El origen perdido (18 page)

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Authors: Matilde Asensi

BOOK: El origen perdido
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Entreabrí los ojos con esfuerzo cuando alcancé el punto álgido del ruido y descubrí a
Jabba
y a
Proxi
tirados en el suelo de mi estudio rodeados de cables, torres de ordenadores —que identifiqué como procedentes del «100»— y elementos diversos de
hardware
. Había olvidado que también ellos tenían acceso libre a mi casa.

—¡Ah, hola,
Root
! —me saludó
Jabba
apartándose las greñas rojas de la cara con el antebrazo.

Solté un taco bastante grueso y les maldije repetidamente mientras me adentraba en el estudio y me clavaba en la planta del pie derecho un pequeño y afilado multiplicador de puertos USB, lo que me hizo seguir escupiendo pestes.

—¡Parad de una vez! —fue lo primero coherente que dije—. ¡Mi abuela está durmiendo!

Proxi
, que no me había hecho ni caso durante mi explosión tabernaria, levantó la cabeza de lo que fuera que estaba haciendo y me miró espantada, dejándolo todo.

—¡Para,
Jabba
! —clamó, incorporándose—. No lo sabíamos,
Root
, en serio. No teníamos ni idea.

—¡Venid conmigo a la cocina y, mientras desayuno, me contáis qué demonios estabais haciendo!

Me siguieron dócilmente por el pasillo y entraron delante de mí con gesto contrito. Cerré la puerta sigilosamente para que pudiéramos hablar sin molestar a nadie.

—Bueno, venga —dije con acritud, avanzando hacia la estantería donde estaban los tarros de cristal y las especias—. Quiero una explicación.

—Hemos venido a ayudarte... —empezó a decir la voz de
Proxi
, pero
Jabba
la interrumpió.

—Sabemos de dónde ha salido tu hombrecillo cabezudo.

Con el tarro del té en la mano me giré como un molinillo para mirarles. Se habían sentado en lados opuestos de la mesa de la cocina. No hizo falta que les preguntara: el gesto de mi cara era, literalmente, una enorme interrogación.

—Lo sabemos casi todo —se pavoneó mi supuesto amigo con aires de suficiencia.

—Sí, es cierto —corroboró
Proxi
, adoptando la misma actitud—, pero no te lo vamos a contar porque no nos has ofrecido nada, ni siquiera un poco de ese café que vas a prepararte.

Suspiré.

—Es té,
Proxi
—le anuncié mientras ponía la cantidad exacta de agua en la menuda jarra de cristal. El gusto por el té me había venido impuesto por mi madre que, a la fuerza, nos había acostumbrado a todos desde que se fue a vivir a Inglaterra. Al principio lo odiaba pero, con el tiempo, terminé acostumbrándome.

—¡Ah, entonces no quiero!

Esperé a que estallasen las pequeñas burbujas para cerciorarme de que la medida de agua era la correcta y, al comprobar que faltaba todavía un poco, dejé caer un hilillo que resbaló desde la boca de la botella de agua mineral.

—Yo te preparo un café —le dijo
Jabba
poniéndose en pie y dirigiéndose hacia la cafetera italiana que se veía en uno de los estantes—. A mí también me apetece. Es que, en cuanto terminamos de comer —me explicó—, nos vinimos en seguida hacia aquí.

—Sírvete tú mismo —mascullé mientras metía la jarra en el microondas y programaba el tiempo en la pantalla digital.
Jabba
rellenó con agua del grifo el depósito inferior de la cafetera. Era bebedor compulsivo de café pero, incluso para esto, carecía por completo de paladar—. ¿Quién me lo cuenta todo? —insistí.

—Yo te lo cuento, tranquilo —repuso
Proxi
.

—¿Dónde está el café?

—El café está en el tarro de cristal que hay al lado del hueco dejado por el tarro del té. ¿Lo ves?

—Tu «Cabeza de huevo»,
Root
—continuó la mercenaria de la seguridad—, es uno de los minúsculos dibujitos que aparecen en el mapa que nos enviaste anoche.

—Di, mejor, esta mañana —objeté, ajeno a la información que acababa de recibir.

—Bueno, pues esta mañana —concedió mientras el hombre de su vida echaba cestos de café jamaicano en el platillo del filtro y lo comprimía con toda su alma antes de enroscar la parte superior. Apreté los labios y me dije que sería mejor no seguir mirando si no quería acabar peleándome con aquel pedazo de animal.

Y, entonces, caí en la cuenta de lo que
Proxi
había dicho.

—¿El hombrecillo barbudo estaba en el mapa de las letras árabes...? —dejé escapar, absolutamente perplejo.

—¡Está situado justo encima de la cordillera de los Andes! —precisó
Jabba
, soltando una carcajada—. ¡Con los piececitos sobre los picos, en la zona donde debería aparecer Tiwanacu!

—Desde luego, es muy pequeño, apenas se distingue. Tienes que fijarte muy bien.

—O mirar con una lupa muy grande, como hemos hecho nosotros.

—Por eso Daniel realizó una ampliación digitalizada.

Durante unos segundos me quedé sin habla, pero, luego, a pesar de que el microondas estaba pitando, salí de la cocina como un rayo y regresé al estudio en busca de la carpeta en la que había guardado el maldito mapa después de escanearlo. Salté por encima de las piezas sueltas que se escampaban por el suelo y lo rescaté con ansiedad, desplegándolo. Sí, aquella mancha era el cabezudo, en efecto. Pero no podía distinguirlo bien.

—¡Luz, más luz! —exclamé como Goethe en su lecho de muerte, y, de inmediato, el sistema aumentó la intensidad lumínica del estudio. Allí estaba. ¡Allí estaba el dichoso Humpty Dumpty, con su barba negra, su gorro colla y sus ancas de rana! Era tan pequeño que apenas resultaba visible, de modo que saqué la ampliación de Daniel para examinarlo como si fuera la primera vez que lo veía. ¡Vaya con el «Cabeza de huevo»! Había estado delante de mis narices todo el tiempo.

—Vuelve a coger el mapa y ven a la cocina —me rogó
Proxi
desde la puerta.

Jabba
permanecía de pie frente a la vitrocerámica contemplando la cafetera como si el fuego necesario para calentar el agua no fuera otro que el de sus ojos.

—¿Ya lo has visto? —se apresuró a preguntar en cuanto cerramos otra vez la puerta.

—¡Es increíble! —exclamé, sacudiendo la hoja de papel como un paipay.

—¿Verdad que sí? —convino ella, dirigiéndose al microondas. Llevaba unos pantalones elásticos muy ceñidos y floreados y, arriba, una gruesa camisa de leñador, abierta, que dejaba ver una camiseta blanca de tirantes sobre la que chispeaban las cuentas de varios collares—. Siéntate, anda. Yo terminaré de prepararte ese té nauseabundo.

Se lo agradecí de corazón. Aunque le repugnara el té, a
Proxi
siempre le salía buenísimo.

—Vale —declaró mi amigo—, pues, ahora, límpiate bien las orejas y escucha con atención lo que vamos a contarte. Si lo del aymara era fuerte, esto ya es increíble.

—Por eso, precisamente, hemos decidido ayudarte.

—Sí, verás, todo esto es demasiado para ti,
Root
. Demasiadas cosas, demasiados libros, demasiados documentos...
Proxi
y yo hemos llegado a la conclusión de que el asunto requería el esfuerzo combinado de nuestras tres cabezas. Así que, dando por sentado que no te negarás, vamos a tomarnos una semana de vacaciones en Ker-Central y a venir aquí todos los días para echarte una mano.

—¿Tanto tiempo vamos a necesitar? —le interrumpí—. Además, te recuerdo que ya tengo la casa llena de gente.

—¿Por qué trabajamos para este tipo,
Proxi
? —masculló
Jabba
, rencoroso.

—Porque nos paga una pasta.

—Es verdad —se lamentó él, levantando la tapadera de la cafetera italiana para ver cómo iba la cocción.

—Y porque nos cae bien —continuó ella, terminando de echar el agua caliente en la tetera de porcelana—, porque le gustan las mismas cosas que a nosotros, porque está tan loco como tú y porque nos conocemos desde hace ya... ¿Cuántos? ¿Diez años? ¿Veinte...?

—Él y yo, toda la vida —señalé, aunque no era exactamente así—. Tú llegaste hace sólo tres, cuando monté Ker-Central.

—Cierto. Está claro que se me ha hecho eterno.

A
Jabba
lo encontré en la red. A pesar de vivir no demasiado lejos (él era de un pequeño pueblo de Girona) estuvimos años programando y pirateando juntos sin conocernos personalmente, llevando a cabo sonadas hazañas que manteníamos en secreto, no como esos
hackers
de pacotilla que siempre andan alardeando de sus pequeños triunfos sin recordar que por la boca muere el pez. Los dos éramos tipos raros que no querían ni necesitaban demasiado contacto con seres de carne y hueso, quizá por timidez o, quién sabe, quizá por ser dueños de una pasión por la informática y los ordenadores que nos hacía sentirnos distintos a los demás. Yo no supe su verdadero nombre hasta que no le contraté para trabajar en Inter-Ker en 1993. Hubiera podido afirmar sin mentir que aquel adolescente grueso, grande y pelirrojo que entró en el bar donde habíamos quedado aquella tarde para vernos por primera vez era el mejor amigo que había tenido nunca y, sin duda, yo también era el suyo pero, hasta ese momento, no nos habíamos visto las caras jamás. Hablamos poco. Le conté mi proyecto para la empresa y me dijo que sí, que trabajaría para mí siempre y cuando pudiera seguir con sus estudios. Él era cinco años más joven que yo y sus padres, que eran agricultores, estaban empeñados en que fuera a la universidad aunque tuvieran que llevarlo a bofetones. Así comenzó la segunda fase de nuestra amistad. Cuando vendí Inter-Ker me siguió a Keralt.com y, después, a Ker-Central, ya como ingeniero informático, y fue entonces cuando ambos conocimos a
Proxi
, que entró a trabajar en el departamento de seguridad pocos meses después de montar la empresa. Lo de ellos dos fue lo que se dice una verdadera cursilada, un flechazo, amor a primera vista. Mi amigo entonteció, perdió los papeles, se volvió medio idiota por aquella informática esmirriada y desconcertante que nos daba vuelta y media en recursos. Pero ella no se quedó atrás. Aunque no hacía mucha falta que se esforzara, le acosó descaradamente hasta que el pobre no pudo más y cayó rendido a sus pies. La cuestión fue que encajaron a la perfección y que, desde entonces —hacía ya tres años—, no se habían vuelto a separar más que para trabajar en despachos diferentes de la empresa.

—En fin... —siguió diciendo ella, acercándome la taza y la tetera rebosante—, la cuestión,
Root
, es que vamos a regalarte una semana de nuestras escasas y siempre cortas vacaciones anuales para descubrir en qué estaba metido Daniel, porque, cuanto más sabemos, más extraño se vuelve todo.

—Acepto vuestro ofrecimiento —declaré, observando cómo
Jabba
cogía la cafetera por el asa para retirarla bruscamente de la placa—, pero, ¿por qué aquí, en casa? ¿por qué no en el «100»? Estaríamos más cómodos.

—¡Cómodos, dice! —se burló él, dejando caer un hilo de humeante y aromático brebaje en dos tazas pequeñas.

—Cuando llamaste a
Jabba
para pedirle que investigáramos la lengua aymara, le contaste que tenías un montón de libros que hojear.

—Y ya hemos visto cómo tienes el estudio. ¡No podemos llevarnos todo eso al «100»!

—¿Cuánto has avanzado con las crónicas?

—Poco, muy poco —reconocí, centrando la taza en el platillo.

—Tenemos que trabajar aquí porque en el «100» no hay sitio para tantos libros, papeles y carpetas. Allí no hay una sola mesa libre. Y, para no empezar a discutir por los ordenadores, hemos decidido traer unos cuantos de abajo y conectarlos al sistema.

Cuando
Proxi
terminó de hablar, los tres estábamos, por fin, tranquilamente sentados. Deslizándolo sobre la madera, atraje hacia mí el dichoso mapa de las rosas de los vientos y las letras árabes.

—Bueno, bueno... —murmuré, observando al diminuto Humpty Dumpty—. Contadme qué habéis averiguado.

—Ese papelucho —empezó
Jabba
—, es una reproducción de lo que queda de un gran mapamundi dibujado en 1513 por un famoso pirata turco llamado Piri Reis.

—¿Cómo lo sabes? —inquirí.

—¿Que cómo lo sé? —refunfuñó—. Pues porque
Proxi
y yo nos hemos tomado la molestia de visitar todas las páginas de cartografía antigua que hay en la red. En realidad, no quedan tantos mapas viejos como podrías suponer. Hay muchísimos de los últimos dos o tres siglos, pero si retrocedes más, el número se reduce tanto que puedes contarlos con los dedos de unas pocas manos.

—Una vez que supimos que se trataba del mapa de Piri Reis, empezamos a buscar todo lo que había sobre él.

—Y, por más que te esfuerces —sentenció
Jabba
—, nunca imaginarás lo que encontramos.

—En una de las direcciones había una lista de los objetos, personas y animales que aparecen en el mapamundi y, allí, mencionado, se encontraba tu «Cabeza de huevo», descrito como un monstruo barbudo y sin cuerpo, de naturaleza demoníaca.

—O sea, que no lo habéis descubierto usando una lupa grande.

—¡Sí lo hemos descubierto con la lupa! —protestó, bravucón,
Jabba
—, aunque admito que después de saber que estaba allí. Pero encontrarlo en el mapa ha sido como buscar la pieza de un puzzle en una bolsa en la que hay otras cinco mil.

—Bueno, probablemente no tanto —rehusó
Proxi
—, pero nos ha costado lo suyo.

—Y, ahora, te vamos a contar un cuento. El cuento más raro que hayas oído en tu vida. Pero, ¡cuidado! —observó, levantando en el aire los índices de ambas manos—, en este cuento todo es verdad. Hasta el último detalle. Aquí no hablamos de Hobbits ni de Elfos. ¿Vale?

—Vale —asentí, en ascuas. Sin embargo, no fue
Jabba
quien me lo contó sino
Proxi
, después de dar un pequeño sorbo al café y dejar la taza sobre el platillo.

—Tras la caída del Imperio otomano... —empezó a relatar.

—¿A que parece que lo haya estado haciendo toda su vida? —me preguntó
Jabba
, fingiendo una profunda admiración.

Me reí y asentí con firmeza.

—¿Ha dicho romano u otomano? —recabé cándidamente.

—Sois un par de imbéciles —declaró ella, asqueada—. Los imbéciles más imbéciles del mundo. Tras la caída del Imperio otomano después de la primera guerra mundial, los gobernantes de la nueva República de Turquía decidieron rescatar los valiosos tesoros que habían permanecido ocultos durante siglos en el gigantesco palacio de Topkapi, la antigua residencia del sultán, en Estambul. Haciendo el inventario de los fondos, en noviembre de 1929 el director del Museo Nacional, Halil No—sé—qué, y un teólogo alemán llamado Adolf Deissmann, descubrieron un viejo mapa incompleto pintado sobre cuero de gacela.

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