El origen perdido (20 page)

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Authors: Matilde Asensi

BOOK: El origen perdido
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Plegó cuidadosamente su hojita y volvió a guardarla en el bolsillo de la camisa, dando por terminada la explicación.

Mi cabeza daba vueltas intentando encontrar algún sentido a todo aquello. Estábamos volando sin paracaídas por unos cielos llenos de turbulencias y nos faltaba muy poco para caer en picado y estrellarnos contra el suelo. ¿Cómo diablos se habría metido Daniel en una historia semejante? ¿Qué hacía mi hermano, mi sensato y cuadriculado hermano, vagando por estos andurriales?

—¿Sabes por qué los informáticos somos tan malos amantes? —preguntó
Jabba
, tomando asiento de nuevo frente a su vacía taza de café.

—Mal amante lo serás tú —discrepé, preparándome para escuchar con resignación un nuevo y terrible chiste de informáticos. Pero
Jabba
estaba lanzado.

—Porque siempre estamos intentando hacer el trabajo lo más rápidamente posible y, cuando lo terminamos, creemos haber mejorado la versión anterior.

—¡No, por favor, no! —gemí echándome sobre la mesa con un gesto de desesperación que hizo desternillarse a
Proxi
.

Estábamos descomprimiéndonos. La tensión acumulada, añadida al desconcierto, nos acercaba a ese estado de presión insoportable del que hay que escapar abriendo válvulas. Miré distraídamente mi reloj y vi que ya eran las seis menos cuarto de la tarde.

—Mi abuela está a punto de despertarse —comenté, con la mejilla pegada a la madera.

—¿Y qué? —bufó
Jabba
—. ¿Acaso ahora muerde?

Proxi
seguía riendo sin ton ni son, como si hacerlo le limpiase el cerebro de brumas.

—No seas cretino. Es, simplemente, que yo debería estar ya en el hospital.

—Pues vete. Nosotros seguiremos trabajando en tu estudio.

—¿A qué hora volverás? —preguntó ella, cruzándose de brazos y acomodándose en el asiento.

—Pronto. En realidad, no hago ninguna falta. Ona, mi madre, Clifford y mi abuela forman un equipo compacto y bien organizado. Pero quiero saber cómo está Daniel.

—Pues entonces —canturreó la voz de mi abuela desde la puerta, haciendo que
Jabba
diera un brinco y que yo me incorporara de golpe—, vente conmigo, le ves y te vuelves.

No la habíamos oído entrar y, de pronto, allí estaba, de pie, mirándonos, con los pelos blancos perfectamente peinados, su elegante bata de colores y sus zapatillas a juego.

—¡Abuela! ¿Cómo has conseguido levantarte sin que el sistema se haya dado cuenta?

Doña Eulalia Monturiol avanzó hacia la cafetera con paso de reina.

—Pero, Arnauet —mi abuela me llamaba Arnauet desde que era pequeño—, si sólo es un vulgar sensor de movimiento como el que tengo en mi casa para los ladrones. Basta con moverse despacito.

Jabba
y
Proxi
no pudieron contener las carcajadas.

—¡Pues muy despacito te has tenido que mover! —protesté.

—De eso nada, que lo tengo muy bien estudiado. Deberías subirle la sensibilidad —y sonrió, satisfecha, mientras se servía una gran taza de café con leche que introdujo en el microondas—. Hola, Marc. Hola, Lola. Disculpad que no os haya dicho nada.

—No te preocupes, Eulalia —repuso, amablemente,
Proxi
—. Llevas una bata preciosa. Me gusta mucho.

—¿Sí? ¡Pues si supieras lo barata que me costó!

—¿Dónde la compraste?

—En Kuala Lumpur, hace dos años.

Proxi
me miró, encantada, enarcando brevemente una de sus cejas.

—Entonces, abuela —tercié para no desviar el tema—, dices que te lleve al hospital, que me quede un rato y que me vuelva.

—Pues claro, hombre —aprobó con un cabeceo de sus cardados rizos—. No sé qué os traéis entre manos, pero, por vuestras caras, parece muy interesante.

Proxi abrió la boca pero sólo exhaló una bocanada de aire sin sonido porque el pisotón que le di por debajo de la mesa —y eso que iba descalzo— desarticuló las palabras que iba a pronunciar.

—Es trabajo de la empresa, abuela.

Ella se giró hacia mí, cargada con su servilleta, su tazón de café con leche y su tarro de galletas, y yo empecé a menguar lentamente bajo su mirada mientras se acercaba a la mesa.

—A ver qué día descubres, Arnauet —silabeó con acento afilado, sentándose—, que a tu abuela no puedes contarle mentiras.

—¡No voy a explicarte nada, abuela! —advertí, creciéndome de nuevo.

—¿Te he pedido yo que lo hagas? Sólo repito lo que siempre te he dicho: tu abuela tiene rayos—x en los ojos.

—Ah... Eso lo has sacado de alguna película, ¿verdad, Eulalia? —interrumpió
Jabba
, tan impulsivo como siempre.

Mi abuela se echó a reír mientras mordisqueaba una galleta.

—¡Hala, venga, salid de la cocina y dejadme desayunar a gusto!

Pero no podía contener la risa y la oímos toser, atragantada, mientras avanzábamos por el pasillo en dirección al estudio.

—Cuando estoy con tu abuela,
Root
—comentó
Jabba
, perplejo—, me siento como si tuviera diez años otra vez.

—Hay que atarla corto —concluí—. Si no la frenas, acaba haciéndote bailar al son que ella quiere.

—¡Es una dulce ancianita muy peligrosa! —se rió
Proxi
—. Pero tú la tienes dominada, ¿eh, Arnauet?

—Pues sí —concedí—. Me ha costado bastante, pero sí.

—Ya se ve, ya... ¿Por qué no vamos al jardín?

—¿Para qué? —quiso saber
Jabba
.

—Para airearnos un poco, para despejar la cabeza.

—Podríamos bajar a la habitación de juegos de Ker-Central y usar un rato el simulador. ¿Te apetece,
Root
?

—¡No vamos a jugar con el simulador! —rechazó
Proxi
, tajante—. Ya jugamos bastante entre semana. Necesito respirar aire libre y ver un poco de cielo. Tengo el cerebro atascado.

—Salid vosotros —dije—. Yo, mientras, me daré una ducha y me vestiré.

—Pues estás muy bien así. No veo la necesidad de...


Proxi
... —la reconvino
Jabba
.

—Te esperamos en el jardín.

Me alejé de ellos sonriendo, dispuesto a quedarme bajo el agua durante un buen rato. El monitor del cuarto de baño se empeñaba en mostrarme una y otra vez a mi abuela registrando todos y cada uno de los armarios y cajones de la cocina. No sé qué demonios estaría haciendo pero no podía ser nada bueno.
Jabba
y
Proxi
, por su parte, paseaban tranquilamente, cogidos de la mano, charlando como si en sus vidas no hubiera sucedido nada digno de mención durante los últimos días. Viéndolos, nadie diría que se habían enfrentado a dos misterios de las proporciones del lenguaje aymara y del mapa de Piri Reis. En ese momento, dejé de sentir los pequeños dardos de agua caliente a pesar de que caían sobre mí con una fuerte presión.

Todo era una locura. Todo. ¿Acaso nos estábamos volviendo paranoicos? Una extraña maldición escrita en un lenguaje de diseño matemático; un pueblo misterioso, el aymara, que hablaba ese lenguaje y que parecía haber sido el origen del Imperio inca; un mapa de existencia imposible dibujado por un pirata turco, con una enorme y monstruosa cabeza sobre unos Andes que aún no se conocían; una catedrática chalada que acusaba de ladrón a mi hermano; dos extrañas enfermedades mentales, de síntomas tan sólo
aparentes
, que se relacionaban con la extraña maldición. Círculo cerrado. Volvíamos al principio, dejando de lado los quipus, los tocapus, los yatiris, las deformaciones craneales, Tiwanacu, el Dios de los Báculos de Tiwanacu, su cabeza, su pedestal, Sarmiento de Gamboa... Es decir, todas las cosas que seguían
lawt'ata
. ¡Si Daniel pudiera decirme algo! ¡Si mi hermano pudiera echarme una mano, hacer un poco de luz en aquella oscuridad...! ¿Qué había dicho la primera noche que Ona y yo nos quedamos con él en el hospital? Había hablado sobre un lenguaje, el lenguaje original, de eso estaba casi seguro, pero no podía recordar sus palabras. En aquel momento creí que deliraba y no había prestado atención. Apoyando las manos contra los mosaicos de la ducha, apreté los párpados con fuerza y fruncí la frente en un vano intento por rescatar del olvido aquellas pocas frases que tan importantes me parecían ahora, sólo seis días después. Era algo relativo a los sonidos de ese lenguaje, pero ¿qué?

Mientras me secaba y me vestía, seguía dando vueltas en torno al huidizo recuerdo, rozándolo con las puntas de los dedos sin llegar a alcanzarlo. Y, entonces, sonó el teléfono. Examiné la pantalla de mi habitación y pude ver el número y el nombre de la persona que me llamaba, pero no reconocí ni uno ni otro. Jamás había oído hablar de Joffre Viladomat No-sé-qué.

—Rechaza la llamada —le dije al sistema, mientras utilizaba un calzador para introducir los pies en las deportivas sin tener que deshacer los nudos y los lazos. Pero, treinta segundos después, Joffre Viladomat insistió—. Rechaza la llamada —repetí, y el ordenador dio tono ocupado por segunda vez. Pero ni aun así Viladomat se dio por vencido. Supongo que si las circunstancias hubieran sido otras, habría ordenado un rechazo sistemático de todas las llamadas procedentes de ese número, pero debía de estar con la guardia muy baja porque, al tercer intento, aunque cabreado, contesté. Me quedé de piedra al escuchar la inolvidable voz de contralto de una mujer absolutamente detestable.

—Señor Queralt... —¿Por qué la naturaleza dotaba de instrumentos tan perfectos como aquella voz a personas tan vulgares como aquella catedrática?—. Buenas tardes. Soy Marta Torrent, la directora del departamento de su hermano.

—La recuerdo perfectamente, doctora Torrent. Dígame qué desea.

No salía de mi asombro.

—Espero que no le moleste que Mariona me haya dado su número de teléfono —dijo con una perfecta modulación.

—¿Qué desea? —repetí, ignorando su prosopopeya.

Permaneció un segundo en silencio.

—Ya veo que está molesto y, sinceramente, creo que no tiene ningún motivo. Soy yo quien debería estar enfadada y, sin embargo, le estoy llamando.

—¡Doctora Torrent, por favor, dígame de una vez qué es lo que desea!

—Muy bien... Verá, no puedo dejar en sus manos el material que me mostró ayer en el despacho. Usted cree que yo intento robar el trabajo de investigación de Daniel, pero está muy equivocado. Si pudiéramos hablar con más tranquilidad...

—Discúlpeme, pero me pareció que usted acusaba a Daniel de ladrón.

—Sólo una parte de la documentación es mía, lo reconozco; la otra, pertenece por entero a Daniel, aunque es obvio que la obtuvo después. Se trata de una situación muy delicada, señor Queralt, hablamos de un trabajo muy importante que ha costado muchos años de investigación. Quisiera que comprendiera que, sólo con que uno de los papeles que usted conserva se perdiera o cayera en las manos equivocadas, sería una catástrofe para el mundo académico. Usted es informático, señor Queralt, y no puede imaginarse, ni de lejos, la importancia que tiene ese material. Devuélvamelo, por favor.

No sólo su voz era radiofónica; su forma de expresarse, también. Pero ni su voz ni su expresión podían ocultar la urgencia que la embargaba. La catedrática tenía prisa por hacerse con la documentación.

—¿Por qué no espera a que Daniel se recupere?

—¿Se recuperará...? —preguntó, irónica—. ¿Cree usted, de verdad, que se recuperará? Piénselo bien, señor Queralt.

Marta Torrent acababa de sobrepasar otra vez la línea y, ahora, de manera definitiva.

—¡Si quiere la documentación, presente una denuncia en el juzgado! —proferí con rabia, pulsando la tecla de Escape para cortar en seco la comunicación—. Rechaza todas las llamadas que procedan de este número —troné— y también todas las que procedan del titular del número, sea quien sea; las de Marta Torrent y las del departamento de Antropología de la Universidad Autónoma de Bellaterra.

Salí de mi habitación a grandes zancadas, preguntándome por qué diablos tenía que verme involucrado con gente de esa calaña. Suponiendo que Daniel fuera realmente un ladrón, cosa que yo no podía creer de ninguna de las maneras, y suponiendo que todo lo que decía aquella bruja fuera cierto, ¿no había otra manera de reclamar la documentación? ¿Tenía que insultar a mi hermano, llamarme a mi casa un domingo por la tarde e insinuar que Daniel no iba a ponerse bien nunca? Pero, ¿quién demonios se había creído que era aquella mujer? ¿Es que no tenía conciencia? Lo del juzgado se lo había dicho muy en serio. Sólo si recibía la citación empezaría a creerla y, aun así, dudaba mucho que yo pudiera llegar a sospechar ni remotamente que mi hermano Daniel fuera capaz de apropiarse de un material de investigación que no le pertenecía. ¡Pero si cuando éramos pequeños y me cogía algo me dejaba una nota! Mi hermano era incapaz de robar nada, de aprovecharse de nada que no fuera suyo y de eso estaba completamente seguro, por lo tanto, la única conclusión posible era que la señora Torrent hubiera visto algo en la documentación de Daniel que le había interesado muchísimo, algo por lo que estaba dispuesta a herir, a insultar y a mentir como una bellaca. Quizá a Ona hubiera podido convencerla; a ella o a cualquier otra persona con menos carácter que yo, pero la catedrática había tenido la mala suerte de tropezar conmigo y lo iba a tener muy difícil para apoderarse del trabajo de mi hermano. Uno no llega a director de un departamento universitario teniendo un corazón de oro. Sólo los trepas, los verdaderos tiburones, son capaces de medrar en ambientes muy competitivos y la gente buena, como mi hermano, solían ser sus víctimas, los escalones que pisaban para subir. Yo había acudido a ella en busca de ayuda y no había hecho otra cosa que despertar al monstruo. Jamás debí sacar a la luz el material de Daniel, pero ya era tarde para lamentarlo. Ahora, se trataba de averiguar lo más rápidamente posible qué había visto la catedrática en los papeles para que se hubiera despertado de aquel modo su ambición.

El lunes por la mañana me desperté a las ocho dispuesto a comenzar una larga y dura jornada de trabajo. Pero no sentía la pereza normal de un inicio cualquiera de semana. De hecho, casi nada era lo mismo que antes de caer enfermo Daniel. Esa mañana no tenía que bajar a mi despacho y escuchar a Núria recitando la retahíla de entrevistas y reuniones previstas para el día mientras yo tomaba posesión de mi sillón y el sistema me conectaba a los canales de información económica y bursátil del mundo. No tenía que celebrar videoconferencias con Nueva York, Berlín ni Tokio y tampoco tenía que reunirme con técnicos y programadores de sistemas expertos, redes neuronales, algoritmos genéticos o lógica difusa. Mi única obligación era desayunar tranquilamente al sol y esperar la llegada de
Jabba
y
Proxi
—acordada para las nueve la noche anterior, antes de que se marcharan a su casa dejando mi estudio hecho una pena, que todo hay que decirlo.

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