El origen perdido (50 page)

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Authors: Matilde Asensi

BOOK: El origen perdido
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—Yo no lo creo —añadió Marta—. Estoy completamente segura.

—Pues imagínense para nosotros —masculló Marc agitando sus manos vendadas en el aire para espantar a las moscas, avispas, mariposas y abejas que nos rodeaban.

—¿Entienden ahora lo del «Infierno verde»? —preguntó Gertrude.

—No sé si podré aguantar dos semanas en estas condiciones —comenté, dándome una palmada en la nuca con la mano vendada para matar un mosquito.

—Nos acostumbraremos —me animó Lola, sonriendo—. Ya lo verás.

—¡Pero si recién comenzamos! —observó Efraín, quitándose la mochila de los hombros y poniéndose en pie—. No se preocupe, compadre, que uno siempre puede mucho más de lo que cree. Ya verá como dentro de un par de días está hecho todo un indio.

—El indio ya lo estoy haciendo ahora —murmuré absolutamente convencido.

Efraín se quitó la camiseta y las botas y, sin pensarlo dos veces, con pantalones y todo, se metió en el agua armando un gran escándalo y salpicándonos a todos. En realidad, le hacía mucha falta porque se le podía confundir fácilmente con una escultura de barro. Era la una del mediodía y habíamos empezado a caminar a las seis, pero, para mí, aquel tiempo se había dilatado hasta el infinito. Mientras los demás seguían a Efraín en su ataque de locura y se metían también en el agua para limpiarse y pasarlo bien, yo consulté los mapas y el GPS y descubrí, consternado, que sólo habíamos avanzado algo más de seis kilómetros. Nuestra situación era 14° 17' latitud sur y 67° 23' longitud oeste. Ni encontrando una carretera en la selva llegaríamos esa noche al punto previsto para acampar. Lo de recorrer veintitantos kilómetros al día no había sido otra cosa que una estupidez, lo mismo que lo de la energía extra por haber descendido desde el Altiplano y respirar más oxígeno.

—Ánimo, Arnau —murmuré, hablando conmigo mismo—. Las cosas ya no pueden empeorar más.

Al final, como yo también estaba cubierto por una costra seca que se me acumulaba sobre la piel, decidí que necesitaba un baño. Jamás en mi vida había estado tan sucio, mugriento, pringoso y maloliente. Desde luego, era otra nueva experiencia que debía aprender a sobrellevar con valor, pero ésta sí que iba en contra de mis más elementales principios.

La marcha de la tarde no fue mucho mejor que la de la mañana, sólo un poco más lenta porque estábamos cansados y con las espaldas doloridas por el gran peso de nuestras mochilas. Lola llevaba en la mano, además, una bolsa de plástico con un par de caracoles capturados en las cercanías del riachuelo y parecía no importarle acarrear a aquellos dos animalitos cuyas conchas enrolladas sólo eran un poco más pequeñas que una ensaimada mallorquina. Durante la marcha descubrimos anchas columnas de hormigas que avanzaban entre los matorrales. Dado que medían unos dos centímetros cada una, la procesión resultaba impresionante. La columna más extensa con la que tropezamos estaba compuesta por unos individuos de color rojizo que cargaban enormes pedazos de hojas entre sus mandíbulas y que se dirigían hacia un impresionante montículo de tierra de casi medio metro de altitud.

—¿Eso es un termitero? —preguntó Lola.

—No —negó Gertrude—. Los termiteros son mucho más grandes. Es un hormiguero. Lo que pasa es que, a veces, las hormigas fabrican estructuras parecidas para proteger mejor las entradas a sus galerías subterráneas.

Marc emitió un largo silbido.

—¡Deben de ser unas galerías enormes!

La doctora Bigelow asintió.

—Probablemente llevamos bastantes kilómetros caminando sobre ellas sin saberlo.

—¿Éstas son peligrosas? —se apresuró a preguntar Marta.

—Lo desconozco, pero yo no las tocaría por si acaso. Podrías pasarte varios días con fiebres altas y dolores.

Antes de que anocheciera, nos detuvimos por fin en un pequeño espacio entre árboles.

—Aquí vamos a pasar la noche —anunció Efraín, clavando graciosamente el machete en el suelo con un golpe seco de muñeca.

—¿Aquí? —se sorprendió Marc—. Aquí no podemos plantar las tiendas.

—No las plantaremos, señor informático —repuso el siempre animoso arqueólogo—. Hoy dormiremos en las hamacas, bajo las mosquiteras.

—¿Al raso? —me lamenté.

—Al raso. El barro no nos permitiría plantar las tiendas.

—Examinemos primero el suelo —nos recordó Gertrude— y también las cortezas de los árboles. Después veremos si podemos quedarnos.

En el suelo había, efectivamente, hormigas, pero en filas muy pequeñas de individuos menores que avanzaban de uno en uno y que no parecían peligrosos. Cerramos bien las mochilas después de sacar los alimentos para la cena y encendimos las lámparas de gas, preparándonos para la noche. Estábamos agotados. Encendimos también un fuego generoso en el centro para calentar la cena y para protegernos esa noche de los animales salvajes. Recuerdo que estaba medio atontado mientras cenaba, pero no hubo piedad para nadie: al terminar, todos tuvimos que fregar nuestros platos, vasos y cubiertos con el agua de nuestras cantimploras y, luego, enganchar las hamacas en los gruesos troncos a una buena altura, apartando las lianas y anudándolas para que no nos molestaran. Después, colgamos las mosquiteras de las ramas bajas, las dejamos caer sobre nosotros llevando buen cuidado de no dejar ningún insecto dentro, y nos acostamos a dormir. Sin embargo, pese a que la noche anterior no había pegado ojo y a que la marcha del día había sido dura, no me resultó fácil conciliar el sueño: ¿cómo demonios tenía que ponerse uno sobre aquella red para no quedar convertido en un doloroso arco con las lumbares en ángulo recto? Y yo no era el único. Podía escuchar el chirrido de las cuerdas de las hamacas de Marc y Lola al arañar sobre los troncos cuando se balanceaban, revolviéndose tan desesperadamente como yo y emitiendo apurados lamentos de dolor por las magulladuras del día. Pero estaba tan cansado que no podía dirigirles la palabra.

Pensé que debía permanecer completamente quieto me doliera el músculo que me doliera porque así lograría quedarme dormido; sin embargo, a la luz de la hoguera, la imagen que vieron en aquel momento mis ojos extenuados al abrirse un instante fue la de seis blancas crisálidas colgando sobre un suelo cubierto de enormes serpientes de color amarillo con manchas negras en forma de rombo sobre el lomo y diminutos ojos brillantes. La sangre se me heló en las venas y pegué un respingo en la maldita hamaca, notando cómo mil agujas se me clavaban por todo el cuerpo.

—Efraín —llamé con la voz más tranquila que pude poner.

Pero Efraín roncaba suavemente, durmiendo el sueño de los justos y no me escuchó.

—Gertrude —insistí—. Efraín.

—¿Qué pasa,
Root
? —me preguntó Lola, girando como un rollito de primavera en el interior de su hamaca para poder verme.

No le dije nada. Sólo señalé el suelo con un dedo para que bajara la mirada y comprendiera. Entonces, abrió la boca, horrorizada, y de su garganta salió un grito agudo e interminable que provocó mil ruidos en la selva, mil chillidos, graznidos, bramidos, trinos, gorjeos, silbidos y aullidos. Pero el suyo era el más fuerte de todos.

Las súbitas exclamaciones de espanto de los que habían sido despertados se sumaron a la batahola.

—¿Qué ocurre? —gritó Gertrude, mientras Efraín, aún adormecido, se quitaba el sombrero de la cara y echaba mano al machete que había dejado clavado en el tronco, dentro de su mosquitera.

Lola seguía gritando y Marc no dejaba de soltar maldiciones demasiado fuertes para cualquier oído humano. Marta fue la única que, aunque despierta y alarmada, no perdió los papeles.

Yo seguía señalando al suelo como un sonámbulo, con un movimiento mecánico del que ni siquiera era consciente. Cuando Gertrude siguió la dirección de mi mano con la mirada, vio por fin a los bichos que, enroscados o zigzagueando alrededor de la hoguera, alfombraban el suelo de nuestro dormitorio.

—Está bueno, está bueno... —dijo muy tranquila—. Cálmense todos.

—¿Pero qué demonios pasa, carajo? —exclamó Efraín, intentando mantener los ojos abiertos.

—Tranquilo, papito —le dijo ella—. Una familia de pucararas ha venido a calentarse al fuego, nada más.

—¿Nada más? —mugió Marc, espantado.

—Mire, Gertrude —añadí yo—, la situación no tiene buena pinta, ¿comprende?

—Claro que lo comprendo. Fíjense bien en ellas porque deben aprender a alejarse sin alarmarlas si vuelven a encontrarse con alguna durante el camino. Son las serpientes venenosas más grandes que existen, de la familia de las cascabel aunque las pucararas no lo tienen, y de ellas sale el antídoto antiofídico que llevo en el botiquín. Pero sólo se alimentan de pequeños animales, no de seres humanos. El calor las ha atraído. Debemos dejarlas en paz. En cuanto el fuego se apague se marcharán.

—La selva está llena de ellas —confirmó Marta con una gran tranquilidad.

—Llena, en efecto. Así que ustedes no se preocupen. Simplemente, no las pisen al caminar, no las molesten. Ahora estamos a salvo en las hamacas. Anoche seguramente también vinieron al campamento, y ¿a que ninguno se enteró?

—¡Pues menos mal que no lo hicimos! —exclamé compungido.

—En cuanto se apague el fuego se marcharán, créanme.

—Bueno —dijo Marc—, pero entonces vendrán los pumas, los leones, las hienas...

—Aquí no hay leones, Marc —le aclaró Gertrude, buscando de nuevo una postura cómoda en la hamaca.

—¿Quiere decir que hay hienas? —se alarmó mi amigo.

—Duérmanse, carajo —farfulló Efraín, que ya era otra vez una crisálida.

Aquella noche, con las pucararas serpenteando bajo mis lumbares, tampoco pegué ojo. Y con ésa ya eran dos. Nunca había sentido tan cerca el peligro. Hasta ese momento, todas las situaciones de riesgo que había atravesado en mi vida habían sido previamente planificadas y sus hipotéticas consecuencias (una caída en los colectores del alcantarillado de Barcelona o una infección en los ordenadores) no implicaban una amenaza mortal. Pero estaba tan cansado que mis recursos mentales no funcionaban y sentía el pánico rezumando por todos los poros de mi piel y mi sonámbulo cerebro no dejaba de fabricar imágenes espantosas que volvían una y otra vez de manera compulsiva.

La hoguera se consumió y las pucararas, efectivamente, se fueron pero, durante las dos horas que aún tardó en amanecer, permanecí en un agitado duermevela sometido como un torturado a las ideas más absurdas que imaginarse pueda. Quería volver a mi casa, quería estar con mi abuela, quería jugar con mi sobrino y ver a mi hermano. Sólo anhelaba esas pequeñas cosas que, desde aquella hamaca, parecían lejanas y muy valiosas. Cuando llegas a un límite y tienes el abismo delante —o te parece que es el abismo lo que tienes delante—, todo lo superfino desaparece y aquello que de verdad importa se agranda y se vuelve nítido como la luz. Analicé el orden en el que habían surgido mis deseos: primero, mi casa, es decir, mi espacio, mi lugar, la proyección de mí mismo, el refugio donde sentirme seguro, donde estaban mis libros, mi música preferida, mis consolas de videojuegos, mi colección de películas, mi jardín...; después, mi abuela, la persona más especial del mundo y a la que consideraba mi raíz directa con la vida y con mi origen, saltando por encima del triste eslabón de una madre tonta, superficial y débil; a continuación, mi sobrino, ese cabezota gracioso e inteligente que, de alguna manera, me inspiraba ternura y afecto sin ninguna razón especial, sólo por ser mi sobrino y poco más; y, por último, mi hermano, el imbécil de mi hermano, por cuya cordura era capaz de estar tumbado en aquella hamaca en mitad de la selva. ¿Era porque compartíamos una buena porción de genes? Mi cansancio no me permitía entrar tan a fondo en las razones que pudiera tener para quererle a pesar de todo.

—¡Arriba, amigos míos! ¡Hora de desayunar!

Nuestro despertador, el bueno de Efraín, había decidido que, a las cinco de la mañana, ya habíamos dormido bastante. Cuando salté de la hamaca, sentí que tenía agujetas hasta en el carnet de identidad.

Caminamos sin descanso durante siete horas, soportando el calor agobiante con el que nos regalaba aquel nuevo día y abriéndonos camino esforzadamente entre las lianas. Mis manos y las manos de los demás estaban tan magulladas que apenas las sentíamos, pero ¿qué importaba? Los tres novatos nos habíamos convertido en zombis, en autómatas, porque, si yo estaba hecho polvo, había que ver las caras de Marc y de Lola: fantasmas pálidos y sin vida animados por algún encantamiento chapucero para resucitar a los muertos. Si seguíamos así, no íbamos a poder llegar a nuestro destino. Menos mal que disfrutábamos de esos pocos días de energía sin límite que proporcionaba el cambio de altitud, porque, de no ser así, nos hubiéramos muerto.

Aquella noche tampoco pudimos volver a montar las tiendas, así que se repitió la desagradable aventura con las pucararas, pero mi cuerpo dijo que ya estaba bien de tonterías, que tonterías las precisas y ninguna más, y conseguí dormir al fin de un tirón y despertarme por la mañana bastante más descansado. Hubiera sido perfecto de no ser por la espesa bruma que nos envolvía y que no me dejó distinguir qué era aquello que notaba sobre mis piernas y que pesaba como un Gran Danés. Cuando me revolví para incorporarme, pensando que sería una rama o la mochila de alguno de mis compañeros ya levantados, el Gran Danés demostró tener cuatro ágiles y rápidas patas dotadas de afilados dedos que me arañaron a través del pantalón.

—¡Joder! ¿Qué es esto? —exclamé con la adrenalina corriendo a chorro por mis venas mientras pugnaba por distinguir a través de la niebla qué demonios era lo que corría sobre mi cuerpo de aquella manera.

Desde el tronco al que había atado el extremo de mi hamaca, unos ojos cubiertos por una armadura me observaban fijamente: un lagarto más largo que mi brazo y con unos ostentosos colores verdes, pardos y amarillos permanecía inmóvil, en actitud de alerta, con una extraña cola bífida alzada en el aire y una amenazadora cresta erizada tan grande como un abanico.

—Salga de la hamaca muy despacito, Arnau —me dijo Gertrude.

—¿Cómo de despacito? —quise saber sin moverme.

—Pues como si tuviera rotos todos los huesos del cuerpo.

—Ah, vale. Menos mal.

—¿Es venenoso o algo así? —preguntó Lola, angustiada, mientras yo me esforzaba por deslizarme milímetro a milímetro, sin oscilar, hasta el suelo.

—No, en realidad no —respondió Gertrude con voz divertida—. Estos gecos, o lagartos del Amazonas, son totalmente inofensivos.

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