El ocho (28 page)

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Authors: Katherine Neville

BOOK: El ocho
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—No lo he oído nombrar —reconoció David—. ¿Qué tienen que ver Euler y el músico con el legendario ajedrez de Montglane?

—Os lo diré si me presentáis a vuestras pupilas —respondió Philidor con una sonrisa—. ¡Tal vez lleguemos al fondo del misterio que toda mi vida he intentado desentrañar!

David accedió, y el ambos caminaron por las calles engañosamente tranquilas que bordeaban el Sena y atravesaron el Pont Royal en dirección al taller.

No corría ni una gota de aire que agitara las hojas de los árboles. El calor se elevaba de la calzada y hasta las aguas plomizas del río maldecían mudamente. El pintor y el gran maestro de ajedrez ignoraban que a veinte manzanas, en el corazón del barrio de Cordeliers, la multitud sedienta de sangre aporreaba las puertas de la prisión de l’Abbaye. Tampoco sabían que Valentine se hallaba en el interior.

Mientras caminaban en el silencio canicular de la tarde, Philidor desgranó su relato…

EL RELATO DEL MAESTRO DE AJEDREZ

A los diecinueve años partí de Francia con destino a Holanda para acompañar con el oboe a una joven pianista, una niña prodigio, que debía ofrecer un concierto. Por desgracia, al llegar me enteré de que pocos días antes la viruela había acabado con su vida. Me hallaba en un país extranjero sin dinero ni posibilidades de obtener ingresos. Así pues, para no morir de hambre, me dediqué a jugar al ajedrez en las cafeterías.

Desde los catorce años había estudiado ajedrez bajo la tutela del famoso Sire de Legal, el mejor jugador de Francia y, acaso, el más eximio de Europa. A los dieciocho era capaz de derrotarlo dándole un caballo de ventaja. Pronto descubrí que podía superar a todos los ajedrecistas con que me enfrentaba. Durante la batalla de Fontenoy, jugué en La Haya contra el príncipe de Waldeck mientras el fragor del combate arreciaba alrededor. Viajé a Inglaterra y en Londres jugué en la cafetería Slaughter contra los mejores ajedrecistas, entre ellos sir Abraham Janssen y Philip Stamma. Los vencí a todos. Stamma, un sirio de probable ascendencia mora, había publicado varios libros de ajedrez. Me los mostró, así como algunas obras escritas por La Bourdonnais y el mariscal Saxe. Stamma opinaba que, dada mi singular pericia en el juego, yo también debía escribir un tratado.

Mi libro, publicado varios años después, se tituló Analyse du jeu des Eschecs. En él planteaba la tesis de que «los peones son el alma del ajedrez». En efecto, demostraba que los peones no solo eran objetos que podían sacrificarse, sino que podían utilizarse estratégicamente contra el adversario. Mi obra supuso una revolución en el mundo del ajedrez.

El libro llamó la atención del matemático alemán Euler. Sabía de mis partidas de ajedrez a la ciega gracias a la Enciclopedia publicada por Diderot, y persuadió a Federico el Grande de que me invitara a su corte.

La corte de Federico el Grande estaba en Potsdam. Era un salón inmenso y austero, iluminado por numerosas lámparas pero carente de las maravillas artísticas que cabe encontrar en otras cortes europeas. El monarca era guerrero y prefería la compañía de soldados a la de cortesanos, artistas y mujeres. Corría el rumor de que dormía en un duro jergón y de que nunca se separaba de sus perros.

La velada de mi presentación en la corte, el kappellmeister Bach llegó de Leipzig con su hijo Wilhelm. Había viajado a dicha ciudad para visitar a otro vástago, Carl Philipp Emanuel Bach, intérprete de clavicordio en la corte del rey Federico. El propio monarca había escrito ocho compases de un canon y había pedido a Bach padre que improvisara a partir de tema, algo para lo que, según me comentaron, el anciano compositor tenía un don especial. Había creado cánones con su nombre y el de Jesús ocultos en las armonías en notación matemática. Había inventado contrapuntos inversos de gran complejidad, en los que la armonía era la imagen especular de la melodía.

Euler propuso que el anciano kappellmeister inventara una variación en cuya estructura quedara reflejado el infinito, es decir, Dios en todas Sus manifestaciones. La idea satisfizo al soberano, pero yo tuve la certeza de que Bach pondría objeciones. En virtud de mi faceta de compositor, os aseguro que bordar la música compuesta por otro es una tarea ímproba. En una ocasión tuve que componer una ópera basada en temas del filósofo Jean-Jacques Rousseau, que no tenía oído para la música. De todos modos, parecía imposible ocultar un rompecabezas secreto y de semejante naturaleza en las notas musicales.

Para mi sorpresa, el kappellmeister desplazó cojeando su cuerpo bajo y rechoncho hasta el teclado. Tenía la cabeza grande, cubierta por una gruesa peluca mal colocada; la nariz, ancha y las mandibulas, fuertes; sus cejas, tupidas y salpicadas de canas, semejaban alas de águila, la expresión ceñuda que siempre arrugaba sus facciones severas era el reflejo de una naturaleza díscola. Euler me susurró que a Bach padre no le gustaban las interpretaciones «a petición real» y que seguramente haría un chiste a costa del monarca.

El maestro inclinó su desgreñada cabeza sobre las teclas e interpretó una bella y cautivadora melodía que parecía elevarse al infinito, cual una graciosa ave. Era una especie de fuga, y mientras oía sus misteriosas complejidades comprendí lo que el kappellmeister acababa de conseguir. Por medios que para mí no estaban claros, cada sección comenzaba en una tonalidad y modulaba hacia una más alta, hasta que después de repetir seis veces el tema básico del monarca Bach llegó a la misma tonalidad del inicio. No atiné a percibir dónde o cómo se producía la transición. Era una obra mágica, como la transmutación de metales en oro. Comprendí que, gracias a su ingeniosa construcción, la armonía subiría incesantemente hacia el infinito, hasta que las notas, como la música de las esferas, solo fueran oídas por los ángeles.

—¡Magnífico! —exclamó el monarca cuando Bach hubo acabado.

El kappellmeister inclinó la cabeza ante los pocos generales y oficiales sentados a las sillas de madera de la austera sala.

—¿Qué nombre recibe la estructura? —pregunté a Bach.

—Yo la llamo ricercar —respondió el anciano, sin que la belleza de la música que acababa de crear hubiera alterado su hosco semblante—. Significa «buscar» en italiano. Es una forma musical antiquísima, que ya no está de moda. —Al pronunciar estas palabras miró con expresión burlona a su hijo Carl Philipp, famoso por escribir música popular.

Bach cogió el manuscrito del monarca y en la parte superior escribió «ricercar», con las letras muy espaciadas. Luego convirtió cada letra en una palabra latina, de modo que se leía: «Regis Iussu Cantio Et Reliqua Canónica Arte Resoluta». Más o menos significa «canción hecha por el rey, y el resto resuelto mediante el arte del canon». El canon es una forma musical en que una melodía va superponiéndose a sí misma con un compás de diferencia. Crea la ilusión de que se prolongará eternamente.

A continuación Bach anotó dos frases en latín en el margen del pentagrama. Una vez traducidas, decían:

Cuando las notas suben, crece la fortuna del rey.

Cuando asciende la modulación, se eleva la gloria del rey.

Euler y yo felicitamos al anciano compositor por la genialidad de su trabajo. Luego me pidieron que jugara simultáneamente tres partidas de ajedrez a la ciega, contra el monarca, el doctor Euler y Wilhelm, hijo del kappellmeister. Aunque Bach padre no jugaba, gustaba de presenciar las partidas. Al terminar mi actuación, en la que gané a mis tres contendientes, Euler me llevó aparte.

—Os he preparado un regalo. Acabo de inventar un nuevo recorrido del caballo, un juego matemático. Estoy convencido de que se trata de la mejor fórmula hasta ahora descubierta para el recorrido del caballo por el tablero. Si no tenéis inconveniente, esta noche me gustaría entregarle una copia al anciano compositor. Se divertirá porque le gustan los juegos matemáticos.

Bach aceptó el regalo con una extraña sonrisa y nos dio las gracias de todo corazón.

—Propongo que mañana temprano, antes de la marcha de herr Philidor, os reunáis conmigo en casa de mi hijo —dijo—. Es posible que tenga tiempo de prepararos una agradable sorpresa.

Sus palabras despertaron nuestra curiosidad y accedimos a acudir al lugar y la hora señalados.

A primera hora de la mañana siguiente Bach abrió la puerta de la casa de su hijo Carl Philipp y nos hizo pasar. Nos guió hasta el saloncito y nos invitó a té. Ocupó el taburete del pequeño teclado e interpretó una melodía realmente extraordinaria. Cuando concluyó, Euler y yo estábamos maravillados.

—¡Esta es la sorpresa! —exclamó Bach, y prorrumpió en sonoras carcajadas que borraron el gesto habitualmente hosco de su rostro. Advirtió que Euler y yo estábamos anonadados.

—Será mejor que os muestre el pentagrama.

Euler y yo nos pusimos en pie y nos acercamos al teclado. En el atril reposaba el recorrido del caballo que Euler había preparado y entregado al compositor la noche anterior. Representaba un gran tablero de ajedrez y en cada escaque había un número. Bach había unido sagazmente los números mediante una red de líneas delgadas que para él tenían algún significado, si bien para mí eran ininteligibles. Sin embargo, Euler era matemático y su mente funcionaba más deprisa que la mía.

—¡Habéis convertido los números en octavas y acordes! —exclamó—. ¡Tenéis que explicarme cómo lo habéis hecho! Habéis convertido las matemáticas en música… ¡es pura magia!

—Las matemáticas son música —afirmó Bach—, y viceversa. Da lo mismo que creáis que la palabra «música» procede de las Musas o de muta, que significa «boca del oráculo». Es igual si pensáis que la palabra matemática proviene de mathanein, que significa «saber», o de matrix, que quiere decir «útero o madre de toda la Creación»…

—¿Os habéis dedicado al estudio de las palabras? —preguntó Euler.

—Las palabras poseen la capacidad de crear y de matar —respondió Bach—. El Gran Arquitecto que nos hizo a todos también creó las palabras. De hecho, las creó primero, si nos atenemos a lo que dice san Juan en el Nuevo Testamento.

—¿Qué ha dicho? ¿El Gran Arquitecto? —preguntó Euler, que había palidecido.

—Llamo a Dios el Gran Arquitecto porque lo primero que hizo fue crear el sonido —respondió Bach—. «En el principio fue el Verbo», ¿lo recordáis? ¿Quién sabe? Tal vez no fue solo una palabra. Quizá fue música. Es posible que Dios interpretara un canon infinito y que a través de él creara el universo.

Euler había palidecido aún más. Aunque había perdido la visión de un ojo de tanto observar el sol a través de una lente, con el otro escudriñó el recorrido del caballo que reposaba sobre el atril del teclado. Pasó los dedos por el infinito diagrama de diminutos números escritos con tinta sobre el tablero de ajedrez y quedó ensimismado varios minutos. Al cabo preguntó al sabio compositor:

—¿Dónde habéis aprendido todo esto? Lo que habéis descrito es un secreto oscuro y peligroso que solo conocen los iniciados.

—Me inicié a mí mismo —respondió Bach con calma—. Sé que hay sociedades secretas cuyos miembros dedican la vida a desvelar los misterios del universo, pero yo no formo parte de ninguna. Busco la verdad a mi manera.

Mientras pronunciaba estas palabras retiró del atril el mapa ajedrecístico cubierto de fórmulas. Cogió una pluma y anotó dos palabras en la parte superior: «Quaerendo invenietis». O sea, «busca y encontrarás». Luego me entregó el recorrido del caballo.

—No lo entiendo —dije algo confundido.

—Herr Philidor —repuso Bach—, vos sois ajedrecista, como el doctor Euler, y compositor, como yo. Reunís dos valiosas aptitudes.

—¿Valiosas en qué sentido? —pregunté muy educadamente—. ¡Debo confesar que ninguna de las dos me ha servido de mucho desde el punto de vista económico! —Sonreí.

—A veces cuesta recordarlo, pero en el universo operan fuerzas más importantes que el dinero. —Bach rió entre dientes—. ¡Decidme, ¿habéis oído hablar del ajedrez de Montglane?

Me volví bruscamente hacia Euler, que había proferido una exclamación.

—Veo que el nombre no es desconocido para herr doktor, nuestro amigo. Quizá pueda ilustraros también a vos —dijo Bach.

Fascinado, oí a Bach contar la historia del peculiar ajedrez, que otrora había pertenecido a Carlomagno y que supuestamente poseía poderosas propiedades. Cuando el compositor acabó el relato añadió:

—Caballeros, os pedí que vinierais para realizar un experimento. Toda mi vida he estudiado el peculiar poder de la música. Posee una fuerza propia que nadie puede negar. Es capaz de amansar a las fieras y de hacer que un hombre apacible se lance a la lid. Mediante diversos experimentos he logrado desentrañar el secreto de su poder. Veréis, la música tiene su propia lógica. Aunque se parece a la lógica matemática, presenta algunas diferencias. La música no se dirige solo a nuestras mentes, sino que cambia nuestro pensamiento de forma imperceptible.

—¿Qué queréis decir? —inquirí.

Me di cuenta de que Bach acababa de despertar en mi interior algo que no acertaba a definir; algo que me pareció conocía desde hacía mucho tiempo; algo enterrado en lo más hondo de mi ser y que solo percibía al oír una bella melodía cautivadora… o al jugar una partida de ajedrez.

—Quiero decir que el universo es como un enorme juego matemático que se juega a escala descomunal —respondió Bach—. La música es una de las formas más puras de las matemáticas. Toda fórmula matemática puede convertirse en música, como he hecho con la del doctor Euler.

Miró a Euler y este asintió, como si ambos compartieran un secreto desconocido para mí.

—Asimismo, la música puede convertirse en matemáticas, y con resultados sorprendentes, cabría añadir —prosiguió Bach—. El Arquitecto que concibió el universo lo creó de esa manera. La música tiene el poder de crear el universo o de destruir la civilización. Si no me creéis, leed la Biblia.

Euler guardaba silencio.

—En efecto —reconoció al cabo de unos segundos—. En la Biblia figuran otros arquitectos cuyas historias son muy reveladoras, ¿verdad?

—Mi querido amigo —dijo Bach volviéndose hacia mí con una sonrisa—, como ya he dicho, buscad y encontraréis. Quien comprenda la arquitectura de la música entenderá el poder del ajedrez de Montglane… pues los dos son uno.

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