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Authors: Matilde Asensi

El origen perdido (62 page)

BOOK: El origen perdido
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Como habíamos perdido las reservas que dejamos pagadas a la venida, Wilfredo había tenido que comprar en El Alto los siete pasajes para el vuelo de regreso a La Paz que salía aquella misma noche (seguían habilitando vuelos especiales para los turistas), de manera que pasamos la tarde sentados primero en un bar y, luego, en un parque, intentando no llamar excesivamente la atención. A la hora prevista, caminamos tranquilamente hasta las oficinas de la TAM desde donde partía la buseta con destino al aeródromo de hierba.

Aterrizamos, por fin, en El Alto a las diez y pico de la noche y nos despedimos de Wilfredo antes de montarnos en dos radio-taxis que nos condujeron hasta la casa de Efraín y Gertrude. Jamás había sentido una conmoción tan fuerte como la que sufrí atravesando en el interior de un
vehículo
las calles de La Paz. La velocidad me sorprendía. Era como haber estado mucho tiempo en otro planeta y haber vuelto a la Tierra. Todo me parecía nuevo, extraño, rápido y demasiado ruidoso, y, además, hacía un frío seco e invernal al que ya no estaba acostumbrado.

Gertrude y Efraín se acercaron hasta el domicilio de unos vecinos que tenían una copia de las llaves de su casa por si ocurría algo. Con ellas abrieron la puerta y sólo entonces, allí, comprendimos que habíamos regresado de verdad. Nos mirábamos y sonreíamos sin decir nada, tan perplejos como un grupo de críos en su primer día de colegio. Las maletas de Marc y Lola y las mías estaban en el cuarto de invitados, de modo que nos duchamos, nos pusimos nuestras propias ropas, nos sentamos en sillas normales en torno a la mesa del comedor y, usando platos, cubiertos y servilletas, tomamos una magnífica cena que nos trajeron desde un restaurante cercano. Luego, aún algo atontados por el cambio, encendimos el televisor y nos quedamos pasmados contemplando las imágenes que salían en la pantalla y escuchando las voces y la música. Todo seguía siendo muy raro pero lo que a mí más me sorprendía era ver a los otros bien peinados, con las manos y las uñas aseadas y vestidos con pantalones largos, faldas, blusas y jerseys limpios y sin desgarrones. Parecían distintos.

Había algo, sin embargo, que no podía posponer más. Hacía casi dos meses que me había despedido de mi abuela con la promesa de ponerme en contacto con ella en cuanto me fuera posible, pensando que sería cuestión de un par de semanas. De modo que la llamé. En España eran las seis de la tarde. Como cualquier abuela del mundo, la mía no lo había pasado bien durante el tiempo que había estado sin saber nada de mí pero, pese a su preocupación (que estuvo a punto de hacerla llamar a la policía boliviana al menos en un par de ocasiones, según me contó), había conseguido mantener a mi madre bajo control convenciéndola de que yo estaba bien y de que llamaba con frecuencia.

—¿Y dónde le has dicho que estoy? —le pregunté—. Es para no meter la pata cuando vuelva.

—Ya sabes que yo no miento nunca —repuso con firmeza.

¡No, por favor!, pensé horrorizado. ¿Qué demonios les habría contado?

—Que te habías ido a la selva del Amazonas a buscar unos remedios naturales para curar a Daniel. Unas hierbas. ¡No quieras saber la cara que puso tu madre! En seguida empezó a contárselo a todas sus amistades como si fuera algo muy
chic
. Tienes a media Barcelona esperándote muerta de curiosidad.

Hubiera querido matarla de no haber sido porque me sentía feliz de oírla y de regresar, en cierto modo, a la normalidad.

—¿Las has conseguido, Arnauet?

—¿Que si he conseguido qué?

—Las hierbas... Bueno, lo que sea. Tú ya me entiendes. —Emitió un largo suspiro y me dio la impresión de que lo que hacía en realidad era disimular la exhalación del humo de un cigarrillo—. Lo he tenido que contar tantas veces por culpa de tu madre que casi he llegado a creérmelo.

—Es posible, abuela. Lo sabremos cuando volvamos.

—Pues tu hermano está en su casa. Nos lo llevamos del hospital hace mes y medio. No ha mejorado nada; el pobrecito sigue igual que cuando te marchaste. Ahora ya ni habla. Espero que eso que le traes sirva para algo. ¿No quieres decirme de qué se trata?

—Estoy llamándote desde casa de unos amigos y es una conferencia internacional, abuela. Te lo contaré cuando esté allí, ¿vale?

—¿Cuándo vuelves? —quiso saber.

—En cuanto consigamos los billetes para España. Pregúntale a Núria. Voy a llamarla ahora mismo para que se encargue de todo. Ella te mantendrá informada.

—¡Qué ganas tengo de verte!

—Y yo a ti, abuela —dije sonriendo—. ¡Ah, por cierto! Hay una cosa que tengo que pedirte. Busca el momento adecuado para que pueda quedarme a solas con Daniel. No quiero a nadie en la habitación mirando, ni en el salón esperando, ni en la cocina preparando la cena. La casa tiene que estar vacía. Además, iré con alguien.

—¡Arnau! —se escandalizó—. ¡No se te ocurrirá traer a un chamán indio a casa de tu hermano, ¿verdad?!

—¡Pero cómo quieres que lleve a un chamán! —me sublevé—. No. Se trata de Marta Torrent, la jefa de Daniel.

Se hizo un largo y significativo silencio al otro lado del hilo telefónico.

—¿Marta Torrent...? —dijo, al fin, con voz vacilante—. ¿Esa no es la bruja de la que habla Ona?

—Sí, esa misma —admití, mirando a Marta a hurtadillas y observando cómo Lola y ella se reían de algo que veían en el televisor—. Pero es una gran persona, abuela. Ya te la presentaré. Verás como te gusta. Ella es quien va a curar a Daniel.

—No sé, Arnauet... —titubeó—. No veo claro eso de traer a Marta Torrent a casa de Ona y de tu hermano. Ona podría ofenderse. Ya sabes que considera a Marta responsable de la enfermedad de Daniel.

—Mira, abuela, no me obligues a contarte ciertas cosas en este momento. —Me enfadé; recordar las estupideces que mi hermano y mi cuñada decían sobre Marta me ponía de mal humor—. Tú haz lo que yo te digo y déjame a mí el resto. Busca la manera de que la casa se quede vacía y de que Marta y yo podamos entrar sin que nadie se entere.

—¡Me pones en cada aprieto, hijo mío!

—Tú vales mucho, nena —bromeé.

—¡Naturalmente que valgo mucho! Si no fuera así, no sé qué habría sido de esta familia. Pero insisto en que me sigues poniendo en una situación muy difícil con tu cuñada.

—Lo harás bien —la animé, zanjando la conversación—. Te veré dentro de unos días. Cuídate hasta que yo vuelva, ¿vale?

Cuando me despegué el auricular de la oreja después de hablar con mi abuela y con Núria, ya no era la civilización la que me resultaba extraña sino el recuerdo de la selva. Como por arte de magia, había recuperado los hábitos normales de conducta y sentía que volvía a ser el mismo Arnau Queralt de antes. Pero no, me dije. Seguramente, no del todo.

Epílogo

Dos días después, el viernes, 16 de agosto, subirnos al avión que nos llevaría hasta Perú. En esta ocasión, como viajaríamos en sentido contrario al sol, llegaríamos a España dos días después, el domingo 18, aunque el total del viaje duraría las mismas veintidós horas y pico. Nos despedimos de Efraín y Gertrude en El Alto con grandes abrazos e intercambiando compromisos de vernos pronto en un país o en otro. Marta regresaría a Bolivia a principios de diciembre para continuar con las excavaciones en Lakaqullu durante la Navidad y yo llevaba conmigo la grabación de Gertrude de la conversación con los Capacas.

—Cuéntame todo lo que hagas —me pidió por enésima vez— y tenme al tanto de lo que vayas encontrando.

—¡No sea usted tan pesada, por favor! —le reprochó Efraín estrechando con fuerza mi mano.

—No te preocupes, doctora —le dije—. Vas a saberlo todo minuto a minuto.

Antes de despegar, Marc se tomó unas pastillas que le entregó Gertrude y que le dejaron fuera de juego incluso antes de que el avión se alzara en el aire. Nos costó trabajo despertarlo cuando aterrizamos en el aeropuerto de Lima y también en los sucesivos aeropuertos en los que tomábamos tierra y volvíamos a despegar. Las pastillas de Gertrude (de las que iba bien provisto) le mantuvieron en estado de coma hasta llegar a España y, según reconoció más tarde, aquel viaje fue el más agradable que había hecho en toda su vida.

—¿Qué mejor manera de morir —farfullaba somnoliento en el aeropuerto de Schiphol— que hacerlo sin enterarse?

Antes de que cada uno de los aviones en los que embarcábamos encendiera los motores y las pastillas hicieran de nuevo su efecto, se despedía amargamente de
Proxi
, de Marta y de mí (especialmente de
Proxi
, claro) «por si no volvíamos a vernos». La cosa llegó a tal punto que juré por lo más sagrado que no viajaría con él en avión en lo que me quedaba de vida. Lola no tenía más remedio que aguantarse, pero yo podía ahorrarme tranquilamente aquellas dramáticas situaciones.

Por fin, durante el último vuelo, el que nos llevaría desde Holanda hasta Barcelona, Marta y yo nos sentamos tres filas más atrás que Marc y Lola. Era el momento que había estado esperando para hablar tranquilamente con ella sobre el problema de Daniel:

—¿Has tomado ya alguna decisión respecto a mi hermano? —le pregunté poco después de que nos sirvieran la bandeja del almuerzo, apenas media hora después de despegar. Hasta entonces habíamos estado charlando sobre ordenadores y me había pedido con mucho interés que le enseñara mi «casa robótica», según sus propias palabras.

No respondió a mi pregunta inmediatamente. Permaneció callada durante unos largos segundos aparentando que ponía toda su atención en los manjares de plástico que teníamos delante. Hubiera preferido, con diferencia, un buen trozo de tucán asado antes que aquellas porquerías. Marta carraspeó.

—Si se cura —murmuró llevándose el tenedor con un poco de ensalada seca a la boca—, me gustaría hablar con él antes de hacer nada.

—Creo que temes que te pida que no le denuncies.

—Estoy segura de que no harías eso.

Sonreí.

—No, no lo haría —confesé, apartando la bandeja y girándome hacia ella todo lo que el estrecho espacio me permitía para poder mirarla—. Pero me gustaría saber qué opciones tienes.

—El robo de material de investigación de un departamento es algo muy serio, Arnau. No creas que me va a resultar fácil tomar una decisión. Todavía no puedo creer que Daniel fuera capaz de coger documentación de mis archivos. Me he preguntado mil veces por qué lo haría. No consigo entenderlo.

—Pues, aunque te cueste creerlo, lo hizo por mí —le expliqué—. No, no por mi culpa ni tampoco por hacerme un favor. Yo también he estado dándole muchas vueltas al asunto y, aunque todos somos ciegos cuando se trata de nuestra propia familia, creo que mi hermano siempre ha sentido una gran rivalidad hacia mí. Celos seguramente, o envidia. No sabría precisar.

—¿Anhelo de la primogenitura...? —insinuó ella medio en broma medio en serio.

—Anhelo de triunfo fácil, de dinero rápido.

—¿Ése es tu caso? —se extrañó.

—No, en absoluto. Pero él siempre lo vio así. O quiso verlo así. O se equivocó y lo entendió así. ¿Qué más da...? Lo que cuenta es que para conseguir un gran triunfo con el descubrimiento del poder de las palabras te robó el material de Taipikala.

—Efraín y yo no íbamos tan adelantados como él —admitió, abandonando también la comida después de un par de infructuosos intentos por tragarla.

—Daniel es muy inteligente.

—Lo sé. Los dos hermanos lo sois. El parecido no es sólo físico. Por eso confiaba tanto en él y en sus posibilidades. Pero no puedo pasar por alto lo que hizo. Entiéndelo, soy la jefa del departamento y uno de mis profesores cometió una infracción que, algún día, podría volver a repetir.

—Quizá no —insinué.

Ella volvió a quedarse callada.

—Quizá no —admitió al cabo del rato—, pero soy desconfiada por naturaleza y lo que no puedo ignorar es esa parte del cerebro de Daniel que le permitió entrar en mi despacho y robar el material de mis archivos. Puede que no vuelva a hacerlo, es cierto, pero ¿no hay algo dentro de él que funciona de manera equivocada, algo que siempre que desee alguna cosa ajena a sus posibilidades le diga: «Adelante, ya sabes cómo conseguirlo»?

—Necesitará ayuda —declaré.

—Sí, sí la necesitará. Tiene que volver a aprender que hay reglas y límites, que no todos nuestros deseos son alcanzables y que no hay atajos ni trenes de alta velocidad para llegar hasta donde queremos, que siempre cuesta un gran esfuerzo conseguir las cosas.

—Todos cometemos errores alguna vez.

—Cierto. Por eso necesito saber qué hay en su cabeza antes de tomar cualquier decisión. Quizá también tú deberías sentarte con él y explicarle detalladamente lo mucho que te ha costado tener lo que tienes.

Consideré sus palabras. Claro que pensaba hablar con mi hermano, pero no para contarle mi vida sino para explicarle con contundencia lo que pensaba de la inmensa estupidez que había cometido. Aunque tal vez Marta tenía razón. Quizá resultase más efectivo hacer lo que ella decía, pero ¿cómo sentarme con mi hermano para hablar así de esas cosas? No tenía claro que supiese hacerlo.

—Cambiando de tema... —dijo ella, girándose también todo lo posible en su butaca para quedar encarada hacia mí—. ¿Has pensado que sería mejor que estuviésemos a solas con Daniel cuando tenga que repetirle la frase que me enseñaron los yatiris?

—La recuerdas, ¿verdad? —me alarmé.

—¡Pues claro que la recuerdo, no seas tonto! ¿Cómo iba a olvidar algo tan importante? Bueno, ¿qué dices de lo de estar a solas con él? Es que creo que me resultaría muy violento ejercer de bruja de la tribu en presencia de tu familia.

Me eché a reír a carcajadas.

—Tranquila —dije al fin—, mi abuela ya se ha encargado de explicarle a todo el mundo que fui al Amazonas a buscar unas hierbas mágicas. También sabe que tiene que encontrar un momento en que la casa de Daniel esté vacía para que podamos ir tú y yo. Ese asunto ya está resuelto.

—¿Cuántos años tiene tu abuela? —se extrañó—. Debe de ser muy mayor.

—Bueno, ¡ya la conocerás!

Tomamos tierra en Barcelona a las dos del mediodía. La madre de Lola nos estaba esperando en el aeropuerto. Ni Marta ni yo aceptamos su ofrecimiento de llevarnos hasta nuestras casas en su coche. Marc estaba francamente mal y necesitaba acostarse cuanto antes. Nosotros compartiríamos un taxi.

—¿Nos dirás cómo responde Daniel a la frase de los yatiris? —me preguntó Lola en voz baja mientras nos despedíamos.

—Os llamaré en cuanto lo hayamos hecho. Vaya bien o vaya mal.

BOOK: El origen perdido
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