El origen perdido (16 page)

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Authors: Matilde Asensi

BOOK: El origen perdido
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Resultaba obvio que mi hermano había dejado aquellas notas dentro del primer volumen de la
Nueva crónica y buen gobierno
porque alguna relación tenían al margen de que el indio Felipe Guamán se hubiera visto en la necesidad de escribir casi mil doscientas páginas para refutar las mentiras de las
Informaciones
de la Visita General, así que me cargué de valor, miré el reloj —eran casi las cuatro de la madrugada— y afronté la lectura. No tenía sueño pero, aunque lo hubiera tenido, me habría despejado igualmente con sólo echar un vistazo a las prodigiosas ilustraciones de aquel libro. Acostumbrado a las modernas imágenes digitales diseñadas por ordenador, con vectores en movimiento y millones de colores, capaces, incluso, de recrear virtualmente la realidad, el choque con los toscos dibujos en tinta negra de Guamán Poma fue brutal, devastador, como si una descarga eléctrica me hubiera formateado el disco duro del cerebro dejándome inerme frente a aquellas burdas pinturas —de las que había cuatrocientas en total, intercaladas en el texto—. Era como un cómic, donde la acción se visualiza y desarrolla en las viñetas, con la única diferencia de que aquella obra tenía cerca de cuatrocientos años.

Me llamó la atención, en primer lugar, un dibujo en el que se veía a Viracocha (en el quechua de Guamán,
Vari Vira Cocha Runa
) vestido con hojas de árboles bajo un brillante sol de rostro jovial, parecido a uno de esos —en jerga—
smileys
o
emoticones
que circulan por la red para expresar, de manera rápida y sencilla, con signos de puntuación, estados de ánimo o actitudes. Por lo que pude ver, todos los soles que pintaba Guamán tenían cara y todos manifestaban con muecas de emoticón su parecer sobre lo que podía verse en la escena. Pero lo más significativo del dibujo era la barbita que, para recordar su origen divino y no indio, le había puesto a Viracocha: cuatro pelos en el bigote y una perilla como la mía. Otra imagen destacable era la del escudo con las primeras armas reales o emblemas de los Incas. Resultaba evidente que la forma era un remedo de los escudos españoles y no de los rectangulares
walqanqa
, pero había algo genial en esa mezcla de un campo cuartelado en cruz encerrado en adornos de volutas barrocas con esos ingenuos retratos de un sol barbudo llamado
Inti
, una luna llamada
Quya
, una estrella refulgente de dieciséis puntas,
Willka
, y un ídolo antropomórfico situado sobre una colina.

Aturdido por esta borrachera iconográfica en blanco y negro donde cada escena era un mundo de detalles en el que perderse, me quedé sin visión periférica, ignorando por completo el color amarillo fosforescente de los fragmentos resaltados por mi hermano del mismo modo que hubiera ignorado con toda tranquilidad un semáforo en rojo si hubiese estado conduciendo. Hay imágenes, o estilos de imágenes, músicas, olores, sabores o texturas que tienen la poderosa capacidad de arrancarnos del mundo real, de modo que, hasta que no me recuperé de la impresión no descubrí que Daniel había vuelto a señalarme el camino destacando en amarillo luminoso las palabras, frases o párrafos importantes.

La primera marca que pude encontrar estaba situada junto al dibujo de otro escudo barroco con los segundos emblemas reales (un pájaro, cierto tipo de palmera, una borla y dos serpientes), y resaltaba una frase en la que se afirmaba que «ellos», los Incas, habían salido de «la laguna del Titicaca y de Tiahuanaco» y que, partiendo del «Collau», los ocho hermanos y hermanas «Yngas» originales habían llegado a Cuzco y fundado la ciudad. En el párrafo siguiente, Guamán Poma, con la biliosa colaboración de Daniel C., afirmaba, nada más y nada menos, que todos cuantos tenían «
orexas
», o sea, orejas, se llamaban Incas y que los demás no. En un primer momento, me quedé preocupado ante la idea de que los veintinueve millones y pico de habitantes del Tihuantinsuyu que no formaban parte de la realeza hubieran podido ser unos desorejados, pero de inmediato recordé la leyenda que decía que los descendientes directos de los hijos de Viracocha formaban la nobleza «Orejona», que se distinguía de los que no tenían sangre solar insertándose grandes discos de oro en los lóbulos de las
orexas
. Y, efectivamente, así era, porque, pasando la hoja de los segundos emblemas, en la siguiente se veía al primer Inca, Manco Capac («Capac» quería decir
poderoso
), con una pieza redonda a cada lado de la cabeza a modo de enorme pabellón auditivo. De repente recordé un detalle curioso. ¿No había dicho
Proxi
que los sacerdotes—astrónomos que gobernaban Tiwanacu se llamaban «Capaca»? ¿No sería Capac una derivación de Capaca? Sólo había una forma de comprobarlo y era usando el diccionario de Ludovico Bertonio que mi hermano tenía... en su casa. No me quedó más remedio que hacer una búsqueda en internet, pero la suerte me acompañó y no tardé en encontrar un acceso libre al diccionario a través de la biblioteca virtual de la Universidad de Lima, en Perú, y un Bertonio transcrito al lenguaje de las páginas Web me confirmó, efectivamente, que «Capaca» quería decir
Rey
o
Señor
, aunque matizaba que era una palabra muy antigua (él lo decía en 1612) y que ya no se utilizaba. De modo que, quizá, las leyendas incas tenían su parte de razón y, a lo mejor, Manco Capac, o Capaca, y su hermana—esposa, Mama Ocllo, procedían efectivamente de Tiwanacu y desde allí subieron al norte para fundar Cuzco y el Imperio inca.

Manco Capac aparecía elegantemente ataviado. Llevaba un gran manto sobre el vestido, un cíngulo alrededor de la cabeza que le sujetaba un adorno sobre la frente, sandalias abiertas, lazos bajo las rodillas y, en las manos, un curioso quitasol y una lanza. Pero lo que más me llamó la atención fueron los adornos del vestido: una banda de tres líneas de pequeños rectángulos como los de las fotocopias de tejidos de Daniel, que cruzaban horizontalmente la tela por la cintura. Esta vez, sin embargo, me fijé mejor y descubrí en el interior de ellos diminutas estrellas, pequeños rectángulos, tildes alargadas, rombos con puntos en el centro... Los motivos se repetían tres veces cada uno, en diagonal, y me pregunté qué podrían tener de insólito estos diseños textiles para que mi hermano se hubiera empeñado en coleccionarlos.

Me sobresaltó la luz de la pantalla grande de la pared, que se encendió de pronto para informarme de que mi madre acababa de despertarse. Mientras me giraba para observar, la imagen se dividió por la mitad y, en la ventana derecha, pobremente iluminada, apareció ella saltando de la cama con su discreto camisón de raso color verde. Mi casa, obviamente, estaba dotada de todo tipo de sensores de movimiento pero, además, el sistema de identificación distinguía perfectamente a cada uno de los miembros de mi familia.

Suspiré notando una oleada de creciente desesperación mientras la veía avanzar por los pasillos como el
Titanic
hacia el hielo. Incluso cuando ya notaba su mirada sobre mi nuca y su imagen en el visor me indicaba que estaba exactamente detrás de mí, en el umbral de la puerta, todavía albergaba yo la inútil esperanza de que tomara otro rumbo y desapareciera.

—¿Se puede saber qué estás haciendo a estas horas? —me increpó, avanzando un poco más y deteniéndose frente a la pantalla en la que podía verse a sí misma con los brazos en jarras, el camisón verde, los pelos de punta y la cara de enfado—. ¿Y se puede saber por qué me espías? ¡No recuerdo haberte enseñado a espiar cuando eras pequeño!

—Estoy leyendo.

—¿Leyendo...? —se indignó—. ¡No, si ya verás como al final tendré que hacer lo mismo que hacía cuando tenías diez años! ¡Apagarte la luz por las buenas!

Me eché a reír.

—Pues encenderé una linterna, como hacía entonces.

Ella sonrió también.

—¿Crees que no lo sabía? —preguntó, acercando un sillón y acomodándose; la noche estaba perdida—. Todavía recuerdo las pilas de petaca, los cables y aquellas bombillas diminutas con las que te fabricabas las linternas para leer debajo de las mantas. ¿Sabes que tu hermano te copió la idea? Cuando vivíamos en Londres y tú estabas interno en La Salle, él hacía lo mismo, salvo que tú leías cómics y él, libros de verdad. ¡Era tan listo para su edad...! —¿Había comentado ya que Daniel era el hijo favorito de mi madre?—. Chaucer, Thomas Malory, Milton, Shakespeare, Marlowe, Jonathan Swift, Byron, Keats...

—Vale, mamá. Siempre he sabido lo inteligente que era mi hermano.

Para ella, la cultura se reducía al campo de las humanidades. Lo que yo hacía jamás había alcanzado la categoría de «respetable» y, por supuesto, jamás sería otra cosa que un pasatiempo adolescente. Mi madre miraba con mejores ojos a un zapatero remendón o a un pintor de brocha gorda que a mí; al menos, el zapatero y el pintor hacían algo útil. Por supuesto, desde esa perspectiva, Daniel siempre salía ganando: antropólogo, profesor de universidad, erudito, con pareja y con un hijo precioso. ¿Qué título tenía yo?, ¿qué era eso de internet?, ¿por qué seguía soltero y sin compromiso?, ¿por qué no le daba nietos? En su última visita había dejado muy claro que, por mucho dinero que yo tuviera, siempre sería el fracaso más grande de su vida y en aquel preciso momento me daba la impresión de que estaba a punto de repetir el desagradable comentario.

—Tienes que hacer algo de una vez,
Arnie
—me reprochó cariñosamente—. No puedes, de ninguna manera, seguir así. Ya tienes treinta y cinco años. Eres un hombre y es hora de que tomes decisiones importantes. Clifford y yo hemos pensado hacer testamento... Sí, ya sé que todavía es pronto, pero Clifford está empeñado y yo, claro está, no voy a negarme. Sería una tontería, ¿no te parece? Te lo digo porque hemos pensado dejarle a Daniel una parte mayor que a ti... Espero que no te importe, cariño. Él no tiene tantos recursos como tú y ya se sabe que los profesores no ganan dinero. Además, tiene un hijo y, probablemente, tenga más porque tanto Ona como él son jóvenes todavía. Así que...

—No me importa, mamá —afirmé, convencido. ¿Qué más me daba? Además, por lo que yo sabía, mi madre llevaba mucho tiempo ayudándole con pequeñas cantidades mensuales y pagándole la hipoteca del piso de la calle Xiprer. Me parecía acertado que mi hermano recibiera más que yo, aunque no podía dejar de ver una maniobra de Clifford detrás de todo aquello. Clifford era un buen hombre y ambos nos apreciábamos, pero Daniel era su hijo y yo no. En cualquier caso, a mí, afortunadamente, no me hacía falta el dinero y a mi hermano, tanto si se recuperaba como si no, siempre le vendría bien.

—Naturalmente, si tuvieras hijos esta cuestión ni se habría planteado. Para nosotros, los dos sois exactamente iguales. Ya sabes lo que te quiere Clifford. Pero, desde luego, mientras sigas soltero no hay discusión. De todos modos, no nos vamos a morir, por supuesto. No todavía. Ahora que..., también te digo otra cosa: si, en unos pocos años, encuentras a una buena chica como Ona y te casas o te juntas o como se diga, y tienes hijos, pues nada, se rehace el testamento y en paz.

Yo no salía de mi asombro.

—¿Estás diciendo que si me caso y tengo hijos me dejarás más dinero en herencia?

Mi madre siempre conseguía desconcertarme. ¿Acaso creía que con ese argumento, totalmente inútil, podía obligarme a cambiar mi vida? El laberinto de sus pensamientos era un auténtico sinsentido.

—¡Por supuesto! ¿Crees que yo, ¡yo!, sería tan injusta como para discriminar a los nietos de un hijo en beneficio de los nietos del otro? Jamás! ¡Todos serían iguales para mí! ¿Cómo se te ha ocurrido tal cosa? ¡Arnau, por favor! ¡Parece que no conozcas a tu madre, hijo mío!

No llevábamos hablando ni cinco minutos de reloj y yo ya estaba mareado y con una angustia terrible en la boca del estómago.

—Ven conmigo, mamá —le dije, poniéndome en pie y tendiéndole una mano como si fuera una niña pequeña. De hecho, sólo tenía sesenta años recién cumplidos y se conservaba estupendamente, mucho mejor que la doctora Torrent, por ejemplo, que, con ese pelo blanco, parecía una vieja; mi madre, gracias a la gimnasia, la cirugía estética y los tintes, apenas aparentaba los cincuenta.

—¿Adónde vamos? —quiso saber mientras se incorporaba para seguirme.

—A la cocina. Yo voy a prepararme un té y tú te tomarás un vaso de leche caliente.

—¡Desnatada!

—Por supuesto. Y, después —le susurré avanzando por el pasillo, llevándola de la mano—, te irás a la cama y me dejarás trabajar, ¿de acuerdo?

Soltó una risita feliz (le encantaba que Daniel y yo la tratáramos de aquella manera) y se dejó llevar dócilmente sin despegar los labios.

Di gracias a Viracocha cuando vi que se bebía la leche sin chistar y que me daba un beso rápido en la mejilla antes de perderse de nuevo en la penumbra. Eran las cinco y media de la madrugada del domingo. Sentí tentaciones de salir al jardín y contemplar el cielo, pero Guamán Poma me estaba esperando y ya no quedaba mucha noche por delante. No podía irme a la cama sin saber un poco más.

Cuando mi madre volvió a acostarse, el sistema borró del monitor de la pared las imágenes de las cámaras de su habitación. Sabiendo que podía hacerse de día sin que me diera cuenta, le dije al ordenador que me avisara a las siete y le pedí información sobre los progresos en la búsqueda de la clave de Daniel. La respuesta se proyectó tanto en la pantalla gigante de la pared como en los tres monitores que tenía repartidos por el estudio: la clave debía de ser ya una cadena superior a los seis dígitos pues, por debajo de eso, ninguna combinación había dado resultado. Tecleé un par de órdenes para capturar una instantánea del proceso y comprobar qué tipo de series verificaba el sistema en ese momento. Unas cincuenta palabras de siete dígitos aparecieron sobre el fondo negro, alternando tanto mayúsculas como minúsculas, números, espacios en blanco y símbolos especiales (admiraciones, paréntesis, guiones, comillas, corchetes, barras, tildes, todo tipo de puntos, todo tipo de acentos, etc.). El asunto se complicaba por momentos porque las combinaciones de nueve o diez dígitos podrían arrastrar y consumir todos los recursos del sistema. Si la clave no aparecía pronto, iba a tener que pedir ayuda.

Giré el asiento y, sujetándome con las dos manos al borde de la mesa donde tenía los libros, tiré con fuerza y me deslicé hasta allí patinando sobre las ruedecillas del sillón para seguir mirando dibujos mientras aparecían, poco a poco, las frases resaltadas por mi hermano con rotulador fosforescente.

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