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Authors: Matilde Asensi

El origen perdido (65 page)

BOOK: El origen perdido
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—No seas pesado, Arnau. Ya te he dicho que la recuerdo perfectamente.

—Por cierto... —la llamé mientras se alejaba hacia la cafetería en la que le había pedido que esperara mi llamada; ella se volvió y en sus ojos vi algo que me gustó—. ¿Sabes que no tengo tu número de móvil?

Con una sonrisa se acercó a mí y me lo repitió un par de veces mientras yo intentaba grabarlo en mi teléfono sin equivocarme. Luego, se alejó despacio y me quedé observándola hasta que giró en la siguiente esquina y desapareció. Me costó lo mío ponerme en marcha y caminar hacia el portal de la casa de mi hermano.

Me abrió mi madre desde arriba y, mientras atravesaba la entrada y subía los tres o cuatro escalones que daban acceso al ascensor, vi, esperando su llegada, la espalda de uno de esos tipos enormes y pelirrojos que tanto se parecían a
Jabba
. Algún día, me dije, algún día vendré a esta casa y se habrán marchado todos a su planeta y no volveré a encontrarme con ninguno de ellos. Me reí con la boca cerrada y el tipo me miró de reojo, pensando, supongo, que estaba como una cabra.

Ona me recibió en la puerta y me dio un fuerte abrazo. Tenía mucho mejor aspecto que cuando me marché a Bolivia. Había recuperado la sonrisa y se la veía otra vez animosa y contenta.

—¡Anda, entra, chamán de la selva! —se burló—. ¿Te han dicho que estás peor que tu hermano? ¡Mira que largarte al Amazonas de un día para otro y volver dos meses después con una pócima milagrosa!

—Pues le está sentando divinamente —sentenció mi madre, que venía por el pasillo con su nieto en los brazos—. Yo diría, incluso, que le veo como más
vivo
, no sé... ¿Verdad, Clifford? Clifford y yo lo estuvimos comentando esta mañana después de darle la primera infusión con las gotas, ¿verdad, Clifford? En seguida noté algo raro en Daniel, algo distinto.

Ona me hizo un gesto con los ojos para que no me creyera ni media palabra de lo que decía mi madre (¡como si hubiera podido!), mientras yo cogía a Dani y lo levantaba hasta el techo. Hacía un calor infernal en aquella casa. Aun así, mi sobrino llevaba, como siempre, su toquilla fuertemente agarrada.

—¡Mira lo que te he traído! —le dije, enseñándole el Ekeko.

—Desde luego,
Arnie
, no comprendo cómo has podido comprarle algo así al niño. ¡Con la de cosas bonitas que tiene que haber en la selva! Este muñeco es espantoso.

En ese momento, mi sobrino lo lanzó por los aire con gran alegría y me pateó para que lo dejara en el suelo y, así, poder seguir destrozándolo a gusto.

—¿Ves lo que te decía? —continuó mi madre—. ¡Le va a durar diez minutos! Si es que tienes la cabeza en las nubes, hijo. Deberías haberle traído algo que pudiera conservar hasta que fuera mayor, como recuerdo del viaje de su tío. Pero, ¡no, claro!, le traes un muñeco horrible que el niño va a romper antes de que nos vayamos.

Mi sobrino jugaba al fútbol con el Ekeko por el pasillo. A veces la pierna se le iba un poco hacia un lado o hacia otro y, entonces, no conseguía que el dios avanzara hacia el salón como era su propósito, pero en el siguiente intento, el sucesor del Dios de los Báculos, de Thunupa, recorría un metro más limpiando el suelo. El crío estaba encantado de la vida. El regalo había sido todo un acierto.

—Hala, venga, marchaos —dijo una voz débil y temblorosa desde el sofá del fondo—. Os van a cerrar las tiendas.

Era mi abuela. ¿Por qué tenía esa voz tan rara?

—¿Pero es que tú no te vas con ellos? —le pregunté con una mirada inquisitiva, mientras saludaba a Clifford, quien, como Ona, había mejorado bastante desde la última vez. El tiempo hace que nos acostumbremos a todo, incluso a las experiencias más dolorosas.

—A tu abuela acaba de darle ahora mismo un mareo —anunció mi madre—. Por eso no nos ha dado tiempo a llamarte. Pero como la pobre no quiere estropearnos la tarde, se ha empeñado en que nos vayamos sin ella. ¿Podrás cuidarla,
Arnie
? Te dejamos a cargo de tu hermano y de la abuela, así que tienes doble trabajo. Si se pone peor... —dijo, cogiendo su bolso y alargándole a Clifford la bolsa de Dani, con los pañales, los biberones, las mudas y toda esa increíble cantidad de cosas que necesitan los niños para ir a cualquier sitio—. ¿Me estás oyendo, Arnau?

—Claro que te oigo, mamá —murmuré distraído, echándole disimuladamente a mi abuela una mirada de esas que hubieran asustado al miedo.

—Te estaba diciendo que si la abuela se pone peor que me llames inmediatamente al móvil. ¿Estarás bien, mamá? —le preguntó, inclinándose hacia ella para darle un beso de despedida.

Mi abuela, poniendo cara de circunstancias, se dejó besar y suspiró con tristeza.

—No os preocupéis por mí. Pasadlo bien.

Salieron todos otra vez por el pasillo en dirección a la puerta y mi madre giró la cabeza para hablarme en susurros:

—No te impresiones cuando entres en la habitación y veas a tu hermano. La cama consume mucho, ya lo sabes. Está muy flaco y demacrado, pero es normal. Tómalo con calma. Y no pierdas de vista a la abuela. ¡Tenía que pasar antes o después! ¿Verdad, Clifford? —Clifford asintió sin decir nada—. Fíjate, la pobre, con las ganas que tenía de que nos fuéramos todos juntos a pasear y, en el último momento, se ha puesto fatal. Pero es que, le guste o no le guste, ya es muy mayor y estas cosas le pasan a la gente de su edad. ¡Mucho ojo con ella, Arnau!, a ver si va a pasarle algo y tenemos un disgusto. Cuida de los dos, ¿eh, hijo? Luego, cuando volvamos...

—Eulalia —la llamó Ona desde el rellano, con la puerta del ascensor abierta.

—Bueno, nos vamos, pero lo que te iba a decir —yo empujaba la puerta del piso suavemente para obligarla a largarse—, lo que te iba a decir era que esta noche cenaremos todos juntos aquí. Toda la familia reunida. ¿De acuerdo?

«¡Ni muerto!», pensé. «¡Tengo otras cosas mucho más interesantes que hacer esta noche!»

—Eulalia —insistió Ona—. Están llamando al ascensor desde otros pisos.

—¡Ya voy, ya voy! Bueno, acuérdate de todo lo que te he dicho,
Arnie
.

—Sí, mamá —y cerré la puerta de golpe, volviéndome hacia la mentirosa más grande del mundo dispuesto a decirle cuatro cosas bien dichas. Pero ella ya se había levantado del sofá, fresca como una rosa, y me esperaba en pie y sonriendo. Podía ver su excelente aspecto gracias a la luz de la tarde que entraba por el balcón.

—¿Sabes que eres una tramposa y que vas a tener que confesarte muchas veces por lo que has hecho esta tarde? —le grité, avanzando hacia ella con pasos de gigante.

—¡Calla, que van a oírte! —me pidió con cara de susto, llevándose un dedo a los labios—. Ven aquí. ¿Creías que iba a perdérmelo? ¡De ninguna manera! Además, me lo debes. He estado encubriéndote durante dos meses. Por cierto, ¿dónde está Marta?

—En la cafetería que hay al doblar el chaflán en el que siempre aparco el coche.

—Espero que no la vean.

—Sólo la conoce Ona y no creo que se fije —repuse, tomando asiento y mirando las plantas que mi cuñada tenía en la terraza. En el espacio más pequeño que se pueda imaginar se amontonaban decenas de macetas con todo tipo de flores.

—¡Tendrías que oír las cosas que Ona dice de ella! ¡Si llega a enterarse de que ha venido a su casa, nos matará a ti y a mí!

—Tengo algo que contarte, abuela —dije con toda la pena del mundo, cogiéndola de la mano y obligándola a sentarse a mi lado. Sabía que lo que iba a explicarle sobre su nieto Daniel le iba a hacer mucho daño, pero no tenía otro remedio; ella era la más lúcida de la familia y, si curábamos a mi hermano, necesitaría su ayuda para afrontar lo que, necesariamente, vendría después. Además, las tonterías que decía mi familia sobre Marta debían terminarse. Empecé poniéndola en antecedentes sobre la investigación de los quipus y los tocapus, aunque sin entrar en detalles para no embrollarla. De la manera más suave y breve que pude le referí lo del robo del material del despacho de la catedrática y lo que había pasado con la maldición. Y mientras le aclaraba qué era lo que habíamos ido a buscar de verdad a la selva y lo que habíamos encontrado allí, llamé a Marta para que subiera.

Mi abuela se vino abajo cuando supo la verdad. Era la mujer más fuerte que conocía (bueno, Marta era igual de fuerte, pero a mi abuela la había visto afrontar problemas muy serios en esta vida y resolverlos con absoluta entereza) , sin embargo, cuando supo que su nieto Daniel había robado documentos importantes del despacho de su jefa, se hundió y empezó a llorar. Nunca, hasta ese día, la había visto derramar una sola lágrima, así que me quedé helado y hecho polvo. Afortunadamente, reaccioné y la abracé con fuerza. Le dije que entre ella y yo haríamos lo posible y lo imposible por ayudar a Daniel. En ese momento se oyó el timbre y la dejé un momento para ir hasta el telefonillo y abrir la puerta de abajo. Luego, mientras Marta subía, corrí de nuevo a su lado pero, para mi sorpresa, la encontré recuperada y con los ojos totalmente secos.

—¿Y esta mujer, la catedrática —me preguntó con recelo—, viene a ayudar a Daniel después de lo que él le hizo?

—¡Abuela! —la recriminé, saliendo disparado otra vez hacia el recibidor; acababa de sonar el timbre de nuevo—. Marta es una buena persona. Tú también lo harías... Cualquiera lo haría.

—Supongo que sí —la escuché decir mientras abría la puerta. Allí, con un gesto serio en la cara, estaba la mujer por la que cada uno de los miembros de mi familia sentía algo distinto y polémico. Incluido yo.

—Pasa, por favor —le pedí. Mi abuela ya se acercaba por el pasillo para recibirla—. Abuela, ésta es Marta Torrent, la jefa de Daniel. Marta, ésta es mi abuela Eulalia.

—Gracias por venir —le dijo mi abuela con una sonrisa.

—Encantada de conocerla. Supongo que Arnau ya le habrá explicado, más o menos, la tontería que pensamos hacer.

—No pasa nada por intentarlo, ¿verdad? Te agradezco mucho que estés aquí. Y, por favor, háblame de tú. Cuando se tienen más de ochenta años el usted se lleva mal.

Marta sonrió y los tres avanzamos despacio hacia el fondo de la casa. La puerta de la habitación de mi hermano, que estaba entornada, quedaba justo entre la entrada del salón y el extremo cercano del sofá, frente a la pequeña mesa redonda de comedor.

—¿Queréis tomar algo antes de...? —empezó a decir mi abuela sin saber cómo acabar.

—Yo no quiero nada —rehusé, nervioso.

—Yo tampoco, gracias. Prefiero ver a Daniel primero. Si... —Marta titubeó—. Si no sale bien, entonces sí que necesitaré un café bien cargado. Y, desde luego, un cigarrillo.

—¡Yo también soy fumadora! —exclamó mi abuela con la alegría de una hermana de cofradía que encuentra a otra.

—¿Vamos, Marta? —le dije, abriendo la puerta y mirándola. Ella asintió.

Las persianas estaban levantadas y las ventanas abiertas, aunque parcialmente cubiertas por las cortinas. La habitación era un horno a aquellas horas de la tarde. Frente a nosotros quedaba el pequeño vestidor que Daniel y Ona habían construido en un rincón del cuarto. Dando un par de pasos hacia la izquierda, se llegaba a lo que había quedado de habitación después de la obra, ocupada casi por entero por la enorme cama en cuyo centro estaba mi hermano. Su visión me sobrecogió.

Daniel parecía un auténtico muerto. Estaba destapado y llevaba una camiseta y unos pantalones cortos de pijama. Había perdido al menos quince o veinte kilos y, como me había dicho mi madre, parecía consumido. En ese momento tenía los ojos abiertos, pero no se volvió a mirarnos cuando entramos. Permanecía inmóvil, ausente. Los brazos le caían desmadejadamente sobre la sábana. Mi abuela se acercó a él y, cogiendo un dosificador de la mesilla de noche, le puso un par de gotas en cada ojo.

—Son lágrimas artificiales —nos explicó—. No parpadea lo suficiente.

—Deja que Marta se ponga donde tú estás, anda —le pedí.

Mi abuela nos miró con una tristeza infinita. Supongo que seguía doliéndole lo que le había contado acerca del robo pero, también, como la mujer pragmática que era, le dolía su propia lucha interna para no hacerse ilusiones respecto a lo que podía pasar. Le arregló el pelo a Daniel y arregló también la almohada sobre la que apoyaba la cabeza y, luego, muy serena, salió del rincón y vino hacia mí, que contemplaba la escena desde los pies de la cama. Marta la sustituyó junto a mi hermano y se quedó callada, observándolo. Me hubiera gustado saber qué estaba pensando. En realidad, ellos dos se conocían desde mucho tiempo atrás y habían trabajado juntos varios años. Él la desprestigiaba y criticaba delante de Ona, pero, ¿y Marta?, ¿qué opinaba Marta de Daniel, además de reconocer lo muy inteligente que era? Nunca me lo había dicho.

—Espero, sinceramente, que salga bien —murmuró ella, levantando de pronto la cabeza para mirarme—. Ahora mismo no le encuentro sentido a todo esto, Arnau. Me parece un absurdo terrible.

—No te preocupes —la animé—. Daño no va a hacerle y él no podría estar peor de lo que está, así que adelante.

—Venga, hija. Inténtalo.

Marta se inclinó hacia Daniel y se pasó una mano por la frente, intentando alejar las últimas dudas.


Jupaxusutaw ak munta jinchu chhiqhacha jichhat uksarux waliptaña
—dijo muy despacio, alzando la voz y sin dejar de observarle.

Mi abuela, discretamente, me obligó a bajar la cabeza y, al oído, me preguntó qué querían decir esas extrañas palabras.

—Es una fórmula —le expliqué—. Lo importante no es lo que dice sino los sonidos que emite al pronunciar la frase.

Y Daniel movió un brazo. Lo izó muy despacio en el aire y lo dejó caer sobre su abdomen. Marta se echó hacia atrás, impresionada, y mi abuela se llevó las manos a la boca para ahogar una exclamación de alegría que se le escapó a borbotones por los ojos. Casi sin interrupción, Daniel giró la cabeza sobre la almohada y fijó su mirada en nosotros. Parpadeó un par de veces, frunció el ceño y se humedeció los labios secos igual que si despertara de un largo sueño, y, a continuación, intentó decirnos algo, pero la voz no le salió de la garganta. Marta, todavía incapaz de creer lo que estaba viendo, salió del rincón para dejar el sitio a mi abuela, que se había acercado rápidamente mientras Daniel la seguía con la mirada, volviendo a girar la cabeza. Esta vez, además, intentó levantarla, pero no pudo. Mi abuela se sentó en el borde de la cama y le pasó la mano por la frente y el pelo.

—¿Puedes oírme, Daniel? —le preguntó con ternura.

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