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Authors: Matilde Asensi

El origen perdido (59 page)

BOOK: El origen perdido
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Cierto día, después de mucho tiempo, la nube oscura que cubría el mundo se retiró y la suave cubierta de vapor de agua que envolvía la Tierra se marchó con ella. Dejó de llover y los rayos del sol llegaron entonces a la superficie con toda su potencia, produciendo terribles quemaduras y consumiendo el suelo hasta dejarlo seco. Lentamente, los seres vivos se fueron adaptando a aquella nueva situación y la vida volvió a escribir sobre lo que había quedado según sus eternas instrucciones. Sin embargo, ahora los años eran cinco días más largos que antes porque la Tierra se había inclinado sobre su eje (como indicaba claramente la nueva orientación de las estrellas en el cielo), apareciendo, por tanto, las estaciones anuales que obligaban, si se quería comer, a sembrar y a cosechar en épocas concretas. De modo que hubo que modificar muchas cosas, entre ellas los calendarios y la forma de vida. También se reconstruyeron las ciudades, Taipikala entre ellas, pero los seres humanos estaban muy débiles y el trabajo les resultaba agotador. Los niños que nacían lo hacían enfermos y con grandes deformaciones, muriendo la mayoría sin llegar a crecer. Aunque la Tierra se rehízo con relativa facilidad y la naturaleza tardó poco en reconstruirse a partir de sus propios restos, a los hombres y a las mujeres, e incluso a algunos animales, les costó siglos recobrar la normalidad y, mientras esos siglos pasaban, se dieron cuenta de que sus vidas se iban haciendo más y más cortas y de que sus hijos y nietos no llegaban a desarrollarse con normalidad.

Los yatiris tuvieron que tomar las riendas de la situación desde el principio, al menos en su territorio. Lo que hubiera pasado más allá de sus fronteras era algo que no podían controlar. Se imponía recuperar la autoridad para acabar con el caos y el terror, con la barbarie en la que había caído la humanidad. Inventaron ritos y nuevos conceptos, explicaciones sencillas para calmar a la gente. Con el tiempo, sólo ellos conservaron el recuerdo de lo que había existido antes y de lo que sucedió. El mundo volvió a poblarse, aparecieron nuevas culturas y nuevos pueblos que tenían que volver a empezar sin nada y luchar duramente para sobrevivir. Muchos se volvieron salvajes y peligrosos. Los yatiris y su gente pasaron a ser los
aymaras
, «El pueblo de los tiempos remotos», porque sabían cosas que los demás no comprendían y porque conservaban su lenguaje sagrado y su poder. Hasta los Incap rúnam, cuando llegaron a Taipikala para unirla al Tiwantinsuyu, conservaban en parte el recuerdo de quiénes eran aquellos yatiris y los respetaron.

El canturreo de los Capacas acabó ahí. Una de las ancianas pronunció unas cuantas palabras más, pero ya no las entendí. El hechizo o lo que demonios fuera aquello, había terminado.

—El resto de la historia —dijo Marta para terminar, traduciendo a la Capaca—, ya lo conocéis.

Me sentía completamente tranquilo y calmado, como si en lugar de estar sentado en aquel taburete oyendo una historia sobre la destrucción del mundo hubiera estado escuchando música en el salón de casa. Algo le habían hecho a mi cabeza aquellos tipos mientras nos hablaban de Oryana y de todo lo demás. Marc, Lola y yo habíamos llegado a la errónea conclusión de que si no se sabía aymara se estaba a salvo de aquellas raras influencias, pero no era cierto: el poder de las palabras traspasaba la barrera del idioma y se colaba en tus neuronas, hablaran éstas el idioma que hablaran.

Como había supuesto Gertrude, el aymara era un
vehículo
para el poder, una lengua perfecta, casi un lenguaje informático de programación, que permitía la combinación de sonidos necesarios para revolverte el cerebro. El aymara —el
Jaqui Aru
—, era el teclado que había permitido programar los cerebros perfectos de aquellos primeros hijos de Oryana, dotándolos de las aplicaciones necesarias para vivir. Lo que fuera que aquellos tipos me habían hecho en la cabeza, me estaba permitiendo establecer una serie de relaciones que no se me hubieran ocurrido a mí solo ni en un millón de años. Montones de ideas cruzaban por mi mente, y todas eran distintas, desconcertantes y, desde luego, imposibles de compartir con los demás en aquellos momentos. De repente, disfrutaba de una claridad mental increíble y sentía como si aquellos Capacas siguieran jugando dentro de mi cabeza, dibujando nuevos caminos de comprensión.

Experiencias similares a la que yo estaba teniendo las vivieron también mis compañeros, por eso cuando acabó la salmodia de los ancianos el silencio se prolongó durante mucho tiempo. No éramos capaces de hablar porque estábamos muy ocupados intentando atrapar al vuelo los pensamientos. El canturreo de los Capacas contenía, con toda probabilidad, montones de sonidos capaces de alterar nuestros cerebros, de despertarlos. Quizá habíamos pasado de utilizar el cinco por ciento a usar temporalmente el seis, o el cinco y medio, y éramos conscientes de ello. Entonces comprendí también lo que me había dicho Marta cuando la acusé de haber sido manipulada por los yatiris para que consintiera en no hablar nunca de Qalamana: yo también tenía claro que habían utilizado el poder de las palabras conmigo y, sin embargo, no sentía que hubiera sido invadido por ideas o pensamientos ajenos. Estaba, como dijo ella, despierto, despejado y muy tranquilo y sabía que todo lo que había en mi cabeza era mío. Era yo, y sólo yo, quien ocupaba mi mente y quien, como Marta, veía ahora con claridad lo innecesario de sacar a la luz todo aquello, de meter los focos y las cámaras en Qalamana o, lo que era aún peor, de arrebatar aquel poder a los yatiris para ponerlo en manos de unos cuantos científicos que trabajasen al servicio de gobiernos armados o de grupos terroristas, de los que el mundo estaba lleno en una época en la que todas las ideologías y todos los sistemas se habían corrompido.

—O sea... —murmuró Lola, llevándose las manos a la cabeza como si necesitara sujetarla o comprimir lo que tenía dentro— que de una Era Glacial de dos millones y medio de años, nada. Todo ocurrió en muy poco tiempo... Por eso los mamuts aparecen todavía congelados en los hielos de Siberia, tan frescos que han alimentado con su carne a generaciones de esquimales
22
.

Su voz nos devolvió la capacidad de hablar.

—Esto es de locos —balbució Marc, agitando la cabeza en sentido negativo, intentando desechar algún pensamiento que no parecía ser de su agrado.

—Creo que todos tenemos demasiadas cosas en la cabeza —dije yo, incorporándome con dificultad para estirar el cuerpo y la mente. Me pilló casi por sorpresa descubrir que ahora sí sabía lo que quería hacer con mi vida cuando volviera a Barcelona, a casa, a esos lugares que parecían remotos e inexistentes en aquella situación pero que, sin duda, volverían a convertirse en realidad en no mucho tiempo.

Lentamente, fuimos saliendo de ese estado de concentración profunda en el que nos había sumido el canturreo. Mi cabeza empezó a reducir su velocidad y las ideas dejaron de atropellarse.

—La vecita de sus mercedes a terminado —dijo la voz de Arukutipa desde el fondo de la sala—. Deven partirze agora de Qalamana y no bolber.

A Marta se le agrió el gesto.

—Hemos aceptado no hablar de su ciudad ni de ustedes ni del poder de las palabras para mantenerles a salvo de... —titubeó—, de los otros españoles, pero no comprendo esa prohibición de regresar. Ya les hemos dicho que no gobernamos en estas tierras y que no queda nada de las pestilencias, de modo que, si no suponemos un peligro, ¿por qué no podemos volver? Algunos de nosotros quisiéramos aprender más cosas sobre su cultura y su historia.

—No, doña Marta —rehusó el chaval—, sus mercedes no deven ser desubedentes y soberbiosos. Se vayan y no buelban atrás y regrésense cin pendencia con los Toromonas hasta la ciubdad de Qhispita, en la selva, y, quando estén en Taipikala, debuelban la piedra que tomaron para allegarse desde Qhispita hasta Qalamana.

—Qhispita significa «A salvo» —nos tradujo Efraín amablemente.

—¿Está diciendo —se alarmó Marc, haciendo caso omiso del arqueólogo— que tenemos que volver a entrar en Lakaqullu, recorrer otra vez toda la pirámide y pasar aquellas pruebas de nuevo para dejar la rosquilla de piedra en el lugar donde la encontramos, que estaba justo al final del camino?

—No te preocupes —le animó Marta en voz baja—. Nos hemos comprometido a no hablar de Qalamana y de sus habitantes, pero aún tenemos que decidir por nuestra cuenta qué haremos con la rosquilla y con la Pirámide del Viajero y sus láminas de oro. En cualquier caso, recuerdo perfectamente el sitio por el que salimos a la superficie así que, si decidimos devolverla, bastará con entrar en sentido contrario.

—Parece que ellos esperan que respetemos lo que dejaron allí —murmuré.

—No se olvide, Marta —dijo Efraín mirándome mal y estrechando sus dos manos en un gesto de súplica—, que soy el director de las excavaciones que se están realizando en este momento en Tiwanacu y que usted forma parte de mi equipo. No podemos echar a perder esta oportunidad única, comadrita. Usted misma obtuvo, por sus influencias, una autorización especial para excavar en Lakaqullu.

—Su merced deve retraerse de su herronía —le ordenó en ese momento Arukutipa a Efraín— y ací mereser nuestra honrra y rrespeto para ciempre. Y tanbién doña Marta debe retraerse.

—Vuestra antigua ciudad —repuso ésta, poniéndose en pie para que la escucharan con claridad, aunque, en realidad, nos escuchaban perfectamente pues habíamos estado hablando en susurros y, sin embargo, conocían el contenido de nuestra discusión—, vuestra antigua ciudad de Taipikala está siendo estudiada y sacada a la luz, quitando la tierra que se ha acumulado sobre ella durante cientos o, mejor, miles de años. Si no lo hacemos nosotros, otros lo harán, otros que no tendrán tanta consideración ni miramientos. No podéis pararlo. Hace mucho tiempo que las ruinas de Taipikala, o Tiwanacu como disteis en llamarla cuando os invadieron los Incap rúnam, atraen a los investigadores de todo el mundo. Somos vuestra mejor opción. Vuestra única opción —recalcó—. Si Efraín y yo seguimos trabajando allí como lo estábamos haciendo hasta ahora, podremos impedir que os encuentren y dar a conocer lo que hay en la Pirámide del Viajero desde un punto de vista neutro y científico, y, por qué no, también ocultando la información comprometida, de manera que nadie sepa nunca de vuestra existencia. Si son otros quienes, ahora o dentro de cien años, llegan hasta Lakaqullu, estaréis perdidos, porque será cuestión de días que aparezcan por aquí, por Qalamana.

El muchacho, que ya había traducido la arenga de Marta, se retiró para dejar que los ancianos pensaran su respuesta. Al poco, dio un paso y recuperó su lugar. Ninguno había pronunciado una sola palabra.

—Los Capacas prencipales están muy preocupados por Taipikala y por el cuerpo de Dose Capaca, el Viajero —manifestó—, y acimismo por lo que a dicho doña Marta de los investigadores del mundo y por las muchas liciones, dotrinas y testimonios que quedaron en el oro, pero piensa ellos que don Efraín y doña Marta pueden hazer el travajo ancí como a dicho doña Marta y faboreser deste modo a los yatiris de Qalamana. Los Capacas darán agora el consuelo para el castigo del enfermo del hospital y, después, sus mercedes deverán dexar Qalamana para ciempre.

—¡Qué manía! —bufó Marc.

Pero yo estaba pensando en lo muy confiados que eran los yatiris: unos tipos raros y contagiosos, entre los que había peligrosos españoles, se presentaban de sopetón ante su puerta y les decían que todo aquello por lo que se escondieron ya no existía y los muy listos de los yatiris, en lugar de ponerlo en tela de juicio, iban y se lo creían sin discutir y, encima, los tipos raros les hacían creer que, por su bien, debían entregarles las llaves de su antigua casa. No me entraba en la cabeza que una gente tan especial pudiera ser tan inocente y boba. Aunque, claro, me dije sorprendido, quizá, sin que lo supiéramos, nos habían sometido a algún tipo de prueba con el poder de las palabras y, como le pasó a Marta con la maldición que había enfermado a Daniel, la habíamos superado porque, en realidad, les habíamos contado la verdad.

—Y ancí, doña Marta, prestad atención y se os proveerá del consuelo para el enfermo.

La anciana de la izquierda se incorporó antes de decir:


Jupaxusutaw ak munta jinchu chhiqhacha jichhat uksarux waliptaña
.

Miré a Marta y vi que tenía las cejas levantadas en un gesto de indescriptible sorpresa.

—¿Ya está? —balbució—. ¿Sólo eso?

—Sólo eso, doña Marta —repuso el joven Arukutipa—. Pero tenello en la cavesa bien guardado porque acina lo tendréis que repetir.

—Creo que lo he memorizado aunque, por si acaso, me gustaría decirlo una vez. Me asusta la idea de equivocarme cuando estemos allí.

—No a menester, pero si queréis...


Jupaxusutaw ak munta jinchu chhiqhacha jichhat uksarux waliptaña
—pronunció muy despacio.

—¿Qué significa? —le pregunté a Efraín bajando la voz.

—Una tontería, compadre: «Él está enfermo y esto quiero: que el viento que penetra los oídos le sane desde ahora.»

—¿Ya está? —me sorprendí.

—Lo mismo dijo Marta —repuso él, volviendo a poner su atención en la conversación con Arukutipa y los Capacas.

Pero la conversación había llegado a su fin. El traductor, inclinando la cabeza, se estaba despidiendo de nosotros y los Capacas se incorporaban solemnemente dando por terminado el encuentro. Un poco desconcertados, les imitamos. Por detrás del gran tapiz que quedaba a la izquierda apareció nuestro guía, el simpático Luk'ana, con la misma cara de desprecio y las mismas cejas raras que tenía cuando se marchó. Quizá ya sabía que le habíamos salvado la vida, o quizá no, pero, en cualquier caso, su rostro no demostraba el menor agradecimiento ni el menor alivio por no tener que morir esa noche.

—Salgan en pas desta ciubdad de Qalamana —se despidió de nosotros Arukutipa. Los Capacas no se molestaron ni en eso; se limitaron a marcharse por donde habían venido con la misma gran indiferencia con la que habían entrado en aquella sala dos o tres horas antes.

Luk'ana nos hizo un gesto con la mano para que le siguiéramos y, tras él, volvimos al inmenso recibidor de aquel grandioso tocón. Yo casi me había olvidado del extraño mundo en el que nos encontrábamos y su realidad me sorprendió de nuevo cuando pisamos el vestíbulo, que ahora estaba vacío de guardias. El guía cogió una de las lámparas de aceite que descansaban encendidas sobre las mesas y se la entregó a Lola y, luego, le dio otra a Gertrude y, así, hasta que todos tuvimos en las manos una de aquellas salseras luminosas de piedra. Entonces, con un pequeño esfuerzo, abrió él solo las dos pesadas hojas del portalón y nos dimos cuenta de que, afuera, todo estaba oscuro y de que el aire que entraba era frío, casi gélido. Se había hecho de noche mientras hablábamos con los Capacas.

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