El origen perdido (37 page)

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Authors: Matilde Asensi

BOOK: El origen perdido
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Nos quedamos perplejos. La catedrática leía el aymara como si fuera su propia lengua, dejando la traducción del telar de Jovi a la altura del tacón. Pero, además, quizá por su deseo de demostrar hasta qué punto controlaba el tema, siguió explicando en voz alta su razonamiento:

—Estas frases —dijo, cruzando los brazos sobre el pecho— son un juego de palabras cuya finalidad es oponer las ideas de pasividad y estancamiento a las de movimiento y transformación: los humanos permanecen estables en la tierra, mientras que los pájaros evolucionan sustituyendo la tierra por el cielo. En resumidas cuentas, estamos hablando del uso de las fuerzas dinámicas para la obtención de un cambio.

No sé si esperaba que dijéramos algo pero, como hablaba igual que si estuviera impartiendo una clase, nos mantuvimos callados.

—En cualquier caso, las figuras de los adoradores de la Puerta del Sol aparecen mezcladas con el texto formando figuras triangulares con vértices que apuntan a la cabeza de cóndor. Si considerásemos ambas tablas como una sola y numerásemos las filas y las columnas del uno al diez, como si se tratara de un tablero de ajedrez... —se pinzó el labio inferior con el pulgar y el índice, pensativa—, la figura cambiaría radicalmente porque entonces tendríamos dos líneas diagonales cruzadas en el centro, una formada por dos pájaros y tres humanos y otra por dos humanos y tres pájaros.

—Cinco —se le escapó a
Proxi
, que seguía la explicación con gran interés—. Las dos líneas diagonales suman cinco figuras cada una. Lo digo porque estoy convencida de que todo esto tiene que ver con la prueba anterior, la de multiplicar por cinco y dividir por dos.

—Sin duda se trata de una progresión en conocimientos y habilidades —repuso la doctora Torrent—. Nos enseñan algo y nos piden que lo apliquemos de manera práctica. ¿Somos dignos de acceder a un poder superior o, por el contrario, nuestra incapacidad mental nos cierra las puertas?

Yo estaba alucinado escuchándolas a las dos, sobre todo a la catedrática. Tenía una forma de razonar absolutamente científica y una manera de explicarse definitivamente pedagógica, y
Proxi
, nuestra
Proxi
, captaba la onda como un receptor de radar, reaccionando en sintonía.

—Oiga, doctora... —la interrumpió
Jabba
—. ¿Usted no sabe hablar como las personas normales? ¿Siempre tiene que ser tan rebuscada?

Marta Torrent le miró achicando los ojos, como si se concentrara para enviarle rayos gamma que lo convertirían en un charquito de plasma, y pensé que allí se iba a montar una buena si no intervenía para detenerlo. Sin embargo, aquella fue la ocasión en que aprendí que los ojos achinados de la doctora eran el paso previo a su risa incontenible. En lugar de ofenderse y reaccionar como una Némesis enfurecida, sus carcajadas repicaron en la galería de suelo agujereado y rebotaron por los muros, multiplicándose. Al final, parecía que nos hubiera rodeado un coro de bacantes.

—¡Oh, lo... siento, señor...! —quiso disculparse mientras intentaba dejar de reír—. No... no recuerdo su nombre, perdóneme.

—Marc. Me llamo Marc —respondió él de mala gana.

Yo pensé: «Bond. James Bond.» Pero me callé.

—Marc, perdóneme. No quería molestarle. Es que, ¿sabe?, mis hijos y mis alumnos siempre se están burlando de mí por la forma que tengo de hablar. Por eso me ha hecho gracia. Espero no haberle ofendido.

Jabba
sacudió la cabeza, denegando, y le dio la espalda para dejar bien clara su indiferencia, pero yo, que le conocía bien, sabía que le había gustado la respuesta. Aquella situación empezaba a resultar bastante incómoda.

—Muy bien, veamos —murmuró
Proxi
, colocándose junto a la catedrática—. Si numeramos las filas y las columnas como usted ha dicho, del uno al diez, tenemos que la diagonal con tres cóndores y dos humanos tiene sus cinco figuras situadas en las casillas 2-2, 4-4, 6-6, 8-8 y 10-10, mientras que la diagonal con tres humanos y dos cóndores las tiene en 1-10, 3-8, 5-6, 7-4 y 9-2. Por lo tanto, la más regular es la de los tres cóndores.

Para entonces yo ya había hecho varias rápidas operaciones mentales con los números, y estaba llegando a la conclusión de que la serie irregular carecía de sentido matemático mientras que la regular se correspondía, limpiamente, con los cinco primeros números enteros cuyo resultado, al dividir por dos y multiplicar por cinco, tenían la misma raíz.

—Hay que pulsar las cinco figuras de la diagonal con tres cóndores —dijo en ese momento el gusano rechoncho.

—Yeso, ¿por qué? —pregunté, molesto. Otra vez se me había adelantado.

—¿Es que no lo ves,
Root
? —me recriminó
Proxi
—. Dos, cuatro, seis, ocho y diez son divisibles por dos y multiplicables por cinco con la misma raíz, mientras que la otra serie carece de lógica.

—Sí, ya lo había notado —observé, acercándome—, pero ¿por qué hay que pulsar las cinco figuras?

—Porque son cinco, señor Queralt, cinco repartidas en dos tablas. Cinco y dos, los números de la primera prueba, y, además, siguiendo la idea contenida en las frases, los cóndores implican movimiento mientras que los humanos sugieren inmovilidad. En la diagonal de las cinco cifras divisibles por dos y multiplicables por cinco hay tres cóndores, mientras que en la otra hay tres humanos.

—Quizá el número tres tenga algo que ver con la siguiente prueba —comentó
Jabba
.

Proxi
frunció el ceño.

—¡A ver si somos más positivos! —le recordó.

—¿Qué he dicho? —protestó él.

—Bueno, pero... ¿y si pulsamos esa combinación y resulta que el suelo termina de hundirse bajo nuestros pies? —comenté yo con aprensión.

—El suelo no se va a hundir —rezongó
Proxi
—. El razonamiento es perfectamente lógico y coherente. Tan limpio como un bucle infinito.

—¿Qué es eso del bucle infinito? —quiso saber la catedrática.

—Un grupo de instrucciones en código que remiten unas a otras eternamente —le explicó—. Algo parecido a «Si Marc es pelirrojo entonces saltar a Arnau y si Arnau tiene el pelo largo, entonces volver a Marc». Nunca termina porque es un planteamiento absoluto.

—Salvo que yo me cortase el pelo y Marc se tíñese de rubio. Entonces dejaría de ser absoluto.

Era un buen chiste, pero a ellas no pareció hacerles la menor gracia, así que nosotros dos, que nos habíamos echado a reír, nos callamos.

—De todas formas —propuse reprimiendo la última y desgraciada sonrisa y hablando lo más juiciosamente que pude para recuperar la dignidad perdida—, tres de nosotros deberíamos retroceder hasta la zona del corredor en la que el suelo permanece entero y uno, asegurado con la cuerda, se quedaría aquí para pulsar la combinación. En caso de que el suelo terminara de hundirse, los otros tres lo sujetaríamos.

—¿Qué es eso de «lo sujetaríamos»? ¿Ya te estás escaqueando? —insinuó discretamente
Jabba
.

—Ni tú ni yo podemos ser esa persona porque pesamos demasiado. ¿Lo entiendes? Debe ser una de ellas dos. No es una cuestión de valor sino de sobrecarga.

—Ha quedado muy claro, señor Queralt —convino la catedrática, sin inmutarse—. Yo pulsaré los tocapus. —Y ante el inicio de un gesto de protesta por parte de
Proxi
, levantó la mano en el aire, deteniéndola—. No es por ofenderla, Lola, pero yo estoy más delgada y, por lo tanto, peso menos. Se acabó la discusión. Denme esa cuerda y aléjense.

—¿Está segura, Marta? —inquirió
Proxi
, no muy convencida—. Yo practico la escalada y podría defenderme mejor.

—Eso está por ver. Llevo toda mi vida trabajando en excavaciones y sé ascender y descender por una soga, así que márchense. Venga. No perdamos más tiempo.

En un abrir y cerrar de ojos, le fabricamos a la catedrática un arnés con la cuerda y nos retiramos hacia el fondo del túnel saltando de losa en losa hasta alcanzar territorio seguro, entonces nos sujetamos nosotros también de manera que pudiéramos ejercer la máxima tensión si ocurría el accidente. Desde la distancia a la que nos encontrábamos, nuestras luces apenas iluminaban la pared del fondo, de manera que no vimos lo que hacía la catedrática y yo estaba aún esperando a que todo saltara por los aires, con los músculos rígidos, cuando un ruido como de trueno que empieza en la lejanía se desató sobre nuestras cabezas. Al levantar la mirada, los frontales enfocaron una estrecha franja del techo, el centro mismo, que, como una cinta adhesiva que se despega, comenzaba a descender justo encima de nosotros.

—¡Doctora Torrent! —grité a pleno pulmón—. ¿Se encuentra bien?

—Perfectamente.

—¡Pues venga hacia aquí para que podamos soltar la cuerda y alejarnos de la que se nos viene encima!

—¿Qué ocurre? —preguntó; su voz sonaba más cercana.

—¡Mire, señora! —bramó
Jabba
—. ¡No es momento para explicaciones! ¡Corra!

La cuerda se aflojó en nuestras manos y la fuimos recuperando hasta que vimos a la doctora Torrent dar el último salto hacia nosotros. Para entonces, la pétrea banda de cielo raso estaba a punto de aplastarnos, de modo que nos dispersamos hacia los muros laterales y nos pegamos a ellos como si fuéramos sellos y, aun así, la cosa aquella estuvo a punto de rasurar, por muy poco, la barriga del más gordo de nosotros. Sólo entonces caímos en la cuenta de que el descenso había sido en diagonal, es decir, que se trataba en realidad de una escalera de increíble longitud que partía justo desde encima de la pequeña cabeza de cóndor y que terminaba a nuestros pies invitándonos a subir por ella. Pero no por el hecho de ver con claridad la situación nos decidíamos a despegarnos de las paredes. Allí nos quedamos, con los ojos vidriosos por el pánico y las aletas de la nariz batiendo enloquecidas el polvo que se había desprendido del techo.

La primera de nosotros cuatro en reaccionar fue
Proxi
.

—Señoras, señores... —musitó aprensiva—, el cuello del cóndor.

—¿Del primero o del segundo? —inquirió
Jabba
con una voz que no le salía del cuerpo. Permanecía adherido al muro encogiendo la barriga.

—Del primero —afirmé sin moverme—. Recuerda el dibujo del mapa de Thunupa.

La catedrática nos examinó a los tres con un gesto oscuro en el rostro.

—¿Son ustedes tan listos como parecen —preguntó— o todo esto lo han sacado de los supuestos papeles de su hermano, señor Queralt?

Pero, antes de que pudiera responderle,
Proxi
se me adelantó:

—Suponemos que Daniel lo había descubierto porque su documentación nos dio las pistas necesarias para averiguarlo. Pero no estaba todo en los papeles.

—Jamás escribo todo lo que sé —murmuró ella, pasándose las manos por el pelo para quitarse la tierra que le había caído encima.

—Probablemente porque no lo sabe todo —concluí, dirigiéndome hacia el primer peldaño de la escalera, del que partían dos gruesas cadenas que ascendían hacia lo alto—, o porque no sabe nada.

—Será eso —repuso con fría ironía.

Empecé a subir con cuidado por aquellos dientes de sierra sin pasamanos que habían caído del cielo.

—¿Esto es oro? —oí que preguntaba
Proxi
, mosqueada. Me giré y la vi examinando una de las cadenas.

—¿Es oro? —repetí, asombrado.

La catedrática pasó una mano por los eslabones para quitar la pátina de suciedad y la luz de su linterna frontal, mucho más grande y antigua que las nuestras, iluminó un dorado brillante.
Proxi
, para variar, empezó a disparar fotografías. Si salíamos de allí, íbamos a tener un álbum fantástico de nuestra odisea.

—Sí, lo es —afirmó Marta Torrent, tajante—. Pero no debe sorprendernos: el oro abundaba por estas tierras hasta que llegamos los españoles y, además, los tiwanacotas lo consideraban sagrado por sus asombrosas propiedades. ¿Sabían que el oro es el metal precioso más extraordinario de todos? Es inalterable e inoxidable, tan dúctil y fácilmente maleable que puede transformarse en hilos tan finos como capilares o en gruesos y resistentes eslabones como éstos. El tiempo no le afecta, ni tampoco ninguna sustancia presente en la naturaleza. Es un conductor eléctrico inmejorable y no provoca alergias ni es reactivo, sin olvidar que tiene uno de los índices de reflexión de la luz más altos del mundo, ya que devuelve hasta los rayos infrarrojos. Es tan fuerte que los motores de las naves espaciales están cubiertos de oro porque es el único metal capaz de aguantar las altísimas temperaturas generadas en su interior sin derretirse como el chocolate en la mano.

En la crónica de los yatiris que mi hermano había elaborado con textos dispersos ya se mencionaba que éstos habían dejado escrito su legado en oro porque era el metal sagrado que duraba eternamente. Pero, ¿por qué una antropóloga especialista en etnolingüística había realizado semejante investigación sobre dicho metal? Ella nos miró a los tres y debió de leer la pregunta en nuestras caras.

—Me llamó mucho la atención descubrir que los yatiris redactaban sus textos sobre planchas de oro, como ya sabrán. No podía comprender la razón. Pensaba que si querían dejar mensajes en un soporte realmente resistente hubieran podido utilizar la piedra, por ejemplo. Sin embargo, mostraban un exagerado interés por escribir sobre oro y eso me intrigó. Pero, sin duda, es infinitamente preferible a la piedra. Mucho más seguro, inalterable y resistente.

—Por eso escribieron en planchas de oro —comentó
Proxi
— y las guardaron en la cámara del Viajero antes de abandonar Taipikala.

La doctora Torrent volvió a sonreír.

—Taipikala, en efecto. Y el Viajero... Vaya, ¡pero si lo saben todo!

—¿Nos vamos a quedar aquí para siempre? —aduje, reiniciando mi lento y cauteloso ascenso por la escalera.

Nadie me respondió, pero todos se pusieron en camino, siguiéndome. ¿Por qué la catedrática nos había proporcionado aquella abundante información sobre el oro? No podía preguntar lo que sabíamos de forma directa; eso hubiera sido un error, claro, así que nos había tendido una trampa. Había reaccionado de forma ostensible cuando habíamos mencionado a Thunupa, reconociendo el apelativo menos divulgado del Dios de los Báculos, haciéndonos saber que sus conocimientos estaban al nivel de los nuestros (cuando hablé con ella en su despacho no lo citó). Luego, había hecho lo mismo con el nombre secreto de Tiwanacu, Taipikala, y con el Viajero. De alguna manera, estaba intentando transmitirnos que ella conocía perfectamente la historia. Pero no podía olvidar su frase: «Me llamó mucho la atención descubrir que los yatiris redactaban sus textos sobre planchas de oro, como ya sabrán.» Ese «como ya sabrán» no había sido una pregunta, sino una afirmación. Todo lo que nos había contado sobre el metal precioso eran datos accesibles para cualquiera, información intrascendente. Menos esa frase. Estaba claro que esperaba una reacción por nuestra parte. ¿Quería confirmar que sabíamos lo de las planchas de oro? Lo más gracioso era que, de algún modo, había obtenido lo que andaba buscando:
Proxi
le había respondido con dos datos importantes, Taipikala y el Viajero. Ahora intuía perfectamente hasta dónde llegaban nuestros conocimientos y, por si nos interesaba, nos había dicho también, a su manera, lo que sabía ella, de forma que quedara claro que era mucho más de lo que sabíamos nosotros porque había investigado en profundidad detalles tan nimios como el del oro. Estaba exhibiendo sus fronteras y tanteando las nuestras. Era lista como el demonio.

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