Authors: Matilde Asensi
Treinta metros más allá, la senda se estrechaba como la punta de un lápiz y terminaba abruptamente. Llegamos hasta el final y nos detuvimos, sin saber qué hacer. ¿Se suponía que teníamos que esperar o quizá debíamos regresar con los Toromonas?
Los helechos se removieron un poco a mi derecha y volví la cabeza rápidamente en esa dirección. Un brazo desnudo apareció de repente apartando las hojas y me encontré a menos de un metro de un tipo tan alto como yo, algo mayor y vestido con una especie de camisa larga y sin mangas, ceñida a la cintura por una faja de color verde. El tipo, que llevaba unos grandes discos de oro insertados en los lóbulos de las orejas, me miró un buen rato, sin alterar el gesto y, luego, examinó uno por uno a todos mis compañeros. Él tenía unos rasgos típicamente aymaras, con los pómulos altos, la nariz afilada y unos ojos lejanamente felinos. Sin embargo, su piel era muy clara, tan clara que, sin ser blanca como la nuestra, tampoco podía decirse que fuera ni remotamente como la de los indígenas.
Por supuesto, nos habíamos quedado petrificados. Petrificados y fuera de combate. De modo que, cuando nos hizo una seña para que le siguiéramos, los seis dimos un respingo de lo más descortés.
Volvió a internarse entre los helechos, que se cerraron tras él haciéndole desaparecer, y allí nos quedamos nosotros, con cara de imbéciles e inmovilizados. Al cabo de unos segundos, reapareció y nos contempló con el ceño fruncido. Era curioso, pero sus cejas seguían direcciones opuestas: ambas dibujaban la forma sinuosa de la tilde de la eñe pero mientras una se inclinaba hacia abajo, hacia la nariz, la otra subía hacia la frente. Y allí estaba, mirándonos desde debajo de aquellas extrañas cejas y esperando a que nos pusiéramos en movimiento y le siguiéramos. Uno detrás de otro fuimos cruzando la verde empalizada e internándonos en aquel mar de hojas inmensas sin decir ni media palabra, abrumados por una situación que, sin embargo, habíamos estado esperando desde hacía mucho tiempo. Yo fui el primero en entrar y a mi espalda venía Efraín. El yatiri —pues no cabía duda de que lo era— caminaba directamente hacia uno de los árboles sin detenerse ni cambiar de dirección y, asombrado, le vi meterse por una abertura, por una puerta muy baja burdamente tallada en el tronco que nos llevó a un corredor oscuro en el que me sentí como debían de sentirse los camiones que atravesaban el túnel del baobab africano. El árbol estaba vivo y la savia circulaba sin duda por su madera, que desprendía una fragancia intensa, un aroma parecido al del cedro. Al fondo del corredor, de unos pocos metros de longitud, se veía luz, así que deduje que allí nos esperaban más yatiris, pero me equivoqué: aquellos tipos habían agujereado el centro del árbol, creando una enorme sala tubular de la que partía una rampa cincelada en las propias paredes del árbol que ascendía en espiral hacia lo más alto. Unos cuencos de piedra llenos de aceite en los que ardía una mecha aparecían colocados a distintas alturas, iluminando fantasmagóricamente aquella extraña chimenea.
—¡
Jiwasanakax jutapxtan
! —exclamó nuestro guía con tono adusto, como si estuviera convencido de que no íbamos a entenderle.
—¿Qué ha dicho? —le pregunté a Marta en un susurro.
—Es aymara —murmuró ella, fascinada.
—Claro —repuse—. ¿Qué esperabas?
—No sé... —susurró sin poder ocultar una gran sonrisa de felicidad. Nunca le había visto un gesto tan agradable pintado en la cara.
—Bueno, pero ¿qué ha dicho? —insistí, sonriendo también.
—Que vayamos con él —me tradujo en voz baja.
El yatiri inició el ascenso por la suave rampa y entonces me di cuenta, al seguirle y pisarla, de que la madera del interior de aquel gran árbol era de una textura muy recia, pues ni siquiera acusó el peso de nuestros cuerpos: no hubo ni un vaivén, ni una sola oscilación por pequeña que fuera. A la luz de las lámparas de aceite, ofrecía un agradable color amarillo surcado por largas vetas de irisaciones marrones, y estaba pulida y barnizada con algún tipo de resina brillante en absoluto resbaladiza. La cornisa por la que avanzábamos salía de la propia pared en forma de cuña (más gruesa en el nacimiento) y terminaba con un pequeño borde ancho y apenas alzado. No había, pues, pasamanos de ninguna clase, así que si alguno quería tirarse por el hueco, podía hacerlo sin obstáculos.
No sé cuánto tiempo estuvimos subiendo, pero fue bastante. Tardamos mucho en llegar hasta el lugar en el que la suave cuesta terminaba directamente en una nueva puerta, que atravesamos tras el simpático yatiri. En cuanto hubimos traspasado otro breve túnel, salimos a un ancho pasillo que conectaba con otra puerta en el árbol de enfrente, a unos quince metros de distancia. Lo más agradable era que estábamos, de nuevo, cerca de la luz del sol ya que, a esa altura, conseguía colarse entre la enramada. Marc se puso a mi lado y detrás venían Marta y Lola, seguidas por Efraín y Gertrude. Me llamó mucho la atención ver que, debajo de nosotros, otro camino en el aire llevaba hasta el tronco que nos quedaba a la derecha y, entonces, fijándome, caí en la cuenta de que, más abajo y también sobre nuestras cabezas, una tupida red de calles similares conectaba los colosales árboles que teníamos a la vista. Y, lo más increíble de todo: estas arterias estaban hechas con las gigantescas ramas que nacían de los troncos, que habían sido moldeadas y ajustadas para llegar de un lado a otro de manera natural: unas subían, otras bajaban, otras se torcían aquí o se nivelaban allá y todas se cruzaban a distinta altura de manera que, si caías —aunque parecía bastante improbable que algo así pudiera suceder por la holgura de las sendas—, sólo sería un par de metros hasta el nivel inferior. Aquellos tipos habían pasado de construir ciudades megalíticas con una técnica que rayaba en la perfección a modelar la naturaleza viva con la misma genialidad para adaptarla a sus necesidades.
Se lo indiqué a Marc por gestos y también a los demás, que asintieron con las cabezas dándome a entender que estaban tan asombrados como yo. Cuando entramos en el siguiente árbol, nos encontramos en una especie de enorme plaza iluminada nuevamente con lámparas de aceite. Un grupo reducido de yatiris discutía a lo lejos, junto a una escalera que parecía subir y descender a otras plantas semejantes. Allí estaban las primeras mujeres que vimos, que, a diferencia de los hombres, vestían unas blusas cortas y sueltas y unas faldas que les llegaban hasta los pies. Todas las ropas que usaban aquellas gentes eran de colores vistosos, como los utilizados por los aymaras de los mercadillos de La Paz y todos llevaban insertados en las orejas los típicos discos de oro, las orejeras supuestamente incas, que, según la leyenda, permitían distinguir a los poseedores de una especial sangre solar de los que no la tenían. Efraín nos comentó que la camisa masculina se llamaba unku y que su uso había sido prohibido por los españoles tras la conquista, imponiendo por disposición legal la utilización de pantalones. Hombres y mujeres, sin excepción, calzaban sandalias de cuero y se cubrían con unos mantos que les llegaban hasta las rodillas. Eran muy altos para la media, de piel clara y pelo negro—azulado, ojos oscuros de mirada curiosa y rasgos aymaras, aunque, y éste era un dato que no dejó de llamarnos poderosamente la atención, todos los hombres exhibían en sus caras la sombra oscura de una barba corta. Ninguno hizo el menor gesto de saludo o bienvenida; antes al contrario, como si nos tuvieran miedo se retiraron hacia la escalera e hicieron ademán de cubrirse media cara con sus túnicas.
Había bancos esculpidos en las paredes de aquella gigantesca plaza y, desde ellos, dos hombres y una mujer de bastante edad, que debían de haber estado charlando hasta nuestra llegada, nos examinaron con rostros serios e impasibles. La mujer se dirigió a nuestro guía, levantando la voz:
—¡
Makiy qhipt'arakisma
!
Nuestro yatiri le respondió y siguió caminando hacia la salida, haciendo un gesto de adiós con la cabeza.
—¿Qué han dicho? —quiso saber Marc, volviéndose hacia Marta.
Ella asintió, como una alumna aplicada que ha comprendido perfectamente la lección y, luego, nos miró con los ojos brillantes y dijo, nerviosa:
—La mujer mayor le ha pedido que se diera prisa, que no se retrasara, y él le ha respondido que los Capacas ya nos estaban esperando y que todo se haría muy rápidamente.
Efraín se adelantó para intervenir en la conversación:
—¡Nos llevan con los Capacas, compadres! —exclamó, emocionado—. ¡No puedo creerlo!
—¡A ver si van a realizar algún ritual de sacrificios humanos con nosotros...! —dejó escapar Marc, con una voz cargada de sentimiento.
Cuando salimos de aquel árbol, escuchamos voces y risas que procedían de algún lugar sobre nosotros, pero no vimos a nadie. También oímos ladridos y nos miramos unos a otros con los ojos muy abiertos: ¡había perros en aquellas alturas! Increíble. Pero no tanto si nos fijábamos en las ventanas y puertas que mostraban los troncos cercanos y que parecían pertenecer a viviendas, a casas habitadas por personas que no podíamos ver. La red de ramas convertidas hábilmente en calles se reproducía al otro lado del árbol, y también tras atravesar el siguiente, y el otro, y el otro... Aunque resultaba imposible ver más de un par de troncos gigantes a cada lado, no cabía duda de que aquello era una gran ciudad vegetal de la que habían sido eliminadas las lianas y las trepadoras, y en la que la naturaleza había sido profundamente respetada, pues no se veía ni una sola tarima, ni plataforma artificial, ni tablazón o andamiaje de ninguna clase.
Nuestro guía parecía estar llevándonos por un camino muy bien estudiado para que no nos encontrásemos con nadie. Desde luego, lo consiguió: no nos cruzamos con ningún otro ser humano hasta que llegamos frente a un tocón de descomunales dimensiones hacia el que conducían multitud de pasillos aéreos desde los árboles vecinos, separados de él por una cierta distancia. Era, con diferencia, el tronco más grande que habíamos visto hasta ese momento, pero carecía de ramas y hojas. Daba la impresión de haber recibido el ataque de un rayo que le había segado a partir del punto en el que empezaba su copa. Resultaba imponente verlo así, mutilado y grandioso, y no dudé que aquél era el lugar hacia el que nos dirigíamos, pues tenía toda la pinta de ser un centro importante de poder o administración. Bajamos por una de aquellas calles que se inclinaba levemente, con un giro, hacia el gran portalón de madera del tocón y éste se entreabrió pesadamente como por arte de magia en cuanto estuvimos enfrente. Dos yatiris vestidos con el uniforme habitual surgieron desde el fondo oscuro y esperaron a que nuestro guía, que nos ordenó quedarnos donde estábamos, se adelantase unos pocos pasos hacia ellos. Luego, nos permitieron acceder al interior del árbol mutilado y nos quedamos súbitamente helados no porque hiciera frío, que no lo hacía, sino por la ostentación y riqueza de aquel lugar: inmensos tapices de tocapus separaban los espacios a modo de tabiques, colgando desde el techo, y láminas de oro repujadas con escenas que parecían sacadas de la lejana vida en Taipikala cubrían el suelo. Cientos de lámparas de aceite iluminaban el interior y muebles como arcones, sillones y mesas, fabricados en un estilo desconocido que utilizaba como materiales el oro y la madera, aparecían por todas partes.
El guía nos hizo avanzar un poco y volvió a indicarnos que esperásemos.
—
Ma rat past'arapï
—dijo con muchos humos antes de desaparecer. Si creía que no le comprendíamos, ¿por qué se molestaba en hablarnos y, encima, de aquella manera?
Efraín le tradujo:
—Ha dicho que iba a pasar un momento a no sé dónde.
—No ha dicho el dónde —le aclaró Marta.
—Ya me parecía.
—¿Qué dicen los tocapus? —preguntó Lola, acercándose al que teníamos más cerca. Era un tapiz impresionante, de seis o siete metros de altura.
—Pues éste, en concreto —empezó a explicar la catedrática, examinándolo con atención—, es una especie de invocación a una diosa... Pero no dice el nombre. Seguramente será la Pachamama, la Madre Tierra, porque habla de la creación de la humanidad.
—Pues éste de aquí —señaló Efraín desde el otro lado de la sala— cuenta cómo los gigantes desaparecieron con el diluvio.
—Estos tipos tienen una fijación enfermiza por los mismos temas, ¿no os parece? —comentó Marc, perplejo.
Estuvimos rondando por allí haciendo tiempo, mirando las cosas que teníamos alrededor, pero mi mente estaba muy lejos. Sólo podía pensar que, después de tanto tiempo y de tantas cosas como nos habían sucedido, había llegado por fin el momento en el que tendría que conseguir, como fuera, que aquellos tipos me explicaran cómo sacar a Daniel del letargo.
—¿Estás preocupado? —me preguntó Marta de repente. Se había puesto a mi lado sin que yo me diera cuenta.
—No, preocupado no. Nervioso quizá.
—Observa todo esto —me dijo, hablando desde la cátedra—. Es una ocasión única para recuperar una parte perdida de la historia.
—Lo sé —repuse, mirándola con una sonrisa. La sequedad que la caracterizaba había terminado por gustarme y me encontraba cómodo con sus tonos, a veces demasiado despectivos. En realidad, no se daba cuenta; para ella no tenían el mismo valor que para quien los recibía—. Soy consciente de la importancia de la situación.
—Es mucho más importante de lo que imaginas. Puede ser única.
—Yo quiero una antimaldición mágica —afirmé—. ¿Qué quieres tú?
—Quiero poder estudiar su cultura, que me permitan volver con un equipo de la universidad para llevar a cabo un trabajo de investigación complementario a la publicación del descubrimiento del lenguaje escrito de la cultura tiwanacota, que sería la primera parte de...
—¡Vale, vale! —la interrumpí, muerto de risa—. Creo que me van a dar lo que pido por la humildad de mi solicitud. ¡Tú lo quieres todo!
Marta se puso muy seria de golpe, mirando detrás de mí: nuestro guía yatiri había reaparecido entre las colgaduras del fondo y nos hacía gestos para que fuéramos con él.
—El trabajo es toda mi vida —dijo ella ásperamente, poniéndose en camino.
Entramos en una sala enorme delimitada por paredes hechas de tapices con diseños de tocapus que ondulaban como si una suave brisa recorriera la pieza. También oscilaban las llamas de las lámparas de aceite y el pelo gris oscuro de los cuatro ancianos, dos mujeres y dos hombres —ambos con bigote—, que nos esperaban acomodados en unos impresionantes sitiales de oro. A una distancia considerable habían colocado para nosotros seis taburetes de madera bastante más humildes. Nuestro guía nos indicó por señas que tomáramos asiento y, con una inclinación de cabeza dirigida a los ancianos, desapareció.