Voy a añadir otra confirmación igualmente clara de mi opinión de que la ópera está construida sobre los mismos principios que nuestra cultura alejandrina. La ópera es fruto del hombre teórico, del lego crítico, no del artista: uno de los hechos más extraños en la historia de todas las artes. Fue una exigencia de oyentes propiamente inmusicales la de que es necesario que se entienda sobre todo la palabra: de tal manera que, según ellos, sólo se podía aguardar una restitución del arte musical si se descubría un modo de cantar en el que la palabra del texto dominase sobre el contrapunto como el señor domina sobre el siervo. Pues las palabras, se decía, superan en nobleza al sistema armónico que las acompaña tanto como el alma supera en nobleza al cuerpo. Con la rudeza lega e inmusical de estas opiniones se trató en los comienzos de la ópera la unión de música, imagen y palabra; en el sentido de esta estética llegóse también, en los aristocráticos círculos legos de Florencia, a los primeros experimentos por parte de los poetas y cantantes patrocinados en ellos. El hombre artísticamente impotente crea para sí una especie de arte, cabalmente porque es el hombre no-artístico de suyo. Como ese hombre no presiente la profundidad dionisíaca de la música, transforma el goce musical en una retórica intelectual de palabras y sonidos de la pasión en
stilo rappresentativo
y en una voluptuosidad de las artes del canto; como no es capaz de contemplar ninguna visión, obliga al maquinista y al decorador a servirle; como no sabe captar la verdadera esencia del artista, hace que aparezca mágicamente delante de él, a su gusto, el «hombre artístico primitivo», es decir, el hombre que, cuando se apasiona, canta y dice versos. Se traslada en sueños a una época en la que la pasión basta para producir cantos ypoemas: como si alguna vez el afecto hubiera sido capaz de crear algo artístico. El presupuesto de la ópera es una creencia falsa acerca del proceso artístico, a saber, la creencia idílica de que propiamente todo hombre sensible es un artista. En el sentido de esa creencia, la ópera es la expresión de los legos en arte, que dictan sus leyes con el jovial optimismo propio del hombre teórico.
Si deseásemos reunir en un concepto único las dos ideas recién descritas que intervienen en la génesis de la ópera, no nos quedaría más que hablar de una
tendencia idílica de la ópera
: en lo cual habríamos de servirnos únicamente del modo de expresarse y de la explicación de Schiller. O bien, dice Schiller, la naturaleza y el ideal son objeto de duelo, cuando aquélla es representada como perdida y éste como inalcanzado. O bien ambos son objeto de alegría, en cuanto son representados como reales. Lo primero produce la alegría en sentido estricto, lo segundo, el idilio en el sentido más amplio. Aquí hemos de llamar en seguida la atención sobre la característica común de esas dos ideas que están en la génesis de la ópera, característica consistente en que el ideal no es sentido en ellas como inalcanzado, ni la naturaleza como perdida. Según ese modo de sentir, hubo una época primitiva del ser humano en la que éste se hallaba junto al corazón de la naturaleza, y en esa naturalidad había alcanzado a la vez, en una bondad y una vida artística paradisíacas, el ideal de la humanidad: de ese hombre primitivo perfecto descenderíamos todos nosotros, más aún, seríamos todavía su fiel trasunto: sólo que tendríamos que expulsar de nosotros algunas cosas para reconocernos otra vez como ese hombre primitivo, desprendiéndonos voluntariamente de la erudición superflua, de la cultura excesiva. El hombre culto del Renacimiento se hacía llevar de nuevo, por su imitación operística de la tragedia griega, a tal acorde de naturaleza e ideal, a una realidad idílica, utilizaba esa tragedia como Dante utilizó a Virgilio, para ser conducido hasta las puertas del paraíso: mientras que, a partir de aquí, él sigue avanzando por sí mismo y pasa de una imitación de la suprema forma griega de arte a un «restablecimiento de todas las cosas», a una reproducción del mundo artístico originario del ser humano. ¡Qué confiada bondad de ánimo la de estas aspiraciones temerarias, en el seno de la cultura teórica! —explicable únicamente por la consoladora creencia de que «el hombre en sí» es el héroe de ópera eternamente virtuoso, el pastor que eternamente toca la flauta o canta, y que tiene que acabar siempre reencontrándose a sí mismo como tal, en el caso de que alguna vez se haya perdido de verdad a sí mismo por algún tiempo, fruto únicamente de aquel optimismo que se eleva cual una columna de perfume dulcemente seductora de la hondura de la consideración socrática del mundo.
En los rasgos de la ópera no hay, pues, en modo alguno aquel dolor elegíaco de una pérdida eterna, sino, más bien, la jovialidad del eterno reencontrar, el cómodo placer por un mundo idílico real, o que al menos podemos imaginar en todo momento como real: acaso alguna vez se presienta aquí que esa presunta realidad no es más que un jugueteo fantasmagórico y ridículo, al que todo hombre capaz de confrontarlo con la terrible seriedad de la verdadera naturaleza y de compararlo con las auténticas escenas primitivas de los comienzos de la humanidad tendría que increpar con asco de este modo: ¡Fuera ese fantasma! Sin embargo, nos engañaríamos si creyéramos que simplemente con un enérgico grito se podría ahuyentar como a un espectro ese ser de broma que es la ópera. Quien quiera aniquilar la ópera tiene que emprender la lucha contra aquella jovialidad alejandrina que en ella habla con tanta ingenuidad acerca de su idea favorita, más aún, cuya auténtica forma de arte es ella. Mas ¿qué puede aguardarse para el arte mismo de la actuación de una forma de arte cuyos orígenes no residen en modo alguno en el ámbito estético, y que más bien se ha infiltrado como un intruso en el ámbito artístico, desde una esfera a medias moral, y sólo acá y allá ha podido engañar alguna vez acerca de esa génesis híbrida? ¿De qué savias se alimenta ese ser parasitario que es la ópera, si no de las del verdadero arte? ¿No es presumible que, bajo sus seducciones idílicas, bajo sus artes lisonjeras alejandrinas, la tarea suprema y que hay que llamar verdaderamente seria del arte —el redimir al ojo de penetrar con su mirada en el horror de la noche y el salvar al sujeto, mediante el saludable bálsamo de la apariencia, del espasmo de los movimientos de la voluntad— degenerará en una tendencia vacía y disipadora hacia la diversión? ¿Qué se hace de las verdades eternas de lo dionisíaco y de lo apolíneo, con una mezcolanza de estilos como la que he mostrado que existe en la esencia del
stilo rappresentáti
vo?, ¿dónde la música es considerada como un siervo, la palabra del texto como un señor, donde la música es comparada con el cuerpo, la palabra del texto con el alma?, ¿dónde en el mejor de los casos la meta suprema estará dirigida hacia una pintura musical transcriptiva, de modo similar a como ocurrió en otro tiempo en el ditirambo ático nuevo?, donde se ha despojado completamente a la música de su verdadera dignidad, la de ser espejo dionisíaco del mundo, de tal manera que lo único que le queda es remedar, como esclava de la apariencia, la esencia formal de ésta, y producir un deleite externo con el juego de las líneas y de las proporciones. Para una consideración rigurosa, esa funesta influencia de la ópera sobre la música coincide exactamente con el entero desarrollo de la música moderna; el optimismo latente en la génesis de la ópera y en la esencia de la cultura representada por ella ha conseguido despojar a la música, con una rapidez angustiante, de su destino universal dionisíaco e inculcarle un carácter de diversión, de juego con las formas: con ese cambio sólo sería lícito comparar acaso la metamorfosis del hombre esquileo en el hombre jovial alejandrino.
Pero si, en la ejemplificación sugerida con esto, hemos tenido razón en relacionar la desaparición del espíritu dionisíaco con una transformación y degeneración sumamente llamativas, pero todavía no aclaradas, del hombre griego —¡qué esperanzas tienen que reanimarse en nosotros cuando los auspicios más seguros nos garantizan un
proceso inverso, un despertar gradual del espíritu dionisíaco
en nuestro mundo actual! No es posible que la fuerza divina de Heracles se debilite eternamente en la voluptuosa servidumbre a Ónfale—. Del fondo dionisíaco del espíritu alemán se ha alzado un poder que nada tiene en común con las condiciones primordiales de la cultura socrática y que no es explicable ni disculpable a base de ellas, antes bien es sentido por esa cultura como algo inexplicable y horrible, como algo hostil y prepotente,
la música alemana
, cual hemos de entenderla sobre todo en su poderoso curso solar desde Bach a Beethoven, desde Beethoven a Wagner. ¿Qué podrá hacer el socratismo de nuestros días, ansioso de conocimientos, con este demón surgido de profundidades inacabables? Ni partiendo de los encajes y arabescos de la melodía operística, ni con ayuda del tablero aritmético de la fuga y de la dialéctica contrapuntística se encontrará la fórmula a cuya luz tres veces potente fuese posible sojuzgar a ese demón y forzarle a hablar. ¡Qué espectáculo el de nuestros estéticos cuando ahora intentan golpear y atrapar con la red de una «belleza» propia de ellos al genio de la música que ante sus ojos se mueve con vida incomprensible!, y hacen movimientos que no quieren ser juzgados ni con el criterio de la belleza eterna ni con el de lo sublime. Basta con ver una vez de cerca y en persona a estos protectores de la música, cuando tan infatigablemente exclaman ¡belleza!, ¡belleza!, ya sea que al decirlo se comporten como los hijos predilectos de la naturaleza, mimados y formados en el seno de lo bello, ya sea que busquen, más bien, una forma que encubra mendazmente su propia rudeza, un pretexto estético para su propia frialdad, pobre en sentimientos: y aquí pienso, por ejemplo, en Otto Jahn. Pero que el mentiroso y el hipócrita tengan cuidado con la música alemana: pues precisamente ella es, en medio de toda nuestra cultura, el único espíritu de fuego limpio, puro y purificador, desde el cual y hacia el cual, como en la doctrina del gran Heráclito de Éfeso, se mueven en doble órbita todas las cosas: todo lo que nosotros llamamos ahora cultura, formación, civilización tendrá que comparecer alguna vez ante el infalible juez Dioniso.
Si luego recordamos cómo Kant y Schopenhauer dieron al espíritu
de la filosofía alemana
, brotada de idénticas fuentes, la posibilidad de aniquilar el satisfecho placer de existir del socratismo científico, al demostrar los límites de éste, cómo con esta demostración se inició un modo infinitamente más profundo y serio de considerar los problemas éticos y el arte, modo que podemos calificar realmente de
sabiduría dionisíaca
expresada en conceptos: ¿a qué apunta ahora el misterio de esa unidad entre la música alemana y la filosofía alemana sino a una nueva forma de existencia, sobre cuyo contenido podemos informarnos únicamente presintiéndolo a base de analogías helénicas? Pues para nosotros que estamos en la línea divisoria entre dos formas distintas de existencia, el modelo helénico conserva el inconmensurable valor de que en él están acuñadas también, en una forma clásicamente instructiva, todas aquellas transiciones y luchas: sólo que, por así decirlo, nosotros revivimos analógicamente en orden inverso las grandes épocas capitales del ser helénico y, por ejemplo, ahora parecemos retroceder desde la edad alejandrina hacia el período de la tragedia. Aquí alienta en nosotros el sentimiento de que el nacimiento de una edad trágica ha de significar para el espíritu alemán únicamente un retorno a sí mismo, un bienaventurado reencontrarse, después de que, por largo tiempo, poderes enormes, infiltrados desde fuera, habían forzado a vivir esclavo de su forma al que vegetaba en una desamparada barbarie de la forma. Por fin ahora, tras su regreso a la fuente primordial de su ser, le es lícito osar presentarse audaz y libre delante de todos los pueblos, sin los andadores de una civilización latina: con tal de que sepa aprender firmemente de un pueblo del que es lícito decir que el poder aprender de él constituye ya una alta gloria y una rareza que honra, de los griegos. Y de esos maestros supremos, ¿cuándo necesitaríamos nosotros más que ahora, que estamos asistiendo
al renacimiento de la tragedia
y corremos peligro de no saber de dónde viene ella, de no poder explicarnos adónde quiere ir?
Convendría que alguna vez se ponderase, bajo los ojos de un juez no sobornado, en qué tiempo y en qué hombres el espíritu alemán se ha esforzado hasta ahora con máxima energía por aprender de los griegos; y si admitimos con confianza que esa alabanza única tendría que ser adjudicada a la nobilísima lucha de Goethe, Schiller y Winckelmann por la cultura, habría que añadir en todo caso que desde aquel tiempo, y después de los influjos inmediatos de aquella lucha, se ha vuelto cada vez más débil, de manera incomprensible, el esfuerzo de llegar por una misma vía a la cultura y a los griegos. Para no tener que desesperar completamente del espíritu alemán, ¿no debería sernos lícito sacar de aquí la conclusión de que, en algún punto capital, tampoco aquellos luchadores consiguieron penetrar en el núcleo del ser helénico ni establecer una duradera alianza amorosa entre la cultura alemana y la griega? —de tal manera que acaso un reconocimiento inconsciente de ese fallo habría suscitado también en las naturalezas más serias la acobardada duda de si ellas llegarían, después de tales predecesores, más lejos que éstos por ese camino de la cultura y de si llegarían en absoluto a la meta. Por eso desde aquel tiempo vemos degenerar de la manera más inquietante el juicio sobre el valor de los griegos para la cultura; en los campos más diferentes del espíritu y del no-espíritu puede oírse la expresión de una compasiva superioridad; en otros sitios, una retórica completamente ineficaz se entretiene jugueteando con la «armonía griega», la «belleza griega», la «jovialidad griega». Y justo en los círculos cuya dignidad podría consistir en sacar infatigablemente agua del lecho del río griego, para la salvación de la cultura alemana, en los círculos de quienes enseñan en las instituciones superiores de cultura, es donde mejor se ha aprendido a arreglarse temprana y cómodamente con los griegos, llegando no raras veces hasta un abandono escéptico del ideal helénico y hasta una perversión total del verdadero propósito de todos los estudios sobre la Antigüedad. Quien en tales círculos no se ha agotado íntegramente en el esfuerzo de ser un competente corrector de textos antiguos o un microscopista histórico-natural del lenguaje, acaso ande buscando apropiarse «históricamente» (
historisch
), junto a otras antigüedades, también de la Antigüedad griega, pero en todo caso según el método propio y con los gestos de superioridad propios de nuestra historiografía culta de ahora. Si, en consecuencia, la auténtica fuerza formativa de las instituciones superiores de enseñanza no ha sido nunca, en verdad, más baja y débil que en el presente, si el «periodista», esclavo de papel del día, ha triunfado, en todo lo que se refiere a la cultura, sobre el docente superior, y a este último no le queda más que la metamorfosis, ya presenciada con frecuencia, de moverse ahora también él en la manera de hablar propia del periodista, con la «ligera elegancia» de esa esfera, cual una mariposa jovial y culta— ¿con qué penosa confusión tendrán tales hombres cultos de semejante presente que mirar de hito en hito ese fenómeno, la resurrección del espíritu dionisíaco y el renacimiento de la tragedia, que sólo se podría comprender por analogía partiendo de lo más profundo del genio helénico, incomprendido hasta ahora? No hay ningún otro período artístico en el que lo que se llama la cultura y el auténtico arte hayan sido tan ajenos y tan hostiles el uno al otro como lo vemos con nuestros propios ojos en el presente. Nosotros comprendemos el motivo por el que una cultura tan débil odia al verdadero arte; de él teme su ocaso. ¡Pero es que no habría agotado sus fuerzas vitales toda una especie de cultura`, a saber, aquella cultura socrático-alejandrina, una vez que ha podido culminar en algo tan endeble y flaco como la cultura del presente! Si héroes como Schiller y Goethe no lograron forzar aquella puerta mágica que conduce a la montaña mágica helénica, si, con todo su esfuerzo valerosísimo, no fueron más allá de aquella nostálgica mirada que, desde la Táuride bárbara, envía a través del mar hacia la patria la Ifigenia goetheana, qué esperanzas les quedarían a los epígonos de tales héroes, si la puerta no se les abriese por sí misma, en un lado completamente distinto, no rozado por ninguno de los esfuerzos de la cultura habida hasta ahora, a los acentos místicos de la resucitada música trágica.