Authors: Matilde Asensi
—Y, precisamente por mi experiencia, puedo garantizar —señaló para terminar— que yo sola no sirvo como guía de una expedición que va a internarse en territorio desconocido con tres personas que no han puesto el pie en la selva en toda su vida.
—¿Ni aunque les vigilemos constantemente? —preguntó un defraudado Efraín.
—Habría que vigilarles constantemente y mucho más —dijo ella—. No podríamos perderlos de vista ni un instante.
—Cada uno de nosotros se hará cargo de uno de ellos —resolvió su marido, poniendo ambas manos sobre la mesa con firmeza—. No les quitaremos la vista de encima y procuraremos enseñarles todo lo que sabemos sobre los peligros potenciales de la selva. Me comprometo a traerlos de vuelta sanos y salvos.
La idea de que nos cuidaran como a niños de guardería, con atención personalizada, me pareció un buen motivo para tranquilizarme. Vi el mismo alivio en la cara de Marc y de Lola.
—Hay otro problema, Efraín —objetó de nuevo la doctora—. Creo que no te has parado a pensar que, si nos descubren dentro del parque, lo pagaremos muy caro. Será un escándalo muy grande.
—Bueno... —dije yo, metiéndome por medio—, si nos descubren será porque han decidido eliminar vacíos geográficos y no creo que eso vaya a ocurrir en este preciso momento, ¿verdad? Y en cuanto al escándalo, doctora Bigelow, creo que ya está incluido en el precio de la entrada. Si nosotros nos la vamos a jugar por ayudar a mi hermano, ustedes también tienen sus propios e importantes intereses para buscar a los yatiris. Marta lo explicó muy bien ayer: Efraín y ella llevan toda la vida trabajando en este tema y usted, Gertrude, mantiene la fe en encontrar a unos yatiris no contactados por ningún ser humano desde hace quinientos años. Ése es su precio.
La doctora sonrió.
—Se equivoca, Arnau —dijo con acento misterioso—. Eso es sólo una parte pequeña de mi precio.
Marta y Efraín intercambiaron miradas y leves sonrisas.
—¿De qué habla, Gertrude? —le preguntó Lola, muy interesada. Su instinto de mercenaria había despertado.
—Desde que entré a formar parte del secreto de los yatiris —empezó a explicar la doctora, abandonando los cubiertos en el plato y arreglándose discretamente el pelo ondulado—, me obsesionó lo que ustedes llaman el poder de las palabras, la capacidad del lenguaje aymara para producir extraños efectos en los seres humanos a través de los sonidos. Como médica, sentí una gran curiosidad y he pasado los últimos años conciliando mi trabajo en Relief con la investigación científica sobre la influencia del sonido en el cerebro. Tengo mi propia teoría sobre el asunto y mi precio, Lola, es descubrir si estoy en lo cierto.
El silencio se hizo alrededor de la mesa.
—Y... ¿cuál es esa teoría? —me atreví a preguntar, intrigado. Aquello prometía.
—Es demasiado aburrido —se excusó ella, desviando la mirada.
—¡Oh, venga, linda! —protestó su marido—. ¿Acaso no ves que se mueren por saberlo? Tenemos tiempo.
—Cuéntaselo, Gertrude —apuntó Marta—. Lo entenderán perfectamente.
La doctora Bigelow empezó a jugar con unas migas que había sobre el mantel.
—Está bien —dijo—. Si no comprenden algo me lo preguntan.
Con un gesto rápido, cruzó los brazos sobre la mesa y tomó aire.
—Verán —empezó a explicar—, durante los últimos cincuenta años se han realizado grandes avances en el estudio del cerebro humano. Apenas sabíamos nada y, de pronto, todo el mundo empezó a estudiar las cosas que este órgano tan perfecto es capaz de hacer. Actualmente continúa siendo un gran misterio y seguimos utilizando solamente el cinco por ciento de su inmensa capacidad, pero hemos avanzado mucho y somos capaces de trazar un mapa bastante completo de las distintas áreas y funciones. También sabemos que la inmensa actividad eléctrica del cerebro, que emite infinidad de tipos de ondas, provoca que neuronas individuales o grupos de neuronas emitan ciertas sustancias químicas que controlan nuestros estados de ánimo y nuestros sentimientos y, por lo tanto, los comportamientos provocados por los mismos. Estas sustancias, o neurotransmisores, aunque circulan por todas partes, pueden operar en lugares bastante específicos con resultados muy diferentes. Se conocen más de cincuenta neurotransmisores, pero los más importantes son siete: dopamina, serotonina, acetilcolina, noradrenalina, glutamato, y los opiáceos conocidos como encefalinas y endorfinas.
—¡Un momento! —exclamó Marc, alzando la mano en el aire—. ¿Ha dicho usted que esas sustancias que circulan por nuestro cerebro son las causantes de nuestros sentimientos?
—En efecto, así es —confirmó Gertrude.
—¡Pero eso es fantástico! —se entusiasmó—. Somos máquinas programables como los ordenadores.
—Y el código que nos maneja son esos neurotransmisores —añadí yo.
—Exacto —confirmó él, cuyo cerebro de ingeniero iba y venía a velocidades cuánticas—. Si escribiésemos con neurotransmisores podríamos programar a las personas.
—Déjenme seguir —nos pidió la doctora Bigelow, con un acusado acento yanqui—. Lo que les estoy diciendo no es una teoría: está científicamente comprobado desde hace muchos años y hoy en día aún sabemos mucho más. ¿Qué le parecería, Marc, si yo le dijera que, estimulando eléctricamente una zona del lóbulo temporal de su cerebro y, por lo tanto, activando ciertos neurotransmisores, puedo provocar que usted tenga una profunda experiencia mística y que esté convencido de que ve a Dios? Pues esto es cierto, está empíricamente comprobado, como también lo es que no se ha encontrado ninguna zona del cerebro donde radique la felicidad, aunque sí las hay para el dolor, tanto físico como anímico, y para la angustia. Si la dopamina circula por su cerebro, usted sentirá placer, pero sólo durante el tiempo que ese neurotransmisor esté activo. Cuando deje de estarlo, la sensación o el sentimiento desaparecerá. Si está muy atareado o muy concentrado en alguna tarea, una parte de su cerebro llamada amígdala, que es la responsable de generar las emociones negativas, permanecerá inhibida. Por eso dicen que mantenerse ocupado cura todos los males. En fin, la cuestión es que tanto el miedo como el amor, la timidez, el deseo sexual, el hambre, el odio, la serenidad, etcétera, nacen porque hay una sustancia química que se activa por una pequeña descarga eléctrica. Siendo más concreta, hay una clase especial de neurotransmisores, los llamados neurotransmisores peptídicos, que trabajan de una manera mucho más precisa y que pueden hacer que cualquiera de nosotros odie el color amarillo, tenga ganas de escuchar música o de leer un libro, o se sienta atraído por los pelirrojos —y terminó mirando a Lola con una sonrisa.
—O tenga miedo a volar —añadió Marc.
—En efecto.
—O sea, que el aymara contiene algún tipo de onda electromagnética —aventuró
Proxi
con cara de no estar muy segura de ello— que los yatiris saben utilizar.
—No, Lola —denegó Gertrude, agitando su pelo pajizo al mover la cabeza—. Si mi teoría es cierta, y es lo que quiero descubrir con este viaje, se trata de algo mucho más sencillo. Yo creo que el aymara es, con diferencia, la lengua más perfecta que existe. Efraín y Marta me lo han explicado muchas veces y, aunque apenas la entiendo, sé que tienen razón. Pero lo que yo creo es que, en realidad, se trata de un vehículo perfecto para bombardear el cerebro con sonidos. ¿Han visto la típica escena de película en la que una copa de cristal estalla cuando se produce cerca un sonido muy fuerte o muy agudo? Pues el cerebro responde de la misma manera cuando se le bombardea con ondas sonoras.
—¿Estalla? —bromeó
Jabba
.
—No. Resuena. Responde a la vibración del sonido. Estoy convencida de que lo que hace el aymara es propiciar que un determinado tipo de ondas puedan ser producidas por los órganos fonadores de la boca y la garganta y que lleguen al cerebro a través del oído disparando los neurotransmisores que provocan tal o cual estado de ánimo o tal o cual sentimiento. Y si lo que activa son los especializadísimos neurotransmisores peptídicos, entonces puede conseguir casi cualquier cosa.
—Pero, ¿y el aymara que se sigue hablando hoy en día? —pregunté, intrigado—. ¿Por qué no produce los mismos efectos...?, ¿por las pequeñas influencias del quechua y el castellano de los últimos quinientos o seiscientos años?
—No, no lo creo —rehusó la doctora—. Mi teoría, como les he dicho, es que el aymara es el
vehículo
perfecto para producir los sonidos que alteran el cerebro, pero ¿en qué orden o secuencia hay que producirlos para que provoquen el efecto deseado? ¿Un solo sonido de la maldición que afectó a su hermano fue el que lo causó todo o se trató, más bien, de una combinación determinada de sonidos? Creo que lo que hacen los yatiris es pronunciar las palabras precisas en el orden necesario.
—En resumen: las fórmulas mágicas de toda la vida —apuntó Lola con retintín, como quien ve confirmada su teoría—. No es por trivializar, ni mucho menos, pero ¿se han planteado que la vieja expresión de los cuentos de brujas, el famoso
Abracadabra
, podría contener los principios de la teoría de activación de neurotransmisores?
—¡Sería interesante hacer un estudio sobre eso! —señalé yo.
—¡No sigas, que te conozco! —exclamó Marc, preocupado—. Y eres capaz de dejarlo todo para meterte de cabeza en el asunto.
—¿Cuándo he hecho yo eso? —me indigné.
—Muchas veces —confirmó Lola con indiferencia—. La última, el día que descubriste un papel misterioso con unas palabras en aymara que parecían tener relación con la enfermedad de tu hermano.
La doctora Bigelow, Marta y Efraín nos escuchaban perplejos.
—Bueno, la cuestión es que sería interesante —insistí, molesto. No estaba dispuesto a dar mi brazo a torcer.
—Estoy de acuerdo con usted, Arnau —dijo, sonriendo, la doctora Bigelow—. Por eso voy a seguir a Efraín y a Marta en esta loca aventura. Averiguar si mis teorías son ciertas es mi único precio —terminó.
Efraín sonrió satisfecho y nos miró henchido de orgullo.
—Entonces, ¿qué? —preguntó—. ¿Nos vamos a buscar a los yatiris?
Todos asentimos sin titubear, incluso Marc. Sabíamos que estábamos dando el sí a la mayor chifladura de la historia pero era esa cualidad de insensatez y disparate lo que la convertía en un reto irrechazable.
—¿Cuándo nos iríamos? —preguntó
Proxi
, alzando en el aire su taza de espeso, amargo y arenoso café boliviano. Reconocía aquel brillo peculiar en sus ojos negros: era el mismo que asomaba siempre que tenía un desafío delante.
Sinceramente, hubiera preferido que el desafío pudiera afrontarse con un teclado y un monitor pero, como era imposible, más valía dejarse arrastrar por el subidón de adrenalina de una aventura tan extravagante como aquélla.
—Si logramos preparar el material, estudiar la zona, agenciarnos transporte y darles a ustedes un cursillo acelerado de supervivencia en la jungla —bromeó Efraín—, podemos salir el día lunes.
Con una lista en las manos más larga que un día sin pan (elaborada entre todos la tarde anterior, al regreso del restaurante) , Lola y yo salimos el jueves por la mañana del hotel dispuestos a hacer la compra. Llevábamos también un catálogo de comercios donde adquirir los materiales, que iban desde tiendas de campaña, hamacas, sacos y mosquiteras, hasta platos, filtros y pastillas depuradoras para el agua, papel higiénico o repelente para insectos. Estuvimos todo el día de arriba para abajo, encargando que todo lo que comprábamos fuera llevado a nuestro hotel, desde donde partiríamos al lunes siguiente después de dejar nuestras cosas en casa de Efraín y Gertrude y de pagar la cuenta para que no salieran en nuestra busca por morosos. Pasamos un gran apuro cuando tuvimos que pedir los machetes para abrir trochas en la selva, pero el vendedor, con toda tranquilidad, nos mostró distintos modelos, a cual más afilado, grande y peligroso, y nos recomendó una marca alemana que, según él, fabricaba las mejores hojas de acero. Mientras nosotros nos dejábamos la piel y el dinero del fondo en las compras, Marta se dirigió a El Alto, el barrio más elevado de la ciudad donde se encontraba el aeropuerto en el que habíamos aterrizado a nuestra llegada a La Paz. Allí estaba también la terminal de la TAM (Transporte Aéreo Militar), la única compañía que ofrecía vuelos entre La Paz y Rurrenabaque, pueblo que servía de punto de partida para visitar el Parque Nacional Madidi. La otra alternativa para llegar hasta allí era la tristemente famosa carretera de los Yungas, más conocida como Carretera de la Muerte por los numerosos accidentes de tráfico que se producían en sus terribles cuestas y curvas pero, aparte de este obvio motivo para no utilizarla, existía también el problema del tiempo: se necesitaban unas quince o veinte horas para llegar hasta Rurrenabaque. Y eso en la estación seca del año, porque en la de lluvias ni se sabía. Hubo suerte y, aunque hasta última hora no pudimos estar seguros, Marta consiguió los seis pasajes para el lunes 17 de junio porque, al encontrarnos en plena época turística, se habilitaban vuelos suplementarios debido a la gran demanda. En total, nos costaron unos setecientos euros más un adelanto a cuenta para la reserva de los billetes de regreso. No sabíamos la fecha con certeza, pero suponíamos que sería hacia finales de mes, de modo que, si no queríamos quedarnos sin vuelo a La Paz en plena operación de salida y llegada, debíamos dejar la reserva apalabrada.
Gertrude no lo tuvo nada fácil para conseguir el material médico del botiquín. Incluso su posición como coordinadora de Relief International en Bolivia resultó más un estorbo que una ayuda. De los distribuidores que servían a su ONG consiguió los productos más básicos, como el suero, los analgésicos, las vendas, los antibióticos, las jeringuillas y las agujas desechables, pero no encontró la forma de adquirir, sin llamar la atención, el antídoto contra el veneno de serpiente, el llamado suero antiofídico polivalente, ni tampoco la jeringa—pistola necesaria para inyectarlo. En estas cuestiones y otras similares ocupó todo el jueves, el viernes y el sábado, mientras Efraín y Marc estudiaban la zona del Madidi y la forma de entrar en el parque sin ser descubiertos.
Una de las primeras cosas que encontraron sobre el parque, navegando por la red, fue una entrevista hecha a un tal Alvaro Díaz Astete, conocido de Efraín y Marta, que había sido director del Museo de Etnografía de Bolivia y era el autor del único mapa étnico de este país. En ella, Díaz Astete afirmaba que estaba seguro de que existían tribus no contactadas en la región del Madidi, en las desconocidas nacientes del río Heath y en el valle del río Colorado. Pero lo más sorprendente era que alguien como él aseguraba que uno de esos grupos no asimilados era el de los Toromonas, una tribu misteriosamente desaparecida durante la guerra del caucho del siglo XIX que, según la leyenda, fue una gran aliada de los incas a los que ayudaron a desaparecer en la selva con sus grandes tesoros tras la derrota sufrida contra los españoles. Estos datos históricos, al parecer ciertos, habían fraguado la leyenda de la ciudad perdida de El Dorado o Paitití, oculta en el Amazonas. Sin embargo, los Toromonas se daban por desaparecidos desde hacía más de un siglo y constaban como oficialmente extinguidos, por eso las declaraciones de Díaz Astete sobre la posibilidad de que continuaran subsistiendo entre los grupos no contactados del Madidi reforzaba nuestra convicción de que los yatiris podían perfectamente encontrarse en una situación parecida. En realidad, nadie sabía lo que había en esos vacíos geográficos y eran famosas las infortunadas expediciones del coronel británico Percy Harrison Fawcett en 1911 (el hombre encargado de dibujar las fronteras de Bolivia con Perú, Brasil y Paraguay) o del noruego Lars Hafskjold en 1997, de los que no había vuelto a tenerse noticias tras internarse en la zona.