El origen perdido (64 page)

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Authors: Matilde Asensi

BOOK: El origen perdido
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—¿Has dicho que me vaya contigo? —balbució al fin.

—Pasaríamos todo el tiempo necesario con Efraín y Gertrude en Bolivia para llevar adelante la excavación de Lakaqullu y ocuparnos del material de la Pirámide del Viajero. Yo podría encargarme de las tareas, digamos, clandestinas —sonreí—, como sacar el cuerpo de Dose Capaca y ocultarlo en algún lugar elegido por vosotros, que conocéis la zona —hablaba sin respirar, sin hacer pausas; hablaba como mi madre—, o de eliminar de la cámara del Viajero toda referencia a la huida de los yatiris a la selva o también de cerrar el túnel de salida donde encontramos la rosquilla de piedra que se ha quedado Efraín. Quizá sería buena idea que pidieras una excedencia en la universidad, o una beca de esas que os dan para investigar. No sé, como tú lo vieras mejor. Así podríamos viajar y visitar a los dogones, los hopi, los navajos... a todos esos pueblos que conservan viejas leyendas sobre el diluvio y la creación del mundo. Medio año en Bolivia y medio año por ahí, recopilando información.

—Pero...

—Además, de este modo, también podría trabajar con Gertrude en el asunto de la cinta con las voces de los Capacas de Qalamana. He descubierto que me intriga mucho el funcionamiento del cerebro, igual que, en su momento, me intrigó el funcionamiento de los ordenadores. De nuevo, claro, carezco de las herramientas necesarias. No soy médico. Pero tampoco sabía nada cuando empecé a programar con un Spectrum y mira cómo he terminado, así que creo que puedo aprender mucho con Gertrude y, si estoy en Bolivia, trabajaremos mejor.

—Arnau...

—Otra cosa que se me ha ocurrido es que podríamos pasar el verano trabajando en Taipikala y el invierno en los otros lugares, de manera que, entre viaje y viaje, tuvieras ocasión de volver a casa para estar con tus hijos. ¿O todavía te necesitan y no puedes dejarlos solos? Porque eso cambiaría un poco los planes y...

—¡Cállate!

Me quedé mudo de golpe.

—Escucha —dijo ella, llevándose las manos a la cabeza—, creo que estás loco. No sé si entiendo muy bien lo que quieres decir. Hablas en clave y estoy hecha un lío.

Permanecí en silencio, con los labios apretados para que viera que no pensaba decir ni una sola palabra más. En realidad, ya había hecho mi jugada. Un auténtico
hacker
no revela nunca sus secretos pero, cuando llega el momento de actuar, actúa con firmeza.

—¿Qué tal si nos vamos a cenar —propuso taladrándome con la mirada— y lo hablamos todo tranquilamente desde el principio mientras nos sirven un montón de cosas que no hemos comido desde hace mucho tiempo? Hay un restaurante muy bueno cerca de aquí.

—Vale —dije—. Pero es un poco pronto. Sólo son las ocho menos cuarto.

—No para nosotros, que todavía vamos con el horario de Bolivia y allí es la hora de comer. Además, te recuerdo que esta mañana, en el avión, no tocamos las bandejas.

Eso era cierto. Pero yo no tenía hambre. Acababa de hacer una de las cosas más difíciles de mi vida y, por lo visto, los problemas aún no se habían terminado. ¿Es que quería que se lo dijera en aymara o qué?

—El chamán de los Toromonas nos dibujó a ambos el mismo pájaro.

—Voy a por mis cosas —dijo, dando un paso rápido hacia la puerta del salón—. Espérame.

Se iba a estropear.

—Escucha —la detuve.

—No, ahora no —rehusó.

—Sí, ahora sí —insistí—. Ven conmigo a buscar viejas historias que pueden contener alguna verdad. Estoy seguro de que nos iría bien. Formamos un buen equipo.

Me miró escrutadoramente, con un gesto de exagerada desconfianza en la cara.

—Y, si no funciona —seguí—, pues lo dejamos y volvemos a ser sólo amigos. Yo continuaré viajando y tú me ayudarás cuando vuelva.

—Estás loco de remate, ¿lo sabías? —me espetó—. Además, ¿crees que puedes presentarte en mi casa y decirme todas estas tonterías sin avisar? ¡Vaya maneras! Escúchame, te llevo nueve años de adelanto y puedo garantizarte que eres el tipo más frío y menos ingenioso que he conocido en mi vida. ¿Sabes las estupideces que has dicho?

Bueno, ya no podía acosarla más o acabaría echándome a la calle.

—Piénsalo, ¿vale? —repuse—. Y, ahora, vámonos a cenar. Venga, sube por tus cosas. Te espero.

Estuvimos completamente solos en el restaurante durante un par de horas. Los turistas de agosto no llegaban hasta aquella zona y los nativos habían abandonado masivamente la ciudad. Eso sin contar con que, en verano, nadie en su sano juicio saldría tan pronto a la calle salvo que quisiera morir derretido sobre el asfalto. Llegué a casa cerca de la una de la madrugada, cansado del largo viaje, del cambio de horario y de utilizar mis mejores recursos y encantos personales para atrapar a Marta en la red que tejí lentamente ante sus ojos intentando que no se diera cuenta. No, no me empeñé en contarle mi vida ni en aburrirla con los cuatro detalles divertidos de mi existencia. Me limité a escucharla, a mirarla y a escucharla, y a descubrir las cosas que le importaban porque, para romper las protecciones de un lugar seguro que se quiere piratear, lo primero que hay que hacer es conocer los puntos débiles del sistema y tratar de averiguar los códigos de acceso. Cuando, por fin, volví a casa y me dejé caer sobre la cama, aunque quería pensar sobre lo que habíamos estado hablando para mejorar mi estrategia, no fui capaz: me quedé dormido en cuestión de segundos y no me desperté hasta doce horas después. Pero cuando abrí los ojos al día siguiente, me sentí eufórico y satisfecho: estaba seguro de haber abierto una brecha, pequeña, en la muralla defensiva. El mundo estaba lleno de puertas cerradas y yo había nacido para abrirlas todas. Y no tenía la menor duda de que Marta era un desafío que valía la pena.

Después de desayunar, holgazaneé un poco por la casa y el jardín y disfruté de la agradable sensación de haber vuelto. Aunque no me encontraba cansado, por pura vaguería caminaba arrastrando los pies como si fuera un viejo y avanzando casi a la misma velocidad, pese a lo cual, la mala suerte me hizo llegar, por fin, hasta el estudio y me obligó a sentarme frente a uno de los ordenadores para comprobar el correo electrónico. No me interesaban en absoluto los mensajes de trabajo, de modo que sólo miré la dirección personal y, aunque creía que la bandeja de entrada iba a quedar saturada, sólo tenía diez miserables mensajes, cinco de los cuales eran de
Proxi
y los cinco de aquella misma mañana. Me llamó la atención el curioso detalle de que vinieran cifrados, así que tuve que desencriptarlos antes de entender por qué se había tomado tantas molestias:
Proxi
había extraído del CD en el que habíamos grabado todo el material de Lakaqullu una selección de fotografías de las mejores cosas de la Pirámide del Viajero y, sinceramente, sentí un nudo en la garganta al volver a ver los cascos de guerreros de las losas que marcaban las entradas a las chimeneas, los grandes ojos redondos y los afilados picos de piedra de las cabezas de cóndor, los relieves con los paneles de tocapus de las pruebas, la escalera que se había desprendido del techo y que colgaba de dos gruesas cadenas de oro, las cabezas de puma que custodiaban la inmensa puerta que daba acceso a la cámara, el panel con la maldición original que había afectado a Daniel y que yo mismo fotografié para poder verlo en la pantalla del portátil, las hileras interminables de láminas de oro llenas de tocapus, el inmenso sarcófago dorado de Dose Capaca con su cabeza puntiaguda por la deformación frontoccipital, el mural con los dibujos que ayudaban a comprender la invitación para ir en busca de los yatiris, la lámina con el mapa que conducía hasta Qhispita...

Me quedé mucho rato atontado delante del monitor, contemplando las imágenes una y otra vez. Afortunadamente, en casa no había nadie más que yo, así que pude pasar algunas de ellas a las pantallas gigantes y disfrutar con su visión a tamaño casi real mientras mi mente regresaba a aquellos fantásticos momentos y a las cosas que nos pasaron estando allí. Por desgracia, los Toromonas habían quemado la cámara de
Proxi
y no nos quedaba más recuerdo de nuestra estancia en la selva y en Qalamana que la grabación de Gertrude con las palabras de los Capacas que yo mismo guardaba. Por un momento sentí la tentación de escucharla, de comprobar qué efecto produciría el poder de las palabras en aquella habitación de mi casa. Pero no lo hice. Si finalmente mis proyectos salían bien, ¿por qué no darle a Gertrude la satisfacción de trabajar juntos en el tema mientras Marta y Efraín se despellejaban las manos en Tiwanacu? Además, antes de nada, debía llamar a la catedrática.

—¿Tienes un ordenador en casa con conexión a internet? —le pregunté a bocajarro en cuanto me descolgó.

—Lo normal es saludar primero y, después, preguntar —me respondió con aquella voz grave y armoniosa que me atravesó como una descarga.

—Hola. ¿Tienes un ordenador en casa con conexión a internet?

—Naturalmente.

—Pues dame tu dirección de correo electrónico. Voy a mandarte algo que te va a gustar.

—¿Sabes que, a veces, eres más raro que aquel desgraciado de Luk'ana que nos guió por Qalamana?

—Sí, es verdad —admití rápidamente, sin hacerle caso; la indiferencia formaba parte del plan—. Por cierto, ¿qué vas a hacer esta tarde?

Se quedó callada.

—¡Ah, espera, lo había olvidado! —le dije, riendo—. Primero saludar y, después, preguntar. Hola de nuevo, ¿qué vas a hacer esta tarde?

Supe que sonreía.

—Pensaba terminar de sacar las cosas de la maleta y poner un poco de orden. Me he despertado tardísimo y te recuerdo que ayer no tuve tiempo de hacer nada.

—Es que había pensado que podrías venir a ver mi casa. Me han dejado completamente solo. ¿Qué dices?

—¿Quieres mantenerme en secreto? —preguntó con evidente doble intención. Pero yo ya disponía de algunas claves sobre su forma de reaccionar y, desde luego, como ella sabía muy bien, eran otras cosas las que tenía en mente.

—En realidad, lo que estaba pensando...

—No sigas —me cortó de prisa y corriendo—. Mándame eso que querías que viera y, luego, volveremos a hablar. Dame un respiro.

Anoté cuidadosamente su dirección de correo electrónico y colgamos. Mientras terminaba de enviarle las fotografías, me llamó mi abuela.

—¿Arnauet? Oye, estoy en casa de Daniel.

—Dime.

—Tendrías que venir un rato para quedarte con tu hermano. ¿Cómo te viene?

¿Que cómo me venía...? ¡Me venía fatal, horrible, peor imposible! Tenía cosas muy importantes que hacer esa tarde y no quería renunciar a ellas por nada del mundo. Pero, cuando estaba a punto de soltar una andanada de bufidos y palabras desagradables, caí en la cuenta de que mi abuela debía de tener gente alrededor y que por eso no hablaba con claridad. Seguramente, pretendía dejarme solo con mi hermano.

—¿Quieres decir que has encontrado la manera de llevártelos a todos?

—Sí, lo siento. Tendrías que quedarte con él al menos dos o tres horas. Ya sé que estarás cansado todavía del viaje, pero... —Se oyó de fondo la voz de mi madre diciendo que, si estaba cansado, sería por haberme ido de marcha nada más llegar—. En fin, Arnauet, es que hemos pensado que, ya que has vuelto, podemos aprovecharnos un poco de ti. Nosotros estamos agotados. Lo entiendes, ¿verdad? Si te quedas con tu hermano, Clifford, tu madre, Ona, Dani y yo podremos irnos a dar una vuelta, a comprar algo de ropa para el niño y a tomarnos algo por ahí. Lo necesitamos, Arnauet.

—Eres única, abuela.

—¡Venga, no protestes! —me regañó, y mi madre, con un tono que no dejaba lugar a dudas, voceó que me quedaría con mi hermano tanto si protestaba como si no.

—Dile a tu hija que la estoy oyendo.

—Ya lo sabe —repuso mi abuela muy divertida—. Lo ha dicho cerca del teléfono para que te enteraras. Bueno, entonces, ya está. ¿Cuánto tardarás en llegar?

—Una hora. Tengo que recoger a Marta.

—Ya que vas a venir solo —puntualizó mi abuela para dejarme claro que era mejor que Marta esperara en el coche hasta que ellos se hubiesen marchado—, acuérdate de coger el muñeco ese tan feo que has traído para Dani y que nos enseñaste anoche.

—Es un dios.

—Me da lo mismo. Sigue siendo de muy mal gusto. Hala, adiós. No te retrases.

En fin, mis magníficos planes para aquella tarde acababan de volatilizarse. Habría que esperar y, francamente, no me hacía ninguna gracia. Algo me decía que Marta sí que hubiera venido a casa. Bueno, podía comprobarlo. Todavía teníamos la noche por delante. La llamé.

—Hola, ¿has visto las fotos? —le pregunté en cuanto descolgó.

—Estoy mirándolas —podía notar en su voz la sonrisa que, sin duda, dibujaban sus labios—. Parece increíble, ¿verdad?

—Verdad. Yo he sentido lo mismo.

—Es un material fantástico. Lola hizo un gran trabajo. ¡Resulta curioso contemplar todas estas cosas desde aquí, desde casa!

—Hablando de casas...

—He estado pensando —anunció de sopetón—. Creo que prefiero dejar la visita para después de curar a Daniel. Hagamos las cosas bien hechas.

—De acuerdo —acepté, muy tranquilo.

Se quedó en silencio, sorprendida.

—¿«De acuerdo...»? Creí que ibas a insistir.

—No, en absoluto. Si tú quieres aplazarlo hasta después de curar a Daniel, me parece bien. Por cierto —dije muy serio—, mi abuela acaba de llamarme. Tengo que quedarme con Daniel un par de horas porque la familia al completo se va de compras.

Ella tardó unos segundos en reaccionar y, luego, soltó una carcajada.

—¡Está bien! ¡Tú ganas! —dijo sin parar de reír—. Vayamos a casa de tu hermano y, luego, ya veremos.

Mientras me dirigía a buscarla con el coche, me reproché tanta confianza estúpida en la dichosa frase de los Capacas. Si no funcionaba, si aquel sortilegio, maleficio o encantamiento no cumplía su cometido, Daniel seguiría siendo un vegetal durante mucho tiempo o, en el peor de los casos, el resto de su vida. Se lo dije a Marta en cuanto subió al coche y, durante el resto del trayecto hasta la calle Xiprer, estuvimos discutiendo nerviosamente las alternativas: traducir a la mayor velocidad posible las láminas de oro de la Cámara del Viajero, intentar encontrar de nuevo Qalamana sobrevolando la inmensa zona probable, hacerle oír a Daniel la cinta grabada por Gertrude... En fin, supongo que estábamos nerviosos por muchas cosas pero íbamos a enfrentarnos a la peor de ellas de manera inmediata.

—Recuerdas la frase, ¿verdad? —le pregunté por enésima vez mientras salíamos del vehículo, aparcado, como siempre, sobre la acera del chaflán.

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