercanías repicaban las campanas de las ambulancias.
En el orfanato aún dormían todos. Antes de entrar en el dormitorio, miré bien al Silencioso. La tensión había desaparecido por completo de su rostro. Me devolvió la mirada, sonriendo plácidamente. Si no hubiera sido por la venda que me cubría la cara yo también habría sonreído.
Durante los días siguientes todos hablaban en la escuela del desastre ferroviario. La policía buscaba a saboteadores políticos sobre los que recaían sospechas por otros crímenes anteriores. En las vías, las grúas izaban los vagones, que estaban trabados entre sí y retorcidos.
El siguiente día de mercado, el Silencioso me llevó apresuradamente a la plaza. Nos abrimos paso entre la multitud. Muchos puestos estaban vacíos y unas tarjetas con cruces negras comunicaban al público que sus propietarios habían fallecido. El Silencioso las miró y me comunicó su satisfacción. Nos dirigíamos hacia el puesto de mi torturador.
Levanté la vista. Allí estaba la silueta familiar del puesto, con sus jarros de leche y crema, los bloques de mantequilla envueltos en tela, y algunas frutas. Desde atrás de ellos, como en un espectáculo de títeres, asomó la cabeza del hombre que me había roto los dientes y me había metido en el tonel.
Miré amargamente al Silencioso. Este escudriñaba con incredulidad al hombre. Cuando sus ojos se encontraron con los míos me cogió la mano y nos fuimos velozmente del mercado. Apenas llegamos al camino, se dejó caer sobre la hierba y gritó como si experimentara un dolor atroz, con las palabras ahogadas por la tierra. Fue la única vez que oí su voz.
A primera hora de la mañana me llamó una de las maestras. Debía acudir al despacho de la directora. Al principio pensé que debía de haber noticias de Gavrila, pero en el trayecto empecé a alimentar dudas.
La directora estaba acompañada por el miembro de la comisión social que creía haber conocido a mis padres antes de la guerra. Me recibieron cordialmente y me invitaron a sentarme. Observé que ambos estaban un poco nerviosos, aunque procuraban disimularlo. Miré ansiosamente en torno, y oí voces en el despacho contiguo.
El hombre de la comisión pasó al otro cuarto y conversó con alguien que esperaba allí. Luego abrió bien la puerta. En el interior había un hombre y una mujer.
Me parecieron vagamente conocidos y oí que mi corazón palpitaba debajo de la estrella del uniforme. Mientras forzaba una expresión de indiferencia, escruté sus rostros. El parecido era notable: esos dos seres podían ser mis padres. Me aferré a la silla mientras los pensamientos volaban por mi mente como proyectiles rebotados. Mis padres… No sabía qué hacer. ¿Confesar que los reconocía, o fingir que no?
Se acercaron más a mí. La mujer se agachó. De pronto las lágrimas surcaron su rostro. El hombre, que se ajustaba nerviosamente las gafas sobre la nariz húmeda, le brindaba apoyo con su brazo. A él también le sacudían los sollozos. Pero los dominó rápidamente y me habló. Me habló en ruso y descubrí que su léxico era tan fluido y bello como el de Gavrila. Me pidió que me desabrochara el uniforme: en mi pecho, sobre el lado izquierdo, debía haber una marca de nacimiento.
Yo sabía que tenía la marca. Titubeé, preguntándome si debía exhibirla. Si lo hacía, todo estaría perdido: no quedarían dudas de que era su hijo. Cavilé durante unos minutos, pero sentí compasión de la mujer que lloraba. Desabroché lentamente mi uniforme.
Mi situación no tenía arreglo, cualquiera que fuese el ángulo desde el que uno la enfocara. Los padres, como me había dicho a menudo Gavrila, gozaban de derechos sobre sus hijos. Y yo sólo tenía doce años. Su deber era llevarme consigo, aun en el caso hipotético de que no quisieran hacerlo.
Volví a mirarlos. La mujer me sonrió en medio de los polvos que las lágrimas habían apelmazado sobre su rostro. El hombre se frotaba excitadamente las manos. No parecían personas propensas a pegarme. Por el contrario, parecían frágiles y enfermizas.
Ahora mi uniforme estaba abierto y la marca de nacimiento era nítidamente visible. Se inclinaron sobre mí, llorando, abrazándome y besándome. Nuevamente me sentí indeciso. Sabía que podría huir en cualquier momento. Bastaría trepar a uno de los trenes atestados y viajar en él hasta que nadie pudiera encontrar mi rastro. Pero quería reunirme un día con Gavrila, y por tanto no sería prudente huir. Sabía que el reencuentro con mis padres implicaba el fin de todos mis sueños de convertirme en un gran inventor de espoletas para cambiar el color de la gente, de trabajar en el país de Gavrila y Mitka, donde el hoy ya era el mañana.
Mi mundo se estaba abarrotando como el desván de una choza campesina. El hombre corría siempre el riesgo de caer en los lazos de quienes lo odiaban y querían perseguirlo, o en los brazos de aquellos que le amaban y deseaban protegerle.
No podía aceptar de buen grado la idea de convertirme súbitamente en el auténtico hijo de determinadas personas, de ser acariciado y amparado, de tener que obedecer a otros, no porque fueran más fuertes y pudieran hacerme daño, sino porque eran mis padres y tenían derechos que nadie podía arrebatarles.
Naturalmente, los padres tenían sus ventajas cuando el niño era muy pequeño. Pero un muchacho de mi edad debía estar libre de toda atadura. Debía disfrutar del derecho a elegir por su cuenta a las personas que deseaba seguir y de las que quería aprender. Sin embargo, no me decidía a escapar. Miraba el rostro lacrimoso de la mujer que era mi madre, al hombre tembloroso que era mi padre, a esos seres que vacilaban entre acariciarme el pelo y palmearme el hombro, y una fuerza interior me frenaba impidiéndome echar a correr. Repentinamente me sentí como el pájaro pintado de Lej, al que una fuerza desconocida impulsaba hacia los suyos.
Mi padre salió para ocuparse de las formalidades y mi madre se quedó sola conmigo en el despacho. Dijo que sería feliz con ella y mi padre, que podría hacer todo lo que se me antojara. Me confeccionarían un uniforme nuevo, réplica exacta del que tenía puesto.
Mientras escuchaba esto, recordé a la liebre que cierta vez había caído en una trampa de Makar. Era un animal grande y hermoso. Uno intuía que había nacido para la libertad, para los grandes brincos, los retozos traviesos y las rápidas escapadas. Allí atrapada en la jaula se enfurecía, hacía tamborilear las patas, golpeaba las paredes. Al cabo de pocos días, Makar, encolerizado por el nerviosismo del animal, le echó encima una gruesa tela encerada. La liebre forcejeó y luchó debajo de ella, pero al fin capituló. Finalmente se convirtió en un animal dócil, que comía de mi mano. Hasta que un día Makar se emborrachó y dejó abierta la puerta de la jaula. La liebre saltó afuera y enfiló hacia el prado. Pensé que se zambulliría entre las altas hierbas, con un brinco portentoso, y que jamás volveríamos a verla. Pero pareció saborear la libertad y se limitó a sentarse, con las orejas erguidas. Desde los campos y los bosques lejanos llegaban ruidos que sólo ella podía oír y entender, olores y fragancias que sólo ella podía apreciar. Todo eso le pertenecía: había dejado la jaula atrás.
De pronto se produjo un cambio en el animal. Agachó las orejas alertas, pareció relajarse y se acurrucó. Saltó una vez y erizó los bigotes, pero no escapó. Silbé estridentemente, con la esperanza de que eso le aguzara los sentidos, le hiciera entender que era libre. Se limitó a dar media vuelta y se encaminó hacia la jaula, con movimientos torpes, como si hubiera envejecido y encogido súbitamente. En el trayecto se detuvo un rato y volvió a mirar hacia atrás con las orejas empinadas, luego pasó frente a los conejos que la vigilaban y se introdujo en la jaula.
Yo cerré la puerta, aunque no era necesario. Ahora llevaba la jaula dentro de sí misma: le aprisionaba el cerebro y el corazón y le paralizaba los músculos. La libertad, que la había distinguido de los conejos resignados y somnolientos, se había esfumado como la fragancia del trébol, triturado y seco, que se evapora arrastrada por el viento.
Mi padre volvió. Tanto él como mi madre me abrazaron y me miraron de pies a cabeza e intercambiaron algunos comentarios sobre mi persona. Era hora de abandonar el orfanato. Fuimos a despedirnos del Silencioso, que miró a mis padres con desconfianza, moviendo la cabeza, y se negó a saludarlos.