Authors: Matilde Asensi
—Ya veo —afirmó ella—. Es como una maldición para cualquiera que abra esa puerta con ánimo de robar. La pregunta inicial ya da una idea del propósito: «¿No escuchas, ladrón?» Es un mensaje para los ladrones, para aquellos que saben que su intención es apoderarse de lo que hay detrás de la puerta. Los indios de estas tierras jamás cerraban sus casas ni sus templos. No es que desconocieran las llaves y las cerraduras; es que no las necesitaban. Sólo las empleaban para proteger documentos de Estado muy importantes o el tesoro de la ciudad. Nada más. De hecho, se sorprendieron mucho cuando vieron que los españoles usaban trancas y pestillos y pensaron que tenían miedo de ellos. Aún hoy, cuando un aymara sale de su casa, coloca un palo sobre la entrada para indicar que no está y que la vivienda se encuentra vacía. Ningún vecino o amigo osaría entrar. Si alguien quita ese palo es porque va a robar, de ahí la expresión utilizada en la advertencia. Creo que este texto es como una alarma antirrobo: si vienes para llevarte lo que no es tuyo, te pasarán todas esas cosas, pero si tu intención no es la de robar, entonces la maldición no surtirá efecto, no te hará nada. Piensen que está escrita con tocapus, así que, con bastante seguridad, quería impedir la entrada de los propios ladrones aymarahablantes.
—Eso no tiene por qué ser necesariamente así —objeté; estaba molesto con la idea de que aquella maldición pudiera afectar sólo a los ladrones, es decir, a gente como Daniel—. Los paneles anteriores también estaban escritos en aymara y con tocapus y se trataba de acertijos o combinaciones para abrir las cabezas de los cóndores o hacer bajar escaleras.
—Nosotros tenemos otra teoría, doctora Torrent —le explicó
Jabba
, que había captado lo que se escondía detrás de mi objeción—. Creemos que afecta a cualquiera que sepa aymara, como Daniel y usted. Es un tipo de código que funciona con sonidos naturales, esos endiablados sonidos de la lengua perfecta que escuchamos al llegar a Bolivia y que van desde chasquidos con la lengua a gorgoteos y explosiones guturales, unos sonidos que Daniel y usted sí pueden producir y entender, incluso aunque sea dentro de su cabeza, leyendo en silencio, pero nosotros no, por eso no nos afecta.
Ella pareció meditar unos segundos.
—Miren —dijo, al fin—, creo que se equivocan. Llevo mucho más tiempo que ustedes estudiando este tema. De hecho, por eso le encargué a Daniel que llevara a cabo la investigación de los nudos, los quipus, en quechua: yo no tenía tiempo para ello. Desde hacía veinte años, me dedicaba al aymara y a los tocapus. Deduzco que también conocerán la historia de los documentos Miccinelli, así que no entraré en detalles. Baste decir que, desde mi punto de vista, como jefa del departamento, Daniel era el investigador mejor dotado para trabajar con Laura Laurencich, mi colega de Bolonia, y, además, era inteligente, brillante y ambicioso. Le di algo que cualquiera hubiera deseado para su curriculum, confié en él antes que en otros profesores más antiguos y con más derechos adquiridos, pero creía en él, en su gran talento. Lo que no se me pasó por la cabeza fue que pudiera aprovecharse de su libre acceso a mi despacho y a mis archivos para robarme un material que me había costado muchos años de trabajo y que, además, estaba bien protegido. O eso creía yo... Jamás hubiera esperado algo así de Daniel, por eso me quedé helada cuando usted, señor Queralt, se presentó delante de mí con documentos que nadie, salvo yo, había visto nunca.
Se detuvo unos instantes, sorprendida por haber abordado aquel tema casi sin darse cuenta, de manera indirecta, y me miró con una cierta culpabilidad.
—Pero, volviendo a nuestro asunto —prosiguió—, por mi experiencia en el tema, obviamente mucho mayor que la de Daniel y la de ustedes, estoy convencida de que los yatiris no generarían maldiciones universales, maldiciones que pudieran afectar incluso al redactor del texto. ¿Lo entienden? —Nos miró como si fuésemos sus alumnos y ella estuviera impartiendo una clase magistral—. Los paneles de las cabezas de cóndor, señor Queralt, no podría decirse que fueran
El Quijote
, ¿no es cierto? En la primera, eran breves textos de cinco tocapus que, además, se repetían en el panel siguiente y también en el que había debajo del pico para introducir la solución. Se trataba de unos sencillos conjuntos de figuras que, no sé si les dio tiempo a observarlo, incluso visualmente (analizando su orden y repetición) , llevaban a dar con la respuesta correcta aunque se desconociera el aymara. Lo mismo pasaba con los grandes paneles de la segunda cabeza: visualmente el enigma era solucionable analizando con cuidado la disposición de las figuras en las dos líneas que formaban la equis. Aquí, por el contrario, tenemos un texto completo que empieza con una advertencia a los ladrones que puedan leer aymara. Si, como usted dice, Marc, el contenido afecta a cualquiera que sepa pronunciar y entender los sonidos de este lenguaje, los propios yatiris y sus Capacas hubieran caído bajo sus efectos. Créanme si les digo que este extraño poder no funciona así. Es tan completo que puede diferenciar perfectamente al receptor específico de un mensaje de los que no lo son. Por eso opino que deben dejarme leer el texto. Obviamente, no explicará la manera de abrir la puerta, pero puede que diga algo interesante. —Suspiró profundamente y pareció quedarse pensativa durante unas décimas de segundo—. De todas formas, lo peor que podría ocurrir es que ustedes tuvieran razón y que, por lo tanto, después de leerlo, yo sufriera los mismos síntomas que Daniel —entonces soltó una sorprendente carcajada—, en cuyo caso, por favor, busquen el remedio con ahínco para su hermano y para mí, señor Queralt.
Estábamos apabullados tras el largo discurso. ¿Qué podíamos alegar para quitarle la razón? Cruzamos miradas de duda y de conformidad y, tras un gesto afirmativo de
Jabba
, volví a poner en pantalla la fotografía del panel de la puerta y le entregué el ordenador a la doctora que, sin la menor vacilación, retomó la traducción donde la había dejado:
—Veamos: «Por todas partes los demás mueren para ti y, ¡ay!, el mundo dejará también de ser visible para ti. Ésta es la ley, la que está cerrada con llave, la que es justa. No debes molestar al Viajero. No tienes derecho a verle. Ya no estás aquí, ¿verdad? Ya suplicas que te entierren y no reconoces ni a tus parientes ni a tus amigos. Que estas palabras protejan nuestro origen perdido y nuestro destino.»
¡Qué fuerte!, pensé examinando atentamente a la doctora (y, como yo,
Jabba
y
Proxi
hacían lo mismo). Pero allí estaba ella, tan contenta. No le había sucedido nada y nos contemplaba triunfante.
—Genial, ¿no les parece? —preguntó—. Sigo bien. El poder ha adivinado que mi intención no es robar. O quizá es que yo sé que no tengo intención de robar y por eso no me ha afectado.
¿Y si no iba a robar para qué estaba allí? Todos habíamos llegado hasta esa puerta con la intención de apropiarnos de algo que no era nuestro y que no iba a ayudar a ninguna humanidad en apuros sino sólo a salvar a uno de aquellos ladrones contra los que la maldición protegía. A pesar de estar acostumbrado a seguir la lógica de cualquier complicado desarrollo de código, tanta ambigüedad me desconcertaba. Sólo cabía una explicación: que fuera la propia conciencia la que determinara los efectos de las palabras y, de ese modo, daba igual el resto de consecuencias posibles. Lo que también parecía dar igual ya era mi vieja sospecha sobre la doctora: el que estuviera allí, como una rosa, indicaba que su ambición era únicamente académica. Todo aquello de controlar el mundo como los malos de los cómics era falso. Si ésa hubiera sido su intención, el robo puro y duro para aprovecharse del poder, habría terminado como Daniel y, por desgracia, Daniel había terminado así porque tenía claro que había robado el material de Marta con ese fin, aunque desconociera que la maldición auténtica, que probablemente había encontrado en alguna tela (y vaya usted a saber quién había copiado el diseño y de dónde lo había sacado sin entenderlo), se encontraba en la misma puerta de la cámara del Viajero. La conciencia intranquila de mi hermano era la que le había jugado la mala pasada.
—En fin... —masculló
Jabba
, mirando de reojo la inmensa losa de piedra pulida—, el problema es que seguimos sin saber cómo abrirla.
—Yo sí lo sé —declaró
Proxi
, levantando ambas manos en el aire y agitándolas como molinillos de feria.
—¿Lo sabes? —pregunté boquiabierto.
—¡Bah, ni caso! —exclamó
Jabba
con gesto de resignación—. Se está quedando con nosotros. Pasando.
—¡Mira que eres tonto! ¿Cuándo has visto tú que yo haga bromas con estas cosas?
Ahora fue
Jabba
quien la miró sorprendido.
—¿Quieres decir que sabes de verdad cómo abrir la puerta?
—¡Pues claro! —dijo muy satisfecha pero, en seguida, frunció los labios mostrando menos convicción—. Bueno, al menos creo que lo sé.
—¿Por qué no nos lo explica, Lola? —le preguntó la catedrática, muy interesada.
Pero
Proxi
, en lugar de responder, fijó sus ojos en mí y los entornó misteriosamente. Yo me quedé paralizado.
—Arnau lo sabe. Habla, oráculo.
—¿Que yo lo sé? —balbucí—. ¿Estás segura?
—Segurísima —confirmó—. ¿Qué tienes en esa bolsa tuya que pesa tanto?
Enarqué las cejas, pensando, y en seguida recordé.
—La tableta de piedra llena de agujeros.
Marta Torrent puso cara de interrogación.
—Cuando pasamos la primera cabeza de cóndor —le explicó
Proxi
, mientras yo abría la bolsa para sacar la pieza—, encontramos una plancha de piedra del mismo tamaño que ese panel de la puerta, llena de agujeros que también vienen a coincidir, más o menos, con el tamaño de los tocapus del panel. Me da en la nariz que, colocándola encima, averiguaremos lo que necesitamos saber.
—Bien pensado —convino la catedrática—. ¿Me la deja? —me pidió a mí, tendiendo la mano. Muy grosero hubiera tenido que ser para negársela—. Ya veo. Es cierto que tiene el mismo tamaño que el panel y también que los agujeros miden más o menos lo mismo que los tocapus.
—De modo —dije— que o bien actúa como una plantilla y deja a la vista algunos tocapus que nos dirán algo o habrá que pulsar los tocapus que queden libres.
—¿Y cómo sabremos cuál es la orientación correcta? —preguntó
Jabba
.
—No lo sabremos hasta que no la pongamos encima —afirmé.
Pero no resultaba nada fácil. Yo podía poner la plantilla de piedra sobre el panel, pero, entonces, nadie podía ver los tocapus, y si era
Jabba
quien sujetaba la pesada tableta entonces lo poco que yo veía no servía de nada porque no lo entendía. Era demasiado arriesgado pulsar los tocapus sin antes saber si decían algo o no. Quizá pasara como en la prueba anterior y el suelo comenzara a hundirse o, quizá, el cielo se derrumbara sobre nuestras cabezas. Así que optamos por regresar al viejo y seguro método de la fotografía.
Jabba
dibujó un punto diminuto en la parte inferior de la piedra con un bolígrafo, para marcar la orientación, y luego la puso sobre el panel y yo disparé la cámara levantando los brazos en el aire. A continuación, le dimos la vuelta y repetimos la operación. En cuanto descargamos las dos imágenes en el portátil, Marta se puso manos a la obra.
—La primera fotografía no tiene sentido —comentó, escudriñando concienzudamente el monitor—, pero, en la segunda, el texto aparece con toda claridad: «Quita el palo de la puerta y será visible para ti lo que está cerrado con llave, el Viajero y las palabras, origen y destino.»
—Vale —murmuré con fastidio—, ¿y cómo quitamos el maldito palo de la puerta? ¡Menuda ayuda! No veo ningún palo.
—Tranquilo —me dijo
Jabba
—, que no hace falta el palo. Vamos a pulsar los tocapus.
—¿Y si el suelo se hunde?
—No hay recompensa sin riesgo —observó
Proxi
—. ¿Usted qué dice, doctora?
—Probemos. A la menor señal de peligro, echamos a correr.
—O nos agarramos a las cabezas de puma —apuntó
Jabba
.
Por ser el más alto, me correspondió a mí el honor de oprimir uno tras otro los símbolos aymaras que la plantilla dejaba al aire. No bien hube acabado de pulsar el último, escuché, a la altura de mi ombligo, un chasquido como de aire comprimido liberado de golpe. Bajé velozmente la cabeza, asustado, y pude observar cómo un listón vertical de piedra, tan ancho como el mango de una escoba y tan largo que llegaba hasta el suelo, se separaba del resto de la puerta emergiendo hacia mí.
—¡Menudo susto! —exclamé, con el corazón desbocado—. Creí que todo se venía abajo.
—Aparta, Arnau —dijo
Jabba
—. Déjanos ver.
—Una prueba más de la maestría de los tiwanacotas —murmuró con admiración la doctora Torrent—. Jamás había visto una perfección semejante en el ensamblaje de piedras. Esta pieza era invisible hasta hace sólo un segundo.
El largo puntal aparecía fijado en su centro por una pequeña barra, también de piedra, que sobresalía del hueco.
—¿Y ahora, qué? —preguntó
Jabba
—. ¿Lo hacemos girar, tiramos de él o lo empujamos de nuevo hacia adentro?
—«Quita el palo de la puerta y será visible para ti lo que está cerrado con llave» —recitó la doctora.
—Dejadme a mí —pidió
Proxi
, colocándose delante y moviendo los dedos como un pianista o, mejor, como un ladrón antes de empezar a buscar la combinación de una caja fuerte.
Pero, para su congoja, apenas cogió el listón de piedra y tiró blandamente de él, éste se soltó de su trabazón y se le quedó en las manos, que se balancearon por el inesperado lastre. Todavía lo estaba mirando perpleja cuando la losa de piedra de la que había salido empezó a chirriar y a quejarse mientras una fuerza mecánica la hacía subir despacio hacia las alturas. La cámara del Viajero se estaba abriendo para nosotros.
Sin darnos cuenta, formamos una línea compacta frente a la creciente abertura, uno al lado de otro, callados, expectantes, dispuestos a enfrentarnos a lo más inaudito o extraño que hubiéramos visto en nuestras vidas. La doctora Torrent, que fue la primera en ver el recinto, exhaló una exclamación de sorpresa. Mi cara todavía se enfrentaba a la piedra y, aunque hubiera podido agacharme para mirar, estaba como paralizado, y no sólo por el aire frío que salía a borbotones de allí. Cuando, por fin, la luz de mi frontal penetró en la cámara y se perdió en la profundidad de las sombras, yo también dejé escapar un gruñido de sorpresa: un mar de oro brillante se prolongaba desde apenas unos metros por delante de nuestros pies hasta el invisible fondo de aquel almacén preincaico de polígono industrial. Planchas y más planchas de oro de, aproximadamente, un metro de alto por más de metro y medio de largo se apoyaban unas en otras formando hileras perfectas que se adentraban hacia el recóndito fondo, dejando un estrecho pasillo en el centro. Era imposible saber cuántas filas de aquellas habría de izquierda a derecha porque tampoco distinguíamos los extremos. Sólo veíamos que era enorme, que traducir todo aquello costaría años de duro trabajo y que haría falta la colaboración de mucha gente para sacar de allí una historia completa. ¿Cuántas planchas habría a la vista, sólo a la vista? ¿Cincuenta mil, cien mil...? ¿Quinientas mil? ¡Era una barbaridad! ¿Dónde estaba el principio? ¿Y el final? ¿Estarían clasificadas mediante algún sistema desconocido o por temas, por épocas, por Capacas...?