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Authors: Matilde Asensi

El origen perdido (61 page)

BOOK: El origen perdido
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Lo cierto fue que llegamos a conocernos bastante bien los unos a los otros durante aquellas semanas. En otra ocasión se reveló, por fin, el secreto del matrimonio de Marta que tanto había intrigado a Lola. El famoso Joffre Viladomat, por cuestiones de trabajo, se había marchado al Sudeste Asiático cinco años atrás, dando al traste con lo poco que quedaba de su matrimonio con Marta Torrent. Los dos hijos de ambos, Alfons y Guillem, de diecinueve y veintidós años respectivamente, vivían en Barcelona durante el curso pero, en cuanto llegaban las vacaciones, salían corriendo hacia Filipinas para estar con su padre y con Jovita Pangasinan (la nueva compañera de su padre). Según Marta, Jovita era una mujer encantadora que se llevaba muy bien con Alfons y Guillem, de manera que las relaciones entre todos ellos eran cordiales. Lola dio un largo suspiro de alivio cuando escuchó el final de la historia y no intentó disimular su viejo interés por el asunto.

También durante una de aquellas noches, Marc, Lola y yo cerramos un acuerdo sobre el futuro de Ker-Central, que pasaría a convertirse en sociedad anónima. Yo me quedaría con la mitad de las acciones y ellos dos se repartirían el resto, financiando la compra con préstamos bancarios. A partir de ese momento, yo sería libre y ellos dirigirían
de facto
la empresa. El edificio seguiría siendo mío, Ker-Central me pagaría un alquiler por él, y, naturalmente, mi casa continuaría estando en la azotea.

Todos querían saber a qué pensaba dedicarme cuando me «jubilara», pero mantuve la boca cerrada y no lograron arrancarme ni una sola palabra. Como buen pirata informático, yo dominaba el arte de guardar muy bien mis secretos hasta el momento de entrar en acción (y aún más, después). Preguntaron con mucha insistencia y quizá, sólo quizá, hubiera dado alguna pista si no hubiera sido porque, aunque tenía claro lo que deseaba hacer, necesitaba una ayuda muy concreta para averiguar la mejor manera de llevarlo a cabo y porque, rizando el rizo, desde hacía algunas semanas estaba fraguando un plan para piratear, mientras conseguía esa ayuda, el lugar aparentemente inexpugnable y supuestamente muy bien protegido que la contenía.

Una tarde, a las dos semanas más o menos de haber iniciado el regreso, los Toromonas se detuvieron en un claro y nos indicaron que permaneciésemos allí mientras ellos se organizaban en grupos y desaparecían en la jungla siguiendo diferentes direcciones. Estuvimos solos durante un par de horas, un tanto sorprendidos por aquel extraño abandono. Daba la impresión de que los Toromonas tenían algo que hacer, algo importante, pero que volverían en cuanto hubieran acabado. Y así fue. Poco antes del anochecer, regresaron portando extraños objetos en las manos: pedazos de gruesos troncos huecos, unos pequeños frutos redondos que parecían calabazas, ramas, piedras, leña y un poco de caza para la cena. El chamán era el único que se había marchado solo y que reapareció igual que se había ido, llevando únicamente su bolsa de remedios colgada del hombro. Rápidamente, los hombres se repartieron las tareas y, mientras unos encendían los fuegos para preparar los alimentos, otros empezaron a vaciar los frutos, tirando al suelo la pulpa y las semillas, y limpiando y cortando las ramas en fragmentos del tamaño de un brazo. Algo estaban organizando pero no podíamos imaginar qué.

Por fin cayó la noche sobre la selva y los indígenas estaban muy animados mientras cenábamos. Por el contrario, el chamán se mantuvo al margen, un poco alejado de nuestros grupos, al borde de la vegetación y en la penumbra, de manera que apenas podíamos verle. No comió nada ni bebió nada y permaneció inmóvil en aquel rincón sin que nadie se dirigiera a él ni para ofrecerle un poco de agua.

En cuanto el último toromona acabó de cenar, un espeso silencio fue cayendo poco a poco sobre el campamento. Nosotros estábamos cada vez más desconcertados. El jefe dio de pronto unas cuantas órdenes y los hombres se pusieron en pie y las hogueras fueron apagadas. La oscuridad nos envolvió porque la luz de la luna apenas era un reflejo blanquecino en el cielo; sólo se mantuvieron encendidas algunas ramas que los indígenas sostenían en alto. Entonces, los hombres nos levantaron del suelo cogiéndonos por un brazo y nos obligaron a sentarnos de nuevo formando un círculo amplio en el centro del claro, quedándose todos ellos a nuestro alrededor. Sabíamos que no iban a hacernos daño y que aquello obedecía a alguna ceremonia o espectáculo, pero era imposible no sentir un cierto nerviosismo porque parecía que lo que fuera a pasar estaba directamente relacionado con nosotros. Yo temía que Marc soltara en cualquier momento alguna barbaridad de las suyas, pero no lo hizo; se le vio muy tranquilo todo el tiempo e incluso diría que estaba encantado con aquella nueva experiencia. Entonces apareció el chamán en el interior del círculo. Clavó una caña en el suelo y, con una afilada garra de oso hormiguero, le hizo dos cortes profundos en forma de cruz en la parte superior. Luego separó los cuatro lados de manera que sujetaran en el centro un cuenco en el que dejó caer un puñado de tallos y de hojas que extrajo de su bolsa de remedios. Con la garra lo fue cortando todo en tiras muy pequeñas, como si fuera a preparar una sopa juliana, y, cuando terminó, cogió un puñado y apretó con fuerza. Un líquido resbaló por su mano y cayó en el cuenco. Repitió la operación muchas veces, hasta que sólo quedó una pasta seca que lanzó con fuerza hacia la vegetación de la jungla. En ese mismo instante, un toromona empezó a golpear con un palo uno de los troncos huecos que habían traído de la selva produciendo un sonido grave y regular.

El viejo chamán sacó el cuenco de entre los pedazos de caña y se bebió muy despacio el contenido. Entonces, de golpe, la escena se aceleró: alguien sacó la caña del suelo y la hizo desaparecer mientras cuatro de los cinco guardaespaldas del jefe rodeaban al viejo, que se estaba tumbando en el suelo, y le sujetaban fuertemente los brazos y las piernas. El ritmo del tambor se incrementó. El chamán comenzó a agitarse, intentando ponerse en pie, pero los forzudos se lo impidieron. El viejo peleó como un león, gritó como un animal herido, pero todos sus esfuerzos por liberarse resultaron inútiles. Luego, se calmó. Se quedó completamente quieto y los hombres le soltaron y se alejaron en silencio. Parecía que en el mundo sólo quedaba aquel anciano muerto y nosotros seis rodeándole. El sonido del tambor se hizo más y más lento, como los latidos de un corazón tranquilo.

Aquella situación se prolongó durante mucho tiempo, hasta que, lentamente, el chamán se levantó. Estaba como drogado y tenía los ojos en blanco. Alguien le acercó un objeto pequeño y se lo puso en la mano. Era uno de aquellos frutos que habían estado vaciando antes de cenar y que, por lo visto, habían convertido en una especie de maraca rellenándolo con guijarros o semillas. El chamán empezó a bailar delante de nosotros, agitando la maraca al ritmo del tambor. Cantaba algo ininteligible y brincaba de vez en cuando como si fuera un mono. En un momento dado sacudió endiabladamente la maraca delante de la cara de Gertrude, que se echó hacia atrás con cara de susto, y se quedó quieto como una estatua. Luego, se arrodilló delante de ella y con la mano libre trazó unos símbolos en la tierra. Volvió a ponerse en pie haciendo sonar el instrumento y dio otra vuelta completa al círculo, saltando y cantando, para ir a detenerse frente a Marc, a quien tampoco le hizo gracia que le batieran delante de la cara aquel sonajero. La escena de los dibujos en el suelo se repitió igual que con Gertrude y fue haciendo lo mismo frente a cada uno de nosotros. Cuando llegó mi turno, el viejo me miró fijamente con sus espantosos ojos en blanco, agitó de nuevo la maraca y se agachó para garabatear. Pero no, no eran rayas caprichosas lo que hacía, sino que su mano en trance dibujó lo que sin duda era un pájaro.

La ceremonia terminó cuando, con cuatro bruscos golpes de tambor, el chamán se desplomó en el suelo. Los forzudos del jefe lo cogieron y se lo llevaron al interior de la selva, de donde no volvió hasta la mañana siguiente, justo a tiempo para reanudar la marcha hacia Qhispita. Parecía encontrarse mejor que nunca y nos sonrió desde lejos cuando nos vio. Para entonces ya sabíamos que lo ocurrido la noche anterior había sido un regalo que nos habían hecho los Toromonas. Nos dimos cuenta cuando, por fin, pudimos ver todos los dibujos. A Efraín, el chamán le había dibujado una pirámide de tres escalones en cuyo interior se distinguía una culebra. Marta recibió la misma pirámide pero, sobre ella, el chamán le dibujó un pájaro idéntico al mío. A Marc y a Lola les tocó la misma cabeza humana con varias aureolas unidas por radios que, más que halos de santo, parecían resistencias de bombillas incandescentes.

Gertrude creyó al principio que su dibujo era un candado pero luego descubrió que se trataba de una bolsa de remedios como la del chamán porque éste había añadido el pequeño adorno de plumas que colgaba de la suya. Aquéllos eran nuestros futuros, las cosas que nos interesaban y a las que pensábamos dedicarnos: Efraín y Marta a Lakaqullu, la pirámide de tres pisos con su cámara de los tesoros; Marc y Lola a Ker-Central, una empresa promotora de proyectos de inteligencia artificial; Gertrude a ejercer la medicina entre los indios del Amazonas pero desde una nueva vertiente un poco más curandera y chamánica; y yo... Bueno, ¿qué demonios significaba el pájaro que nos había tocado tanto a Marta como a mí? No pensaba explicarlo. Fingí ignorancia y guardé silencio. Deliberadamente, dejé que los demás, Marta incluida, se devanaran los sesos intentando averiguarlo.

Por fin, el lunes 5 de agosto llegamos a Qhispita y nos detuvimos ante la misma puerta por la que habíamos salido como prisioneros. Los Toromonas se despidieron de nosotros en ese momento. El jefe nos puso las manos en los hombros a los seis, uno detrás de otro, pronunciando amistosamente unas palabras que no comprendimos y, después, él y sus hombres se internaron de nuevo en la selva y desaparecieron. No eran gentes de grandes expresiones. Pasados unos instantes, entramos en la ciudad y ascendimos lentamente en dirección a la plaza. Avanzábamos aturdidos: en comparación con las seis semanas pasadas en la selva, aquellas ruinas nos parecieron el colmo de la civilización, con sus calles empedradas y sus casas con paredes y tejados.

Alcanzamos la explanada y, en silencio, contemplamos los vacíos edificios y el solitario y enorme monolito central, el que reproducía al gigante barbudo con los rasgos del Viajero de Lakaqullu, muy cerca de cuyo pedestal de roca negra todavía podían verse los restos calcinados de lo que fueron nuestras posesiones. Como mendigos hambrientos revolvimos las cenizas en busca de algo que hubiese sobrevivido, pero no quedaba nada. Todo lo que teníamos eran nuestras hamacas, un par de cerbatanas y algunos colmillos afilados. Eso y la gran cantidad de conocimientos adquiridos junto a los Toromonas.

Durante las últimas noches habíamos estado discutiendo acerca de cómo podríamos regresar solos hasta Rurrenabaque. Recordando los mapas incinerados, sabíamos que, caminando siempre en dirección oeste, acabaríamos encontrando el gran río Beni y que, desde allí, sólo tendríamos que seguir el cauce hacia su nacimiento para alcanzar antes o después las localidades gemelas de Rurrenabaque y San Buenaventura. A la ida habíamos seguido fielmente las indicaciones de los mapas de Sarmiento de Gamboa y de la lámina de oro, pero ahora tendríamos que ingeniárnoslas por nuestros propios medios.

Cuando comprobamos en qué dirección se ponía el sol, iniciamos la marcha a través de la selva. Ya no éramos las mismas seis personas que llegaron hasta aquella ciudad abandonada cargadas de modernas tecnologías y alimentos de diseño. Ahora sabíamos cazar, despellejar, hacer un fuego, protegernos de los peligros que entrañaban desde los pumas a las hormigas soldado, pasando por los tábanos y los tucanes, así como seguir las sendas abiertas por los animales, arrancar una liana y beber su contenido de agua si teníamos sed o curarnos un absceso con grasa de serpiente o de lagarto. No, ya no éramos en absoluto las mismas seis personas (tres
hackers
, una médica, un arqueólogo y una antropóloga), que habían llegado con sus mochilas de tejido impermeable y alta transpirabilidad hasta las ruinas de Qhispita.

Tardamos dos días y medio en alcanzar el Beni y, desde allí, dos días más hasta encontrar un minúsculo poblado llamado San Pablo en el que sólo vivían tres o cuatro familias indígenas que, por supuesto, no tenían teléfono ni sabían lo que era, pero sí disponían de unas magníficas canoas en las que se ofrecieron a llevarnos hasta otro asentamiento llamado Puerto de Ixiamas, cincuenta kilómetros río arriba. Habíamos previsto la reacción que nuestro desastrado aspecto y nuestra súbita aparición podían producir en cualquiera que nos viera, de modo que contamos una truculenta historia sobre un accidente de avioneta en el que lo habíamos perdido todo y una dramática historia de supervivencia en la selva. Aquella gente, que tenía un aspecto incluso peor que el nuestro, nos miraba sin entender muy bien lo que les estábamos contando (era gente sencilla que sabía poco castellano) pero, con todo, nos dieron de cenar, nos permitieron dormir en el interior de una de sus cabañas de madera y, al día siguiente, nos llevaron hasta Puerto de Ixiamas, que resultó no ser mucho más grande que San Pablo pero con teléfono, un teléfono que sólo tenía línea cuando se conectaba un viejo generador de gasolina y que, aun así, ofrecía pocas garantías de funcionamiento. Después de un par de horas de infructuosos intentos a través de varias centralitas locales, Efraín pudo ponerse en contacto con uno de sus hermanos y contarle, aproximadamente, nuestra situación. Su hermano, que era un pacífico profesor de matemáticas poco dado a semejantes sobresaltos, reaccionó con bastante sangre fría y se comprometió a esperarnos en la última localidad ribereña antes de Rurrenabaque, Puerto Brais, dos días después con ropa y dinero.

Estábamos en los confines del mundo, en unos rincones perdidos de la selva donde jamás llegaba nadie y donde no tenían costumbre de ver a blancos ni oír hablar castellano. Seguíamos rozando la Terra Incognita pero, a bordo de las canoas de las gentes del río, llegamos en la fecha prevista hasta Puerto Brais, a unos quince kilómetros de nuestro destino, donde, en efecto, el hermano de Efraín, Wilfredo, con la confusión pintada en la cara, nos recibió con grandes abrazos y una maleta. No pudimos pasar muy desapercibidos en aquel pequeño embarcadero, ni tampoco en el barucho en el cual nos aseamos y nos cambiamos rápidamente de ropa, pero cuando subimos en la última embarcación con destino a Rurre parecíamos tranquilos turistas que regresaban de un agradable paseo por las cercanías.

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