Authors: Matilde Asensi
La doctora Torrent fue también la primera en avanzar hacia el interior. Dio un paso dubitativo, y luego otro y se detuvo. Su cara reflejaba las chispas doradas que los frontales arrancaban de aquel océano de oro sobre el que no parecía haber caído en quinientos años ni una mezquina mota de polvo. Estaba fascinada, emocionada. Extendió la mano derecha para tocar la primera lámina que tenía delante pero, como aún quedaba lejos, dio un paso más con inseguridad y siguió caminando como una barquita en mitad de un tifón hasta que por fin apoyó la palma sobre el metal. Casi vimos surgir de ella el rayo azulado de un arco voltaico que se irradió hasta el techo, pero sólo fue una impresión. Dobló las rodillas y se puso en cuclillas, pasando la mano por los tocapus allí grabados con la misma delicadeza con que acariciaría el cristal más frágil del mundo. Para ella era la culminación de toda una vida de búsqueda y estudio. ¿Qué podría sentir aquella extraña mujer, me pregunté, frente a la biblioteca más completa y antigua de una cultura perdida que había investigado durante tantos años? Debía de ser una sensación incomparable.
Yo fui el siguiente en entrar en la cámara, pero, al contrarío que la doctora, no me detuve admirando aquellos textos escritos en oro. Seguí caminando en línea recta por el pasillo acompañado por Marc y Lola, que miraban fascinados a un lado y a otro. El frío aire del recinto olía como a taller mecánico, a una mezcla imposible de grasa y gasolina.
—¿Qué dice eso que está usted examinando, doctora? —le preguntó
Jabba
al pasar junto a ella.
Con aquella peculiar voz de violonchelo, Marta Torrent respondió:
—Habla del diluvio universal y de lo que sucedió después.
No pude evitar reírme. Era como si yo le hubiera preguntado a Núria, mi secretaria, qué tal había pasado el fin de semana y ella, tranquilamente, me hubiera confesado que había estado cenando en la Estación Espacial Internacional y visitando la Muralla China. Por eso me entró risa, una risa incontenible, por la desproporción entre la pregunta y la respuesta, pero ¿qué otra cosa cabía esperar de una situación como aquélla?
—¿De qué te ríes, Arnau? —quiso saber Lola, poniéndose a mi lado y disparando fotografías a diestro y siniestro como la reportera gráfica que era.
—De las cosas que nos pasan —repuse sin poder parar.
Entonces ella se rió también y Marc la imitó y, al final, hasta la doctora Torrent, que ya venía detrás de nosotros, se contagió de la risa tonta y nuestras carcajadas resonaron y se perdieron en la cámara de la serpiente cornuda, que, naturalmente, sólo era un poco más pequeña que los larguísimos pasillos que la rodeaban, por eso me recordaba a un almacén industrial de tamaño gigantesco. Al cabo de un buen rato de transitar entre aquellos millones de planchas de oro, una inquietud me sacudió por dentro: ¿dónde estaría exactamente el remedio para los ladrones como Daniel? ¿En cuál de aquellas láminas doradas se explicaría la forma de devolver la cordura a alguien que se creía muerto y que no reconocía nada de lo que le rodeaba? Me dije que todavía era pronto para preocuparse porque, quizá, la doctora sería capaz de localizar las planchas en las que se hablaba del poder de las palabras, pero la intuición me decía, en vista del panorama, que lo que yo había pensado que sería cuestión de nada después de tanto esfuerzo por llegar hasta allí, iba a convertirse en un arduo trabajo de muchos años y, encima, sin garantías de éxito. ¿De dónde demonios nos habíamos sacado nosotros que el remedio para curar a Daniel se escondía en aquella maldita cámara? De momento, que se supiera, sólo una persona en el mundo —la doctora Torrent— sabía leer el aymara y ni en sus mejores sueños sería capaz de completar una tarea de semejante envergadura, y sólo para introducir aquellos datos en una montaña de ordenadores que utilizaran una versión mejorada del maldito «JoviLoom», haría falta la población entera de Barcelona trabajando a destajo durante varios lustros. Sentía que el alma se me caía lentamente a los pies, así que resolví no deprimirme antes de hora y seguir caminando hacia el final de aquel pasillo por si los yatiris habían decidido dejar el remedio farmacéutico un poco más a mano.
En mitad de aquella nave, parecíamos náufragos que bogan a la deriva durante una eternidad, pero, por fin, al cabo de unos pocos minutos, divisamos un muro lejano, una pared al fondo, y eso nos animó a apretar el paso porque, con la ayuda de las pequeñas y potentes linternas Mini-Maglite, nos había parecido divisar, al pie de la pared, algo parecido a un contenedor con muchas cajas encima.
La cercanía nos fue despejando la imagen pero no por ello adivinábamos de qué se trataba; no se parecía a nada que pudiéramos identificar de un simple vistazo. Ni siquiera cuando estuvimos a un tiro de piedra conseguimos descifrar lo que estábamos viendo. Hizo falta llegar hasta allí, subir el escalón de piedra e inclinarnos sobre los bultos para caer en la cuenta de que lo que habíamos tomado por un altar era un monstruoso sarcófago de oro de unos cuatro metros de largo por uno de alto, casi idéntico a los de los faraones egipcios salvo por la pequeña diferencia de que aquí la cabeza del féretro era puntiaguda. Las cuatro cajas que, en un principio, nos había parecido que estaban situadas encima del supuesto altar, eran otros tantos ataúdes de tamaño descomunal colocados sobre repisas de piedra que sobresalían de la pared a distintas alturas. Dos láminas del mismo tamaño que la gran tarima aparecían incrustadas en la pared a uno y otro lado del sarcófago principal; la de la izquierda contenía un texto en tocapus; la de la derecha, el dibujo de lo que parecía un paisaje cubista.
Y, en aquel preciso momento, un rugido ensordecedor nos hizo girarnos a la velocidad del viento hacia el camino por el que habíamos venido.
—¿Qué demonios ocurre? —gritó
Jabba
.
Por un momento temí que todo aquel lugar se viniera abajo, pero el sonido era muy localizado, rítmico, conocido...
—La puerta se está cerrando —voceé.
—¡Corred! —exclamó
Jabba
iniciando una absurda carrera por el pasillo mientras tiraba de la mano de
Proxi
.
Ni la doctora Torrent ni yo les seguimos. Era inútil. La puerta quedaba demasiado lejos. Entonces el ruido cesó.
—Volved aquí —les dije poniéndome las manos en la boca a modo de bocina—. Ya no podemos salir.
Regresaron cabizbajos y furiosos.
—¿Por qué no se nos ocurrió que algo así podría pasar? —murmuró Marc, conteniendo a duras penas su irritación.
—Porque no somos tan listos como los yatiris —le dijo la doctora Torrent.
Pasado el momento de desconcierto, volvimos la vista de nuevo hacia los sarcófagos de oro, pero ahora estabamos serios y preocupados, sin el buen humor anterior. Mirábamos aquellos dorados cajones mientras cada uno se preguntaba en silencio cómo demonios saldríamos de allí.
Por hacer algo, subimos el escalón de piedra y nos quedamos embobados, sin saber qué decir ni qué hacer ante la vista de las siluetas labradas en las cubiertas de los sarcófagos (al menos, del principal y de los dos colocados más abajo). Unas imágenes muy realistas mostraban a unos tipos raros que, si era cierto lo que veíamos, debieron de medir unos tres metros y medio de altura, poseer unas hermosas barbas y haber sufrido la deformación frontoccipital.
—¿Los gigantes...? —murmuró Lola, espantada.
Pero ninguno contestó a su pregunta porque, sencillamente, no nos salía la voz del cuerpo. Si eran los gigantes, la crónica de los yatiris había dicho la verdad. En todo.
—No puede ser... —rezongué, al fin, malhumorado—. ¡Que no, que no puede ser! ¡Ayúdame,
Jabba
! —voceé, colocándome a un lado del sarcófago principal y metiendo los dedos entre la caja y la tapa para empujar ésta hacia arriba. Ambas tenían un tacto suave pero helado.
Marc me siguió como una sombra, mosqueado también, y con la fuerza de la rabia conseguimos levantar aquella pesada cubierta de oro que se deslizó con suavidad al principio para luego caer pesadamente hasta el suelo por el otro lado con un gran estruendo. Una rápida y sorprendente vaharada a gasolina me subió por la nariz. La voz de la doctora nos hizo reaccionar.
—¿Saben la tontería que acaban de hacer? —dijo muy tranquila. Al mirarla, vimos que Lola se había colocado a su lado y que también parecía enfadada—. Pueden haber echado a perder para siempre una seria y delicada investigación sobre este sepulcro. ¿Nadie les ha comentado que nunca debe tocarse nada cuando se hace un descubrimiento arqueológico?
—Acabáis de cometer la estupidez más grande del mundo —declaró
Proxi
, poniendo los brazos en jarras y fulminando a
Jabba
con la mirada—. No había ninguna necesidad de abrir ese sarcófago.
Pero yo no estaba dispuesto a sentirme culpable.
—Sí la había —aseguré con voz vibrante—. Cuando salgamos de aquí me dará lo mismo que entre un ejército de arqueólogos y que sellen este lugar durante los próximos cien años, pero ahora es nuestro y hemos trabajado muy duro para encontrar un remedio que le devuelva la cordura a Daniel. ¿Y sabes qué,
Proxi
? Que no creo que lo encontremos... No aquí —y estiré el brazo derecho abarcando con mi gesto la nave que teníamos a nuestras espaldas—. ¿O tú serías capaz de localizar las láminas de oro en las que se explica la forma de hacerlo? Si dentro de este sarcófago hay un gigante, quiero, al menos, marcharme con la certeza de que los yatiris decían la verdad y de que hay esperanza. Si no lo hay, podré volver a casa con la conciencia tranquila y sentarme a esperar que los medicamentos y el tiempo surtan efecto.
Nada más terminar de hablar, bajé la mirada para contemplar aquello que habíamos dejado al descubierto. Casi me muero del susto: un ancho rostro de oro me contemplaba con ojos hueros y felinos desde una cabeza de tamaño descomunal de la que sobresalía, hacia arriba, un cráneo cónico cubierto por un chullo hecho enteramente de joyas y, hacia ambos lados, unas enormes orejeras circulares también de oro con mosaicos de turquesa. Mi mirada fue descendiendo a lo largo de aquel cuerpo interminable, contemplando un pectoral muy deteriorado de cuentas blancas, rojas y negras que dibujaban rayos solares en torno a la figura del Humpty-Dumpty de Piri Reis y sobre este pectoral descansaba un increíble collar hecho con pequeñas cabezas humanas de oro y plata. Los brazos de la momia estaban al aire y podía verse una piel muy fina y apergaminada bajo la que se adivinaba un hueso casi pulverizado. Sin embargo, sus muñecas estaban cubiertas por anchos brazaletes fabricados con diminutas conchas marinas que el tiempo había respetado, no como a aquellas manos gigantescas, que parecían garras de águila tostadas por el fuego y que descansaban apoyadas sobre un tórax de oro que nacía desde debajo del pectoral. El tamaño de cada uno de aquellos huesos, que parecían dibujados con arena, daba realmente miedo. Noté que junto a mí se colocaban Lola y Marta Torrent y percibí su sobresalto por el gesto de retroceso inconsciente de sus cuerpos. Las piernas del Viajero —pues aquél era, sin duda, el famoso
Sariri
que tanto protegían los yatiris— aparecían cubiertas por una tela con flecos, muy dañada, en la que aún podía verse el diseño original de tocapus, y los pies, los enormes pies, estaban encajados en unas sandalias de oro.
Nos encontrábamos frente a los restos del Viajero, un gigante de tres metros y pico que venía a confirmar lo que contaba, por un lado, el mito de Viracocha, el dios inca, el llamado «anciano del cielo», que había creado, en las inmediaciones de Tiwanacu, una primera humanidad que no le gustó, una raza de gigantes a los que destruyó con columnas de fuego y con un terrible diluvio, dejando, a continuación, el mundo a oscuras; y, por otro lado, corroborando también lo que afirmaba la crónica de los yatiris, en la que se decía que del cielo había venido una diosa llamada Oryana que, de su unión con un animal terrestre, parió una humanidad de gigantes que vivían cientos de años y que, tras construir y habitar Taipikala, desaparecieron por culpa de un terrible cataclismo que apagó el sol y provocó un diluvio, dejándolos enfermos y debilitados hasta convertirlos en la humanidad pequeña y de corta vida que éramos ahora.
Marc expresó en voz alta lo que yo mismo tenía en mente:
—Lo que me mosquea es que, al final, la Biblia va a tener razón con lo del diluvio, precisamente ahora que ya no hay nadie que se lo crea.
—¿Cómo que no, Marc? —exclamó la doctora Torrent, sin dejar de contemplar al Viajero—. Yo sí lo creo. Es más, estoy absolutamente convencida de que ocurrió de verdad. Pero no porque la Biblia judeocristiana relate que Yahvé, descontento con la humanidad, decidiera destruirla con un diluvio que duró cuarenta días y cuarenta noches, sino porque, además, el mito de Viracocha cuenta exactamente lo mismo, y también la mitología mesopotámica, en el Poema de Gilgamesh, donde se cuenta que el dios Enlil envió un diluvio para destruir a la humanidad y que un hombre llamado Ut-Napishtim construyó un arca en la que cargó todas las semillas y las especies animales del mundo para salvarlas. También aparece mencionado en la mitología griega y en la china, donde un tal Yu construyó durante trece años unos enormes canales que salvaron a parte de la población de la destrucción por el diluvio. ¿Quiere más? —preguntó, volviéndose a mirarlo—. En los libros sagrados de la India, el Bhagavata Purana y el Mahabharata, se recoge el diluvio con todo detalle y se repite la historia del héroe y su barca salvadora. Los aborígenes de Australia tienen el mito del Gran Diluvio que destruyó el mundo para poder crear un nuevo orden social, y también los indios de Norteamérica cuentan una historia parecida, y los esquimales y casi todas las tribus de África. ¿No le parece curioso? Porque a mí sí. Mucho.
Bueno, tantas coincidencias no podían ser casualidad. Quizá era cierto que había existido un diluvio universal, quizá los libros y los mitos sagrados necesitaban una revisión científica, una lectura laica e imparcial que desvelara la historia auténtica transformada en religión. ¿Por qué negarles toda validez
a priori
? A lo mejor contenían verdades importantes que nos estábamos negando a aceptar sólo porque olían a superstición e incienso.
—¿Y cuándo se supone que ocurrió? —preguntó
Jabba
, escéptico.
—Ése es otro dato interesante —comentó la doctora mientras se inclinaba para examinar el faldellín con flecos del Viajero—. Podría decirse que casi todas las versiones coinciden bastante: entre ocho mil y doce mil años atrás.