El origen perdido (35 page)

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Authors: Matilde Asensi

BOOK: El origen perdido
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—¿Cómo se te ha ocurrido meterte ahí debajo, loca? —la increpó
Jabba
.

—Pues, porque era lógico, ¿no? Faltaba un panel y tenía que estar en algún lado. La cabeza del cóndor era lo único que nos quedaba.

—Pero te has tirado al suelo sin pensarlo dos veces. ¿Y si lo hubieran puesto allá arriba? —señalé.

—Bueno, era el siguiente paso, claro —convino, muy tranquila, quitándome el portátil de las manos. La observamos mientras trasteaba con el telar informático y la vimos suspirar profundamente antes de levantar la cabeza para echarnos una mirada de estupefacción.

—«Dos cortado en dos raíz de uno» —murmuró—. «Dos crecido en cinco raíz de...»

—¿De qué? —la urgí.

—De no se sabe. Te recuerdo que sólo hay nueve tocapus y en los dos paneles laterales hay diez.

—Pues eso es lo que hay que averiguar —dije—. Y no puede ser tan difícil... En realidad, si nos fijamos bien en los cuatro textos de los que disponemos, se puede adivinar la lógica oculta de la clave. Veamos —cogí el portátil y arranqué el procesador de textos, escribiendo, a continuación, las cuatro premisas—. «Seis cortado en dos raíz de tres», «Seis crecido en cinco raíz de tres», «Dos cortado en dos raíz de uno», «Dos crecido en cinco raíz de...», vamos a poner equis, ¿vale? Pasémoslo a números. Supongamos que
Jabba
tenía razón cuando dijo que eran simples divisiones y multiplicaciones. Seis dividido entre dos es igual a tres y seis multiplicado por cinco es igual a treinta.

—No, la frase dice tres, no treinta —matizó él, puntilloso.

—Ya, pero hay un factor con el que no hemos contado: según me dijo la catedrática, los incas y las culturas preincaicas, a pesar de sus grandes conocimientos matemáticos y astronómicos, desconocían el número cero y, por lo tanto, no usaban el guarismo que representa la nada, el vacío.

—Vale,
Root
, de acuerdo —admitió
Proxi
, yendo, como siempre, a lo concreto—. Pero las culturas que desconocían el cero, que eran muchas, sabían representar perfectamente las decenas, las centenas, los millares... Simplemente, utilizaban símbolos distintos o repetían el mismo tantas veces como hiciera falta. Tu teoría falla.

—No, no falla —insistí—, porque estamos hablando de raíces, de la parte irreductible e inalterable de una palabra o de una operación matemática, y recuerda que el lenguaje aymara está formado por raíces a las que se agregan sufijos
ad infinitum
para formar todas las palabras posibles. Observa las frases: «Seis cortado en dos raíz de tres», «Seis crecido en cinco raíz de tres». Si eliminas el cero en el resultado de la multiplicación por cinco, la raíz es la misma que en la división por dos.

—Lo que quiere decir que añadir ceros no altera la raíz numérica —convino
Proxi
, reflexionando en voz alta—. La raíz sigue siendo la misma, utilices el signo o notación que utilices para representar las decenas y las centenas.

—¡Exacto! —asentí—. Y observa la segunda operación: «Dos cortado en dos raíz de uno», es decir, dos dividido entre dos igual a uno, y «Dos crecido en cinco raíz de» equis, como dijimos, o sea, dos multiplicado por cinco igual a diez. Raíz, por tanto, el uno.

—Lo único que veo claro —comentó
Jabba
— es que, si quitas los ceros, dividir por dos es lo mismo que multiplicar por cinco.

—¿A que parece absurdo? —sonreí.

—No —declaró
Proxi
—, es coherente con un simbolismo numérico: si quitas el vacío, la nada, que es el cero, y te quedas con lo importante, que es la raíz, ¿qué más da dividir que multiplicar? El resultado es el mismo.

—Vale, está bien —arguyó
Jabba
—. Pero, ¿de qué nos sirve saber esto?

Lola, con una sonrisa, se inclinó ligeramente hacia él y, sujetándole la cabezota con las dos manos, le dio un pequeño beso en la mejilla. No solían ser muy expresivos delante de los demás, así que me sorprendió.

—Aunque no lo parezca —me dijo—, dentro de este cuerpo de luchador de sumo hay un alma sensible e inteligente.

Luego, mientras el atónito
Jabba
se tomaba su tiempo para reaccionar, se incorporó y, con un gesto ágil, se tiró de nuevo al suelo, en plancha, y se metió debajo del pico del cóndor, al que no parecía tenerle el menor respeto. Una vez allí, se giró para quedar boca arriba y la vimos tantear la piedra con mucha seguridad. En aquel momento no sabíamos lo que estaba haciendo, aunque era fácilmente presumible, pero, de repente, la enorme pieza formada por la frente, los ojos y la parte superior del pico, se levantó en el aire con un estruendo de roca y metal que recordaba al que hacía una losa de piedra friccionando contra otra o un puente de hierro bajo el peso de un camión en marcha. Aunque, claro, lo que chirriaba y crujía no podía ser hierro porque el hierro era desconocido en la América precolombina.

Jabba
, asustado, saltó a tal velocidad hacia
Proxi
que no pude ver sus movimientos; sólo le distinguí después, cuando ya la arrastraba por los pies para sacarla de debajo de la cabeza. Yo, por mi parte, estaba completamente agarrotado. Toda la escena resultaba un tanto surrealista: sentado en el suelo con las piernas cruzadas, observaba a
Jabba
tirar de
Proxi
mientras la boca del cóndor se abría como la visera de un casco en medio de un ensordecedor ruido que no estaba lejos de ser el del fin del mundo. ¿Iba a devorarnos a los tres? Porque yo hubiera sido incapaz de moverme para salvar la vida.

Pero no, no nos devoró. Se detuvo justo a la altura del techo y allí se quedó, dejando a la vista un nuevo corredor, idéntico a aquel en que nos encontrábamos.
Jabba
, pálido y resoplando como un caballo, se encaró con
Proxi
:

—¿Qué demonios has hecho, eh? —le gritó—. ¿Es que no estás bien de la cabeza? ¡Podías haberte matado y habernos matado a nosotros!

—En primer lugar, no me grites —repuso ella, sin mirarle, poniéndose en pie—, y, en segundo, sabía perfectamente lo que hacía. Así que cálmate, anda, que vas a volver a marearte.

—¡Ya estoy mareado! ¡Mareado de pensar que podías haber muerto aplastada por esa vieja piedra!

Ella, muy tranquila, se dirigió hacia la boca del pájaro.

—Pero no he muerto, y vosotros tampoco, así que, venga, vamos.

—¿Qué hiciste,
Proxi
? —le pregunté, siguiéndola al interior del pico abierto.
Jabba
permanecía furioso en el mismo lugar.

—Lo único obvio que podía hacerse: si la raíz de «Dos crecido en cinco» era el uno, sólo había un tocapu entre los diecinueve que representara ese número, el que indicaba el resultado de «Dos cortado en dos raíz de uno», de manera que volví a meterme bajo la barbilla del cóndor y, en efecto, el tocapu que el «JoviLoom» señalaba como signo del uno se hundió bajo la presión de mi mano. Después ya sabes lo que ocurrió.

Mientras me daba esta explicación, cruzamos la boca del pájaro y llegamos al nuevo corredor. Me disponía a darle un grito a
Jabba
para que se apresurara y viniera con nosotros de una maldita vez cuando me pareció escuchar un «clic» metálico y, sin mediar lapso alguno, el pico del cóndor comenzó a cerrarse.
Proxi
se volvió, asustada:

—¡Marc! —gritó a pleno pulmón, pero el ruido de las piedras era demasiado ensordecedor—. ¡Marc, Marc!

Antes de que la visera de piedra volviera a cerrarse, mi gordo amigo se lanzó a través de la abertura como si se estuviera lanzando a una piscina. Por un instante vi peligrar sus piernas, que quedaron del otro lado, pero, sin tiempo para reaccionar, y mientras
Proxi
y yo le cogíamos de las manos y tirábamos de él desesperadamente, un muro lateral de casi un metro de ancho que salió de la pared izquierda empezó a clausurar la parte posterior de la cabeza. Por suerte, aunque
Proxi
tuvo que retirarse a toda prisa para no ser aplastada, en el último momento conseguí dar el tirón definitivo del brazo de
Jabba
, que salió entero aunque sucio y vapuleado.

Me dejé caer al suelo, exhausto, y contemplé el techo del corredor, iluminado por mi linterna frontal, cuyo haz de luz se movía al ritmo acelerado de mi respiración. Aquel aire tan pobre en oxígeno nos destrozaba, convirtiendo cualquier esfuerzo en una tarea sobrehumana que nos hacía escupir el corazón por la boca.

—No vuelvas a hacerme esto, Marc —oí murmurar a
Proxi
—. ¿Me oyes bien? No vuelvas a hacer el burro de esta forma.

—Vale —repuso él con voz compungida.

Intenté incorporarme y no pude; me costaba un mundo. No me hubiera importado quedarme allí un ratito descansando y recuperando el aliento pero, claro, ¿quién podía tumbarse a descansar en el interior de una pirámide tiwanacota sepultada bajo tierra desde hacía cientos de años, sobre un duro suelo de piedra que se adivinaba lleno de bichos y con la única salida anulada por un muro corredizo y una gigantesca cabeza de cóndor? No era plan, la verdad, así que, haciendo acopio de toda mi fuerza de voluntad, conseguí quedar sentado en el suelo, con la cabeza apenas un poco por encima de las rodillas dobladas.

Y, entonces, supe con total claridad dónde me hallaba. En mi mente se dibujó el plano escondido en el pedestal de Thunupa, en la Puerta del Sol, y recordé que, de la cámara central en la que se escondía la serpiente cornuda, salían cuatro largos cuellos con cabezas de puma por la parte superior y seis que terminaban en cabezas de cóndor por los laterales y la base. Es decir, que acabábamos de cruzar la primera cabeza de cóndor de la derecha (dado que habíamos entrado por la chimenea situada al este de la Puerta de la Luna) y nos encontrábamos en el cuello. Si no me equivocaba, después de una pequeña subida hacia el corazón de la pirámide, llegaríamos a los muros de la cámara.

—¡Eh, vosotros dos! —exclamé sonriente—. Si dejáis de hacer el tonto un rato os cuento algo muy interesante.

—Suéltalo.

Les expliqué lo del cuello del cóndor, pero no parecieron muy impresionados. Claro que tampoco era una novedad: ya sabíamos que el pedestal era un mapa, pero por mi cabeza no había pasado hasta ese momento que el suelo que estaba pisando se correspondía con el diseño exacto de lo que aparecía tallado debajo del Dios de los Báculos.

—Venga, vámonos —propuse, poniéndome en pie con dificultad—. Ahora tendríamos que encontrar una escalinata o algo así.

—Espero que sea eso y no otra prueba del demonio —graznó
Jabba
.

—¿Qué acabas de prometerme? —le increpó
Proxi
, mirándole de mala manera.

—¡Que sí, vale! No voy a quejarme más.

—Pues no se nota —le dije, poniéndome en marcha.

—¡Yo siempre cumplo mis promesas!

—A ver si es verdad, porque mi abuela sería más llevadera que tú.

—¡Yo los canjeaba ahora mismo! —celebró
Proxi
, soltando una carcajada.

Y, entonces, mientras me cargaba la bolsa al hombro, vi el pilar de piedra justo a mi derecha, casi pegado a la pared. Parecía una de esas fuentes de los parques que tienen la altura adecuada para que los críos puedan beber (con ayuda) pero no jugar con el agua. Me acerqué despacio y vi que sobre ella, a modo de libro en un atril, había una especie de tableta de piedra del tamaño de un folio llena de pequeños agujeros perforados sin orden.

Jabba
y
Proxi
se acercaron a mirar.

—¿Qué es eso? —preguntó él.

—¿Tú crees que yo he venido enseñado a este sitio? —protesté, poniéndome la piedra sobre la cabeza—. Un sombrero.

—No te queda nada bien —comentó
Proxi
, mirándome con ojos expertos y dejándome ciego, a continuación, con un destello de flash.

—¿Nos lo llevamos?

—Pues claro —afirmó ella—. Yo diría que estaba ahí precisamente para que lo cogiéramos. ¿Quién sabe? A lo mejor lo necesitamos más tarde.

Así que lo guardé en mi bolsa y, cuando volví a ponérmela al hombro, noté que su peso se había decuplicado.

Caminamos durante un buen rato, pendientes de los menores detalles, pero, pese a mi convicción de encontrar rápidamente una escalinata o una rampa, el pasadizo seguía plano y no se apreciaba subida alguna.

—Esto no me cuadra —murmuré al cabo de quince minutos de caminata.

—Ni a mí —convino
Proxi
—. Deberíamos estar subiendo por el cuello del cóndor para alcanzar el muro exterior de la cámara y, sin embargo, llevamos mucho tiempo avanzando en sentido horizontal.

—¿Cuánto tardamos en recorrer el pasillo anterior? —preguntó
Jabba
.

—Unos diez minutos —repuse.

—Pues ya nos estamos pasando.

Y, por hablar, en cuanto mi amigo cerró la bocaza, otra cabeza de cóndor se divisó frente a nosotros. Era bastante más pequeña que la anterior y sobresalía desde el centro de un sólido muro de piedra. Noté que me cambiaba el humor de gris a negro cuando vi que a derecha e izquierda de la cabeza, la pared estaba completamente llena de unos tocapus bastante grandes. La sospecha de otra emboscada aymara se me atascó en el cerebro.

—Bueno, pues ya estamos aquí —dijo
Proxi
cuando los tres nos detuvimos con caras inexpresivas frente al animalito—. Saca el portátil,
Root
.

—Iba a hacerlo ahora mismo —repliqué, pero la verdad era que estaba cavilando que, si aquella pequeña cabeza de piedra era el conducto por el que debíamos pasar,
Jabba
tendría muchas dificultades para atravesarla.

—No, no, espera —exclamó él de repente, alejándose—. Fíjate. ¡Son las figuras arrodilladas que hay a los lados del Dios de los Báculos!

Y, mientras lo decía, iba poniendo el dedo índice sobre algunos de los tocapus que aparecían en la pared de la derecha. Señalaba arriba, abajo, a un lado... Los geniecillos alados que algunos tomaban por ángeles brotaban, sin orden ni concierto, del texto aymara.

—Los de este lado tienen todos cabezas de cóndor.

—Sí, como en la puerta —confirmé.

—Y los de aquí —
Proxi
se había colocado a la izquierda—, cabezas humanas.

—¿Siguen alguna frecuencia? ¿Son simétricos? —quise saber, echándome hacia atrás para abarcar todo el muro con la mirada. Conté los tocapus que había en la fila superior de cada panel (cinco) y los que había en las primeras columnas (diez), de modo que, en total, había cien tocapus, cincuenta a cada lado, y diez de ellos eran geniecillos alados: cinco con cabeza de cóndor a la derecha y otros cinco con cabeza humana a la izquierda. Y no hizo falta que nadie respondiera a mis preguntas porque, con la visión panorámica, y una vez localizados los diez elementos discordantes, la forma que trazaban era fácilmente reconocible: la punta de una flecha a cada lado que señalaba hacia la cabeza del centro. Si ésta no hubiera estado separándolas, habrían formado una equis.

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