El origen perdido (15 page)

Read El origen perdido Online

Authors: Matilde Asensi

BOOK: El origen perdido
4.84Mb size Format: txt, pdf, ePub

Por fin, después de muchísimo tiempo, la doctora Torrent emitió un largo suspiro, dejó la lupa y los papeles sobre la mesa y se quitó las gafas para mirarme directamente a los ojos.

—¿Todo esto lo encontró usted en casa de Daniel? —dijo modulando su radiofónica voz de tal manera que me recordó el silbido de una serpiente (o, al menos, a como sonaba el silbido de una serpiente en las películas).

—En su casa, sí —admití, dispuesto a salir pitando de allí con toda la documentación.

—Permítame que le haga una pregunta... ¿Cree usted que todo esto está relacionado con esas enfermedades que padece su hermano?

Chasqueé la lengua antes de responder a aquella pregunta tan directa y, en ese breve espacio de tiempo, apenas unas décimas de segundo, decidí que no debía decir ni media palabra más sobre nada.

—Ya le expliqué que los médicos quieren saber si Daniel podía haber tenido problemas con el trabajo.

—Ya... Pero no me refiero a eso exactamente. —Puso las dos manos sobre el borde de la mesa y se incorporó—. Verá, este material, tomado en conjunto, revela que su hermano seguía una línea de investigación muy diferente a la que yo le confié. No quisiera que se lo tomara usted a mal, ni mucho menos, pero, de alguna manera que no puedo ni imaginar, Daniel tomó prestados todos los documentos de este mismo despacho. Sin comunicármelo.

¿Estaba insinuando que mi hermano le había robado? ¡Menuda imbécil! Me levanté del asiento yo también y me encaré con ella. A pesar de que la ancha tabla nos separaba, mi estatura me permitía mirarla desde muy arriba con todo el frío desprecio del que era capaz. Y era capaz de mucho en situaciones como aquélla. Durante una fracción de segundo, involuntariamente, dirigí la mirada hacia la fotografía enmarcada que descansaba sobre la mesa y que ahora quedaba expuesta a mis ojos con toda claridad, y mis retinas retuvieron el destello de un hombre mayor y sonriente, con barba, que pasaba los brazos sobre los hombros de dos muchachos de veintitantos años. La típica familia feliz al estilo americano. Y Doris Day se atrevía a insultar a mi hermano, la persona más honrada y decente que había conocido en mi vida. La única ladrona que había allí era ella misma, que quería apoderarse, de la manera más sucia, del trabajo de Daniel.

—Escuche, doctora Torrent —silabeé, amenazante—. No suelo perder los papeles a menudo, pero si lo que está diciendo es que mi hermano Daniel es un ladrón, usted y yo vamos a terminar muy mal esta conversación.

—Lamento que se lo tome así, señor Queralt... Sólo puedo decirle que no va a llevarse de nuevo esta documentación. —Tenía redaños, la doctora—. Si Daniel estuviera bien, mantendría con él una larga conversación y estoy segura de que resolveríamos este lamentable asunto, pero, como está enfermo, tengo que limitarme a recuperar lo que es mío y a pedirle que sea respetuoso y que, por el bien de su hermano, guarde completo silencio respecto a esta cuestión.

Sonreí y, de un manotazo rápido, recuperé los documentos que ella había dejado sobre la mesa, supuestamente fuera de mi alcance. Jamás he aguantado las majaderías y, aún menos, los insultos, y si algún estúpido (o estúpida, como era el caso) se imaginaba que podía tomarme el pelo e impedir que yo hiciera lo que me diera la gana, se equivocaba por completo de una manera lamentable.

—Escúcheme bien, doctora. No he venido con la intención de mantener un altercado con la jefa de mi hermano, pero tampoco voy a consentir que usted se invente una película en la que Daniel es un ladrón y usted una pobre víctima desvalijada. Lo siento, señora Torrent, pero me marcho con todo esto. —Y, diciéndolo, introduje de nuevo en mi cartera todas las fotocopias y reproducciones, encaminándome después hacia la puerta—. Cuando mi hermano se encuentre mejor, ya resolverán ustedes dos este tema. Buenos días.

Abrí con gesto brusco y me marché dando un portazo. Ya no quedaba nadie en el departamento. Mi reloj del capitán Haddock indicaba que eran casi las dos y media de la tarde. Hora de comer y, por qué no, hora de escupir todos los insultos que conocía contra aquella imbécil a la que debieron de pitarle los oídos durante los cuarenta minutos que tardé en llegar a casa y en borrarla para siempre de mi vida.

No fui al partido, ni falta que me hizo. Pasé la mayor parte de la tarde en el hospital, con Daniel y, luego, me fui a cenar con
Jabba
,
Proxi
y Judith, una amiga de
Proxi
con la que, años atrás, estuve saliendo durante unos meses. Judith era una persona estupenda en la que, ciertamente, se podía confiar pero, aunque no hubiera sido así, habría dado lo mismo porque, antes de encontrarnos en el restaurante,
Proxi
ya le había contado todo lo que había que contar. Así las cosas y ante los hechos consumados, me explayé a gusto criticando a la catedrática y, a base de hacer bromas sobre ella, terminó por pasárseme el cabreo. Lo único malo de la noche fue que, si no hubiera tenido mi casa llena de gente que decía ser mi familia, Judith se habría quedado conmigo, porque seguíamos conservando la buena química y a ninguno le gustaba desaprovechar las ocasiones. Pero, en fin, no era mi día de suerte y ahí se quedó la cosa. Para animarme, y como no tenía sueño, a las dos de la madrugada, después de comprobar que los ordenadores de la empresa continuaban buscando la dichosa contraseña de Daniel, decidí que era tan buen momento como cualquier otro para arriesgarme, por fin, con las malditas crónicas de los conquistadores españoles. Ya no se trataba sólo de confirmar una estrafalaria teoría; aquello se había convertido para mí en un desafío, en una cuestión de lealtad a mi hermano. Le había fallado exponiendo su trabajo a la rapacidad de su jefa y debía compensarle de alguna forma. Si llegaba a curarse, bien con la magia de las palabras de la que hablaban
Jabba
y
Proxi
(y también Judith, que se sumó entusiasmada a la idea), bien con los medicamentos de Diego y Miquel (lo que sería más probable), yo quería tener algo interesante que ofrecerle, una idea que él pudiera explorar, un espejismo que, quién sabe, a lo mejor podría hacerle ganar algún día un premio Nobel que humillara muchísimo a la necia de su jefa.

Empecé, obviamente, por la
Nueva crónica y buen gobierno
escrita por el tal Felipe Guamán Poma de Ayala a principios del siglo XVII. Sentí que el alma se me caía a los pies al encararme con los tres volúmenes que formaban la inmensa obra de aquel indio de la nobleza peruana que creyó poder conmover el alma piadosa y cristiana del rey Felipe III de España contándole la verdad de lo que estaba pasando en el viejo Imperio inca desde los primeros años de la conquista. Eso, al menos, era lo que refería la introducción, además del azaroso peregrinaje del manuscrito hasta que fue descubierto en Copenhague a principios del siglo XX. Di un par de sorbos desesperanzados a mi botella de agua, y eché una rápida mirada a las hojas de notas que mi hermano había dejado, plegadas, entre las páginas del primer libro. Por fortuna, Daniel había escrito aquellos borradores con el ordenador —imprimiéndolos, por detrás, en papel usado de la Divisió d'Antropologia Social—, salvándome así de uno de los dos principales escollos con los que temía enfrentarme: descifrar su letra y enterarme del contenido. En cuanto empecé a leer, me abstraje de todo cuanto me rodeaba y, sin darme cuenta, en ese mismo instante dejé de caminar a ciegas y empecé a recorrer, pisando las huellas de Daniel, la senda que él había explorado en solitario apenas unos meses atrás.

Por lo visto, desde el preciso momento en que Colón descubrió América en 1492 a los reyes españoles se les planteó un dilema jurídico sorprendente: debían justificar la necesidad de la conquista y de la posterior colonización de América porque, en cualquier otro caso, la legislación de la época (como la de ahora) no permitía que un Estado arrasara y usurpara por las buenas lo que no le correspondía. Había algo llamado Ley Natural que amparaba el derecho de cada pueblo a la soberanía sobre sus tierras. De modo que los doctísimos letrados castellanos del siglo XVI tuvieron que devanarse los sesos para encontrar torpes excusas y motivos sin fundamento que permitieran afirmar incuestionablemente que las Indias Occidentales no pertenecían a nadie cuando Colón arribó a sus costas porque los indígenas allí encontrados ni eran legítimos ni tenían reyes verdaderos que pudieran certificar la propiedad natural del territorio. A tal efecto, en 1570, el nuevo virrey del Perú, don Francisco de Toledo, cumpliendo un mandato de Felipe II, ordenó una Visita General a todo el territorio del Virreinato con el fin de elaborar unas Informaciones en las que se demostrara que los incas habían robado la tierra a unos desdichados, incultos y salvajes indígenas que, desde entonces, habían malvivido bajo su tiranía, lo que justificaba «legalmente» la apropiación del Imperio incaico por la corona española. Esto, por supuesto, dio lugar a numerosos desmanes, a la falsificación de datos y a la deformación de la historia que los visitadores recogían de boca de los, en realidad, civilizados, bien alimentados y, en su mayoría, felices pobladores del imperio que, de entrada, desconocían el dinero porque no les hacía falta, tenían reservas de alimentos para más de seis meses en todos los pueblos y no establecían grandes diferencias sociales entre hombres y mujeres, aunque cada uno realizara tareas distintas.

Mis ojos se detuvieron, de improviso, en una frase curiosa: «En la Visita General ordenada por el Virrey, actuaba como historiador y Alférez General un tal Pedro Sarmiento de Gamboa, quien, durante cinco años, viajó exhaustivamente por el Perú colonial recogiendo, de los indígenas más ancianos de cada lugar, datos sociales, geográficos, históricos y económicos.» ¿Pedro Sarmiento de Gamboa...? ¿El mismo Pedro Sarmiento de Gamboa del «Camino de yndios Yatiris. Dos mezes por tierra»...? Me sentí tan eufórico que no pude evitar ponerme en pie y mover un poco el esqueleto al son de una samba inexistente y silenciosa. ¡Tenía una pieza del rompecabezas! Las cosas empezaban a encajar. Era una satisfacción pírrica, pero era más de lo que tenía antes.

Dejándome llevar por la intuición, hice una búsqueda rápida en la red sobre el tal Pedro Sarmiento y cuál no sería mi sorpresa al descubrir que aquel tipo había sido alguien muy importante en el siglo XVI, una figura destacada que, según el contenido de la página por la que pasara, aparecía como navegante, cosmógrafo, matemático, militar, historiador, poeta y estudioso de las lenguas clásicas. No sólo había explorado el Pacífico y descubierto más de treinta islas, entre ellas las Salomón, sino que fue el primer gobernador de las provincias del Estrecho de Magallanes, participó en las guerras contra los incas rebeldes, realizó la Visita General al Virreinato de Perú, inventó un instrumento de navegación llamado ballestrilla que servía para calcular, de una manera aproximada, la longitud (un dato desconocido en su época), escribió una
Historia Incaica
, y, además, fue raptado por el pirata Richard Grenville y conducido a Inglaterra, donde hizo amistad con sir Walter Raleigh y la reina Isabel, con la que se comunicaba en un perfecto latín. Pero, por si algo le faltaba a un personaje como éste, en dos ocasiones tuvo que vérselas con la Santa Inquisición, que estaba dispuesta a quemarlo vivo en cualquier plaza pública de Lima (llamada entonces Ciudad de los Reyes) por brujo y astrólogo aunque, concretando un poco más, por la fabricación de unos anillos de oro que atraían la buena suerte. Acusado de nigromancia y de «prácticas mágicas con instrumentos», tuvo que escapar a uña de caballo y refugiarse en Cuzco y, diez años más tarde, exactamente por los mismos cargos (con la diferencia de que, esta vez, se trataba de una tinta capaz de provocar el amor o cualquier otro sentimiento en quien leyera lo que con ella se escribía), acabó en las cárceles secretas del Santo Oficio.

Pues bien, había llegado al punto de poder explicar el mapa que Daniel había fotocopiado o, al menos, de poder situarlo históricamente con bastante precisión porque Pedro Sarmiento de Gamboa acabó la Visita General en 1575, cinco años después de iniciada, y se desplazó (o fue llevado) a la Ciudad de los Reyes, donde, a principios de ese mismo año fue juzgado por la Inquisición y encarcelado en julio. Sarmiento afirmaba haber terminado el mapa del «Camino de yndios Yatiris» el veintidós de febrero y, según un documento del Tribunal de la Santa Inquisición de Lima
8
, en el inventario de objetos incautados a Sarmiento el treinta de julio por el alguacil del Santo Oficio don Alonso de Aliaga, aparecían «tres lienços pintados de lugares de yndios y tierras».

Según las crípticas notas de mi hermano, aquellos
lienços
salieron hacia España muchos años después junto con otros objetos y documentos de Sarmiento de Gamboa y permanecieron en el Archivo de Indias de Sevilla durante casi un siglo, reapareciendo brevemente en la Casa de Contratación de esta misma ciudad antes de culminar su viaje, vaya usted a saber por qué, en el Depósito Hidrográfico de Madrid, donde, al parecer, se encontraban en aquel momento y donde, deduje, los había descubierto Daniel.

Sólo me faltaba adivinar cuál era el lago del que partía el «Camino de yndios Yatiris», pero eso fue lo más fácil de todo cuanto había llevado a cabo aquella madrugada porque me bastó con buscar en la red un mapa del altiplano boliviano para descubrir que los perfiles del Titicaca se correspondían exactamente con los dibujados por Sarmiento de Gamboa y que la gran ciudad que él había trazado al sur se ajustaba como un clavo a la ubicación de las ruinas de Tiwanacu. Lo que ya no quedaba tan claro era el recorrido del camino que, partiendo de allí, descendía los cuatro mil y pico metros de altitud a que se encontraba la ciudad para internarse en la selva, corriendo paralelo al curso de un río sin nombre que no pude identificar en el mapa de mi pantalla debido a la complejidad de afluentes que, como en el sistema circulatorio de un cuerpo humano, se tejían, trenzaban y entrecruzaban hasta formar un amasijo de hebras de agua imposibles de separar. El dibujo quedaba bruscamente interrumpido por la rasgadura de lo que, en un principio, yo había tomado por una sábana de bordes deshilachados así que, en realidad, tampoco era posible saber adónde conducía aquel camino de pisadas de hormiga que se internaba en el Amazonas. En cualquier caso, daba lo mismo porque no era significativo para mi búsqueda; lo significativo ya lo había encontrado y era el hecho de que, durante aquellos cinco años que Pedro Sarmiento de Gamboa estuvo recorriendo Perú para escribir las
Informaciones
de la Visita General, se encontró con los yatiris en Tiwanacu y dibujó un mapa que mi hermano había considerado importante y, nada más terminar el mapa, la Inquisición lo encerró por elaborar una tinta mágica. De nuevo tropezaba con la magia de las palabras, el
Supercalifragilisticoespialidoso
que tanto le gustaba a
Proxi
.

Other books

Icehenge by Kim Stanley Robinson
The Scarecrow by Michael Connelly
Water Steps by A. LaFaye
The Mephistophelean House by Benjamin Carrico