Authors: Matilde Asensi
Lola estaba pálida y se apoyaba en Marta, que no tenía mejor aspecto, pero que, sin embargo, protegía con su brazo los hombros de Gertrude, atrayéndola hacia sí. Marc y Efraín estaban petrificados, incapaces de moverse o articular un sonido, de manera que, cuando los indios les pusieron los gigantescos animales muertos en los brazos, igual que a mí, continuaron con la mirada perdida sin darse cuenta de lo que transportaban. La selva que estábamos viviendo no tenía nada que ver con la que habíamos conocido hasta entonces. Si, desde que cruzamos a escondidas la entrada en el Madidi, yo había creído comprender la expresión «Infierno verde» que tanto usaban Marta, Gertrude y Efraín, estaba completamente equivocado. Lo que habíamos visto hasta entonces era una selva casi civilizada, casi domesticada en comparación con este mundo salvaje y delirante en el que nos movíamos ahora. La sensación de peligro, de pánico rabioso que tuve al pensar estas cosas se vio mitigada por una idea muy extraña: si en el mundo virtual de los ordenadores la clave para que las cosas funcionaran estaba en escribir un buen código, un código limpio y ordenado, sin bucles absurdos ni instrucciones superfluas, en el mundo real del auténtico «Infierno verde» también debían de existir unas reglas parecidas y quienes conocían el código y sabían escribirlo correctamente para que todo funcionara eran los habitantes de aquel lugar, los indios que nos acompañaban. Ellos, quizá, no sabrían desenvolverse ante un ordenador ni ante un vulgar semáforo pero, sin duda, conocían hasta los más pequeños elementos del entorno en el que nos encontrábamos. Igual que habían previsto el ataque de los tucanes cuando su compañero malherido emitió aquellos lamentos y sabían perfectamente lo que había que hacer (matarlo para obligarlo a callar), del mismo modo allí donde nosotros, los urbanícolas tecnológicamente desarrollados no veíamos nada más que hojas, troncos y agua, ellos sabían descifrar las señales del código que empleaba el «Infierno verde» y sabían responder en consecuencia. Volví a fijarme en aquellos indios tatuados y de aspecto primitivo, y supe a ciencia cierta que éramos iguales, idénticos en todo, sólo que aplicábamos nuestras mismas capacidades al distinto entorno que nos había tocado en suerte. No eran más tontos por no disponer de luz eléctrica o no tener un trabajo de ocho a tres; en todo caso, eran unos privilegiados por tener al alcance de la mano tal abundancia de recursos y saber utilizarlos con tan poco esfuerzo y tanta inteligencia. El respeto que sentí en aquel momento, no hizo más que crecer con el paso de los días. Aquella noche cenamos tucán asado (que resultó ser una carne muy tierna y sabrosa) con huevos de iguana que nuestros anfitriones sacaron de ciertos huecos en los árboles con la misma facilidad con que los hubieran cogido, envasados, de la repisa de cualquier supermercado. Los imponentes lagartos se quedaban paralizados sobre el tronco, sin moverse, viendo cómo los indígenas se llevaban tranquilamente sus huevos, que eran alargados, de unos cuatro centímetros de longitud, y que resultaban muy apetitosos tanto crudos como asados sobre las piedras calientes de la hoguera. Para terminar, tomamos en grandes cantidades unos frutos muy maduros, del tamaño de manzanas grandes, que, curiosamente, olían y sabían a piña aunque no lo eran, y tenían muchas semillas y muy poca pulpa. Comimos más y mejor de lo que lo habíamos hecho hasta entonces, con toda aquella insípida comida liofilizada, enlatada, envasada o en polvo y, cuando tendimos las hamacas —los indios también tenían las suyas, hechas con delgadas fibras vegetales, que, plegadas, cabían en una mano—, dormí por fin a pierna suelta, sin preocupaciones, y soñé que llegaba con mi coche a la calle Xiprer, para ver a Daniel y a su familia, y que tenía toda la calle libre para aparcar donde quisiera, sin tener que dejar el
vehículo
sobre la acera. No pude contarles todo esto a mis compañeros de infortunio porque nuestros guardianes no nos dejaron hablar entre nosotros hasta dos días después, cuando consideraron que ya no resultaba necesario vigilarnos porque habíamos comprendido la situación.
En realidad, la comprendimos casi en seguida y, por si algo nos faltaba para aceptarla incluso con asombro y satisfacción, lo descubrimos aquella primera noche, después de la cena, cuando nuestros amables anfitriones, hartos de comida y caminata, se pasaron un buen rato alrededor del fuego contando cosas divertidas que les hacían reír muchísimo y, en ellas, en esas historias o cuentos, había un término que repetían continuamente, la mayoría de las veces señalándose a sí mismos o a la totalidad del grupo presente: ni más ni menos que «Toromonas». A fin de cuentas, me dije después de cruzar una significativa mirada con Marta, aquel tipo, el autor del mapa étnico de Bolivia, ¿cómo se llamaba...? Díaz Astete, sí, pues eso, Díaz Astete había tenido razón al afirmar que todavía podían quedar Toromonas en la región del Madidi, aquella tribu supuestamente desaparecida durante la guerra del caucho del siglo XIX y que, según la historia, había sido la gran aliada de los incas que se escondieron en la selva amazónica huyendo de los españoles (la leyenda añadía que llevándose, además, el mítico tesoro conocido como El Dorado). Pero lo que ni la historia ni Díaz Astete sabían era que los Toromonas no habían ayudado a los incas propiamente dichos, sino a unos ciudadanos del imperio —incas, por tanto, para los cronistas españoles—, que eran los sabios-yatiris, los sacerdotes-Capacas del pueblo aymara, el «Pueblo de los tiempos remotos», que, procedentes de Tiwanacu-Taipikala, «La piedra central», huían de los españoles, de su crueldad y sus enfermedades contagiosas, llevándose con ellos no El Dorado (ése lo habían dejado en la cámara del Viajero) sino el tesoro más importante que poseían: su lengua sagrada, el antiguo
Jaqui Aru
, el «Lenguaje humano», cuyos sonidos eran consustanciales a la naturaleza de los seres y las cosas.
Los Toromonas habían encontrado las palabras mágicas que necesitaban en la plaza de la ciudad en ruinas, pero nosotros dimos también con la nuestra aquella noche y, así, se entabló una relación que iba a durar mucho más tiempo del que en aquel momento nos imaginábamos.
Durante aquella primera semana caminamos sin descanso siguiendo trochas o ríos e internándonos más y más en una selva que cambiaba de aspecto cada pocos días. A veces era amistosa e impresionante, como cuando alcanzamos la cumbre de uno de los picos de una sierra que, finalmente, recorrimos entera, y vimos a nuestros pies, y hasta donde la vista se perdía en cualquier dirección, una alfombra de copas de árboles de colores cambiantes en las que se enredaban unas nubes blancas e inmóviles. En otras ocasiones, sin embargo, era hostil como el peor de los enemigos y había que permanecer en guardia de manera permanente para no sufrir la picadura de las hormigas soldado, de los mosquitos, de las abejas, de las tarántulas..., o la mordedura de las serpientes, de los murciélagos, de los caimanes o de las pirañas, el más abundante de los peces del Amazonas. Vimos pumas y jaguares en multitud de ocasiones, pero jamás hicieron intento alguno de atacarnos, y también halcones, águilas, monos y osos hormigueros (muy ricos, por cierto, con una carne de sabor parecido a la del ganso). Los indios se guardaban las largas garras del oso hormiguero y, durante las paradas para comer o dormir, las afilaban con piedras hasta hacer de ellas auténticos y peligrosos cuchillos. Con el tiempo, Marc, Efraín y yo nos acostumbramos a recortarnos las barbas con esas garras. Observar a los Toromonas y aprender de ellos se convirtió en una obsesión. Si Marc y yo siempre decíamos que el mundo estaba lleno de puertas cerradas y que nosotros habíamos nacido para abrirlas todas, aquellos indios conocían la manera de abrir las puertas del Infierno verde y yo quería aprender a romper las claves del código de la selva. Marc y Lola se burlaban de mí, pero Marta, como buena antropóloga, venía conmigo cuando me introducía discretamente en cualquier grupo de indios que fuera a llevar a cabo alguna actividad curiosa. Ellos nos dejaban deambular sin causarnos problemas, con una mezcla de compasión y sorna muy parecida a la que sienten los padres por sus hijos más pequeños y torpes, pero pronto descubrieron lo auténtico de nuestro interés y nos concedieron un estatus preferente dentro del pequeño ejército, llegando a llamarnos por nuestros nombres cuando encontraban algo que pensaban que podía interesarnos. Hubo una lección, sin embargo, que hubiera preferido saltarme de haber podido.
A los dos o tres días de salir de las ruinas noté que tenía un enorme absceso en la pantorrilla derecha. No hice caso, pensando que sería una vulgar inflamación producida por algunos de los miles de pinchazos y pequeños cortes que nos hacíamos al cabo del día con las plantas, pero poco después empezó a supurar y a hincharse todavía más, provocándome un dolor tan terrible que tenía que andar cojeando. Gertrude empezó a preocuparse bastante cuando otro forúnculo similar me apareció en el dorso de la mano izquierda y se hinchó tanto que llegó un momento en que más que una mano parecía un guante de boxeo. No teníamos antibióticos ni analgésicos y la pobre doctora Bigelow se sentía incapaz de ayudarme. El día que Marc y Efraín tuvieron que ayudarme a caminar, cogiéndome por debajo de los hombros, los Toromonas cayeron en la cuenta de que algo raro me pasaba. Uno de ellos —el viejo pirómano que prendió fuego a nuestras pertenencias—, hizo que volvieran a dejarme en el suelo y me examinó la mano y la pantorrilla con ojo de médico de pueblo que lleva toda la vida viendo las mismas enfermedades en sus vecinos. Se metió en la boca unas hojas de algo que parecía tabaco y las mascó durante un buen rato, dejando caer hilillos de saliva de color marrón por las comisuras de los labios. Me encontraba tan mal que no pude hacer ni el gesto de retirar la mano cuando el viejo escupió lentamente sobre la dolorosísima inflamación para, a continuación, quedarse mirando atentamente el absceso hasta que se abrió una pequeña boca, un volcán en la superficie y algo que se movía surgió de mi mano. Creo que juré, maldije y blasfemé hasta quedarme ronco, mientras Marc y Efraín me sujetaban a la viva fuerza para que no me moviera. Lola se mareó y tuvo que alejarse con Marta, que tampoco lo estaba pasando bien. Sólo Gertrude permanecía atenta a la jugada mientras yo soltaba por la boca todas las barbaridades que conocía. El viejo indio, con dos dedos, extrajo de mi mano hinchada una larva blanca de unos dos centímetros de longitud, que se dejó sacar sin oponer resistencia, atontada por el jugo de tabaco que tan amablemente había preparado el viejo indio para mí. Sacar la segunda larva costó un poco más porque era más grande y permaneció mucho rato agarrada con fuerza a mi carne. Por gestos, el viejo, que resultó ser el chamán de la tribu, me explicó que eran larvas de tábano y que, por lo visto, como los mosquitos a la hora de chupar la sangre, sentían una predilección especial por unas personas más que por otras. Lógicamente, todo esto despertó la pasión investigadora de la médica y antropóloga aficionada que era Gertrude Bigelow y, desde aquel momento, la doctora se pegó como una lapa al viejo chamán y vivía fascinada con las nuevas cosas que iba aprendiendo.
Después de aquella desagradable experiencia, me pasé el resto del viaje espantando como un loco los tábanos que se me acercaban y también mis compañeros desarrollaron una fuerte aprensión hacia este insecto, de manera que, al final, nos ayudábamos unos a otros en la tarea de alejarlos, pues eran capaces de picar a través de la ropa. Lo único bueno fue que, en cuanto el viejo me sacó las larvas, los abscesos se cerraron y cicatrizaron perfectamente en un par de días con la ayuda de un aceite que los indios sacaban de la corteza de un árbol de hojas color verde oscuro y flores blancas muy parecidas a las del jazmín, aceite que conseguían con sólo clavar una de las afiladas garras de oso hormiguero en cualquier parte del árbol. La forma en la que el chamán me aliviaba el dolor ya era otro cantar: me obligaba a poner los pies descalzos sobre la tierra húmeda que había junto a las charcas y, entonces, me aplicaba las gruesas cabezas de varias anguilas eléctricas en la mano y en la pantorrilla. Ni que decir tiene que aquello provocaba una serie de descargas que, curiosamente, actuaban como anestésico, haciendo desaparecer por completo el dolor durante unas cuantas horas.
Aquellos indios sabían sacarle partido a todo y encontrar en su entorno todo lo que necesitaban. De un extraño árbol que proliferaba en las orillas de los ríos extraían una resina blanca que olía de modo penetrante a alcanfor y que mantenía alejadas a las temibles hormigas soldado y a las garrapatas. Sólo tenían que arrancar un pedazo de corteza y dejar fluir la resina, que luego se aplicaban por algunas partes del cuerpo o por los árboles a los que fueran a atar sus hamacas. Con el tiempo, naturalmente, terminamos imitándoles —que es la mejor forma de aprender que existe— y, por ejemplo, cuando nuestras ropas se convirtieron en andrajos, decidimos que sería buena idea cortar por encima de las rodillas lo que nos quedaba de los pantalones, aguantando como ellos las pequeñas heridas y las contusiones que, en efecto, acabamos por no tener en cuenta.
Lo cierto es que, casi sin reparar en ello, fui sufriendo una importante transformación. Y no sólo yo, sino también mis civilizados compañeros, que terminaron adaptándose perfectamente al ritmo de vida cotidiano en la selva y a las insólitas costumbres de los Toromonas. A pesar de la humedad y de las constantes picaduras de los insectos gozamos de una excelente salud durante todo el viaje, y eso se debía, según nos dijo Gertrude, a que en el Amazonas, por regla general, los lugares pantanosos y enmalezados son más saludables que los secos por la ausencia del calor tropical. Ya no notábamos el cansancio y podíamos caminar a buena marcha durante todo el día sin acabar rendidos al llegar la noche, y aprendimos a comer y a beber cosas inimaginables —Marc, por supuesto, no le hizo ascos a nada en ningún momento— y también a permanecer callados y concentrados durante horas, en estado de alerta frente a las señales de la selva. En mi caso, no obstante, fue una metamorfosis mucho más espectacular porque, de los seis, era el menos aficionado a la naturaleza y el más escrupuloso y maniático. Sin embargo, en aquel breve plazo de tres semanas, llegué a convertirme en un tipo capaz de disparar con cerbatana, de distinguir tanto el árbol de corteza rojiza y rugosa del que extraíamos una bebida muy nutritiva (que, si bien olía a perro muerto, sabía exactamente igual que la leche de vaca), como la liana venenosa que machacábamos y agitábamos en las aguas de los ríos para matar a los peces que nos iban a servir de comida o de cena. También llegué a saber, por propia experiencia y algún tardío consejo toromona, qué hojas eran las que podíamos usar como papel higiénico y cuáles contenían unas toxinas de las que convenía mantenerse alejado y, por supuesto, a reconocer la estela silenciosamente dibujada en el agua por los caimanes o las anacondas mientras nos bañábamos en los ríos.