Es un fenómeno eterno: mediante una ilusión extendida sobre las cosas la ávida voluntad encuentra siempre un medio de retener a sus criaturas en la vida y de forzarlas a seguir viviendo. A éste lo encadena el placer socrático del conocer y la ilusión de poder curar con él la herida eterna del existir, a aquél lo enreda el seductor velo de belleza del arte, que se agita ante sus ojos, al de más allá, el consuelo metafísico de que, bajo el torbellino de los fenómenos, continúa fluyendo indestructible la vida eterna: para no hablar de las ilusiones más vulgares y casi más enérgicas aún, que la voluntad tiene preparadas en cada instante. Aquellos tres grados de ilusión están reservados en general sólo a las naturalezas más noblemente dotadas, que sienten el peso y la gravedad de la existencia en general con hondo displacer, y a las que es preciso librar engañosamente de ese displacer mediante estimulantes seleccionados. De esos estimulantes se compone todo lo que nosotros llamamos cultura: según cuál sea la proporción de las mezclas, tendremos una cultura preponderantemente
socrática, o artística, o trágica
; o si se nos quiere permitir unas ejemplificaciones históricas: hay, o bien una cultura alejandrina, o bien una cultura helénica, o bien una cultura budista.
Todo nuestro mundo moderno está preso en la red de la cultura alejandrina y reconoce como ideal el
hombre teórico
, el cual está equipado con las más altas fuerzas cognoscitivas y trabaja al servicio de la ciencia, cuyo prototipo y primer antecesor es Sócrates. Todos nuestros medios educativos tienen puesta originariamente la vista en ese ideal, toda otra existencia ha de afanarse esforzadamente por ponerse a su nivel, como existencia permitida, no como existencia propuesta. En un sentido casi horroroso, durante largo tiempo el hombre culto ha sido encontrado aquí únicamente en la forma del hombre docto; incluso nuestras artes poéticas han tenido que evolucionar a partir de imitaciones doctas, y en el efecto capital de la rima reconocemos todavía la génesis de nuestra forma poética a partir de experimentos artificiosos hechos con un lenguaje no familiar, con un lenguaje propiamente docto. ¡Qué incomprensible tendría que parecerle a un griego auténtico
Fausto
!, el de suyo comprensible hombre culto moderno, el Fausto que se lanza insatisfecho a través de todas las facultades universitarias, entregado, por afán de saber, a la magia y al demonio, y al que basta poner junto a Sócrates con fines comparativos para darse cuenta de que el hombre moderno comienza a presentir los límites de aquel placer socrático del conocimiento y que, desde el vasto y desierto mar del saber, anhela una costa. Cuando Goethe dice en una ocasión a Eckermann, a propósito de Napoleón: «Sí, amigo mío, también existe una productividad de los actos» iss, recuerda con ello, de manera encantadoramente ingenua, que para el hombre moderno el hombre no teórico es algo increíble y que produce estupor, de tal modo que se precisa de nuevo de la sabiduría de un Goethe para encontrar comprensible, más aún, perdonable, una forma de existencia tan extraña.
¡Y ahora debemos no ocultarnos lo que se esconde en el seno de esa cultura socrática! ¡Un optimismo que se imagina no tener barreras! ¡Ahora debemos no asustarnos si los frutos de ese optimismo maduran, si la sociedad, acedada hasta en sus capas más bajas por semejante cultura, se estremece poco a poco bajo hervores y deseos exuberantes, si la creencia en la felicidad terrenal de todos, si la creencia en la posibilidad de tal cultura universal del saber se trueca poco a poco en la amenazadora exigencia de semejante felicidad terrenal alejandrina, en el conjuro de un
deus ex machina
euripideo! Nótese esto: la cultura alejandrina necesita un estamento de esclavos para poder tener una existencia duradera: pero, en su consideración optimista de la existencia, niega la necesidad de tal estamento, y por ello, cuando se ha gastado el efecto de sus bellas palabras seductoras y tranquilizadoras acerca de la «dignidad del ser humano» y de la «dignidad del trabajo», se encamina poco a poco hacia una aniquilación horripilante. No hay nada más terrible que un estamento bárbaro de esclavos que haya aprendido a considerar su existencia como una injusticia y que se disponga a tomar venganza no sólo para sí, sino para todas las generaciones. Frente a tales amenazadoras tempestades, quién se atreverá a apelar con ánimo seguro a nuestras pálidas y fatigadas religiones, las cuales han degenerado en sus fundamentos hasta convertirse en religiones doctas: de tal modo que el mito, presupuesto necesario de toda religión, está ya en todas partes tullido, y hasta en este campo ha conseguido imponerse aquel espíritu optimista del que acabamos de decir que es el germen de aniquilamiento de nuestra sociedad.
Mientras el infortunio que dormita en el seno de la cultura teórica comienza a angustiar poco a poco al hombre moderno, y éste, inquieto, recurre, sacándolos del tesoro de sus experiencias, a ciertos medios para desviar ese peligro, sin creer realmente él mismo en esos medios; es decir, mientras el hombre moderno comienza a presentir sus propias consecuencias: ciertas naturalezas grandes, de inclinaciones universales, han sabido utilizar con increíble sensatez el armamento de la ciencia misma para mostrar los límites y el carácter condicionado del conocer en general y para negar con ello decididamente la pretensión de la ciencia de poseer una validez universal y unas metas universales: en esta demostración ha sido reconocida por vez primera como tal aquella idea ilusoria que, de la mano de la causalidad, se arroga la posibilidad de escrutar la esencia más íntima de las cosas. La valentía y sabiduría enormes de
Kant
y de
Schopenhauer
consiguieron la victoria más dificil, la victoria sobre el optimismo que se esconde en la esencia de la lógica, y que es, a su vez, el sustrato de nuestra cultura. Si ese optimismo, apoyado en las
aeternae veritates
[verdades eternas] para él incuestionables, ha creído en la posibilidad de conocer y escrutar todos los enigmas del mundo y ha tratado el espacio, el tiempo y la causalidad como leyes totalmente incondicionales de validez universalísima, Kant reveló que propiamente esas leyes servían tan sólo para elevar la mera apariencia, obra de Maya, a realidad única y suprema y para ponerla en lugar de la esencia más íntima y verdadera de las cosas, y para hacer así imposible el verdadero conocimiento acerca de esa esencia, es decir, según una expresión de Schopenhauer, para adormilar más firmemente aún al soñador (El
mundo como voluntad y representación
, I, p. 498). Con este conocimiento se introduce una cultura qué yo me atrevo a denominar trágica: cuya característica más importante es que la ciencia queda reemplazada, como meta suprema, por la sabiduría, la cual, sin que las seductoras desviaciones de las ciencias la engañen, se vuelve con mirada quieta hacia la imagen total del mundo e intenta aprehender en ella, con un sentimiento simpático de amor, el sufrimiento eterno como sufrimiento propio. Imaginémonos una generación que crezca con esa intrepidez de la mirada, con esa heroica tendencia hacia lo enorme, imaginémonos el paso audaz de estos matadores de dragones, la orgullosa temeridad con que vuelven la espalda a todas las doctrinas de debilidad de aquel optimismo, para «vivir resueltamente» en lo entero y pleno: ¿acaso no sería necesario que el hombre trágico de esa cultura, en su autoeducación para la seriedad y para el horror, tuviese que desear un arte nuevo, el arte del consuelo metafísico, la tragedia, como la Helena a él debida, y que exclamar con Fausto?:
¿Y no debo yo, con la violencia más llena de anhelo,
traer a la vida esa figura única entre todas?
Pero después de que la cultura trágica ha sido quebrantada desde dos lados y no es ya capaz de sostener el cetro de su infalibilidad más que con manos temblorosas, en primer lugar por el miedo a sus propias consecuencias, que ella comienza poco a poco a presentir, y luego porque ella misma no está ya convencida, con la ingenua confianza anterior, de la validez eterna de su fundamento: es un triste espectáculo el ver cómo el baile de su pensar se lanza anhelante hacia figuras siempre nuevas, para abrazarlas, y luego, de súbito, las deja marchar horrorizado, como hace Mefistófeles con las lamias tentadoras. El signo característico de esta «quiebra», de la que todo el mundo suele decir que constituye la dolencia primordial de la cultura moderna, consiste, en efecto, en que el hombre teórico se asusta de sus consecuencias, e, insatisfecho, no se atreve ya a confiarse a la terrible corriente helada de la existencia: angustiado corre de un lado para otro por la orilla. Ya no quiere tener nada en su totalidad, en una totalidad que incluye también la entera crueldad natural de las cosas. Hasta tal punto lo ha reblandecido la consideración optimista. Además, se da cuenta de que una cultura construida sobre el principio de la ciencia tiene que sucumbir cuando comienza a volverse ilógica, es decir, a retroceder ante sus consecuencias. Nuestro arte revela esta calamidad universal: es inútil apoyarse imitativamente en todos los grandes períodos y naturalezas productivos, es inútil reunir alrededor del hombre moderno, para consuelo suyo, toda la literatura universal, y situarlo en medio de los estilos artísticos y de los artistas de todos los tiempos para que, como hizo Adán con los animales, les dé un nombre: él continúa siendo el eterno hambriento, el «crítico» sin placer ni fuerza, el hombre alejandrino, que en el fondo es un bibliotecario y un corrector y que se queda miserablemente ciego a causa del polvo de los libros y las erratas de imprenta.
El contenido más íntimo de esa cultura socrática no es posible calificarlo con mayor agudeza que denominándola
la cultura de la ópera
: pues es en este campo donde la cultura ha hablado con particular ingenuidad acerca de su querer y conocer, llenándonos de asombro cuando comparamos la génesis de la ópera y el hecho del desarrollo de la misma con las eternas verdades de lo apolíneo y de lo dionisíaco. Recordaré en primer término la génesis del
stilo rappresentativo
y del recitado. ¿Es creíble que esta música de ópera completamente volcada hacia lo exterior, incapaz de devoción, haya podido ser acogida y albergada con favor entusiasta, como si fuera, por así decirlo, el renacimiento de toda verdadera música, por una época de la que acababa de alzarse la música inefablemente sublime y sagrada de Palestrina? Y, por otro lado, ¿quién haría responsable del gusto por la ópera, que se difundió con tanto ímpetu, únicamente a la sensualidad, ávida de distracciones, de aquellos círculos florentinos y a la vanidad de sus cantantes dramáticos? Que en la misma época, más aún, en el mismo pueblo se despertase, junto al edificio abovedado de las armonías de Palestrina, en cuya construcción había trabajado toda la Edad Media cristiana, aquella pasión por un modo semimusical de hablar, es algo que yo sólo consigo explicármelo por una
tendencia extraartística
actuante en la esencia del recitado.
Al oyente deseoso de percibir con claridad la palabra bajo el canto se adapta el cantante hablando más que cantando, acentuando con este semicanto la expresión patética de la palabra: mediante esta acentuación del
pathos
el cantante facilita la comprensión de la palabra y supera aquella mitad de música que todavía queda. El auténtico peligro que ahora le amenaza es que alguna vez otorgue a destiempo preponderancia a la música, con lo que el
pathos
del discurso y la claridad de la palabra tendrían que perecer en seguida: mientras que, por otro lado, el cantante siente siempre el instinto de descargarse en la música y de exhibir su voz de manera virtuosista. Aquí acude en su ayuda el «poeta», que sabe ofrecerle suficientes ocasiones para interjecciones líricas, para repeticiones de palabras y sentencias, etc.: en estos pasajes el cantante puede ahora descansar en el elemento puramente musical, sin atender a la palabra. Este alternarse de discurso afectivamente insistente, pero cantado sólo a medias, y de interjección cantada del todo, que está en la esencia del
stilo rappresentativo
, este esfuerzo, que alterna con rapidez, por actuar unas veces sobre el concepto y sobre la representación, y otras sobre el fondo musical del oyente, es algo tan completamente innatural y tan íntimamente opuesto a los instintos artísticos así de lo dionisíaco como de lo apolíneo, que es preciso inferir un origen del recitado situado fuera de todos los instintos artísticos. De acuerdo con esta descripción, hay que definir el recitado como una mezcolanza de declamación épica y de declamación lírica, mezcolanza que, desde luego, no es en modo alguno una mezcla íntimamente estable, que en cosas tan completamente dispares no se podía obtener, sino una conglutinación totalmente externa, de mosaico, algo de lo que no hay ningún modelo ni en el campo de la naturaleza ni en el de la experiencia.
Pero no fue ésa la opinión de aquellos inventores del recitado
: antes bien, ellos mismos, y con ellos su época, creyeron que con aquel
stilo rappresentativo
quedaba resuelto el misterio de la música antigua, único por el cual se podía explicar el enorme efecto de un Orfeo, de un Anfión, más aún, también de la tragedia griega. El nuevo estilo fue considerado como la resurrección de la más eficaz de todas las músicas, la música griega antigua: más aún, dada la concepción general y completamente popular del mundo homérico
como mundo primordial
, érale lícito a la gente entregarse al sueño de que ahora había bajado de nuevo hasta los comienzos paradisíacos de la humanidad, en la que también la música tenía que haber poseído necesariamente aquella pureza, poder e inocencia insuperados de que los poetas sabían hablar tan conmovedoramente en sus comedias pastoriles. Penetramos aquí con la mirada en el devenir más íntimo de ese género artístico propiamente moderno, la ópera: una necesidad poderosa crea aquí por la fuerza un arte, pero es una necesidad de índole no estética: la nostalgia del idilio, la creencia en una existencia ancestral del hombre artístico y bueno. El recitado fue considerado como el redescubierto lenguaje de aquel primer hombre; la ópera, como el reenco itrado país de aquel ser idílica o heroicamente bueno, que en todas sus acciones obedece a la vez a un instinto artístico natural, que, en todo lo que ha de decir, canta al menos un poco, para cantar en seguida a plena voz, a la más ligera excitación afectiva. A nosotros nos es ahora igual que con esta recreada imagen del artista paradisíaco los humanistas de entonces combatiesen la vieja idea eclesiástica acerca del hombre corrompido y perdido de suyo: de tal modo que hubiera que entender la ópera como el dogma, opuesto a aquél, acerca del hombre bueno, dogma con el que se habría encontrado a la vez un medio de consuelo contra aquel pesimismo hacia el cual quienes más fuertemente atraídos se sentían, dada la horrenda inseguridad de todas las circunstancias, eran precisamente los espíritus serios de aquel tiempo. Bástenos con haber visto que la magia propiamente dicha y, con ello, la génesis de esta nueva forma de arte residen en la satisfacción de una necesidad totalmente no-estética, en la glorificación optimista del ser humano en sí, en la concepción del hombre primitivo como hombre bueno y artístico por naturaleza: ese principio de la ópera se ha transformado poco a poco en una
exigencia
amenazadora y espantosa, que, teniendo en cuenta los movimientos socialistas del presente, nosotros no podemos ya dejar de oír. El «hombre bueno primitivo» quiere sus derechos: ¡qué perspectivas paradisíacas!