El nacimiento de la tragedia (13 page)

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Authors: Friedrich Nietzsche

Tags: #Filosofía

BOOK: El nacimiento de la tragedia
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Quien tenga una idea clara de cómo después de Sócrates, mistagogo de la ciencia, una escuela de filósofos sucede a la otra cual una ola a otra ola, cómo una universalidad jamás presentida del ansia de saber, en los más remotos dominios del mundo culto, y concebida cual auténtica tarea para todo hombre de capacidad superior, ha conducido a la ciencia a alta mar, de donde jamás ha podido volver a ser arrojada completamente desde entonces, cómo gracias a esa universalidad se ha extendido por primera vez una red común de pensamiento sobre todo el globo terráqueo, e incluso se tienen perspectivas de extenderla sobre las leyes de un sistema solar entero: quien tenga presente todo eso, junto con la pirámide asombrosamente alta del saber en nuestro tiempo, no podrá dejar de ver en Sócrates un punto de inflexión y un vértice de la denominada historia universal. Pues si toda la incalculable suma de fuerza gastada en favor de aquella tendencia mundial la imaginásemos aplicada no al servicio del conocer, sino a las metas prácticas, es decir, egoístas de los individuos y de los pueblos, entonces es probable que en las luchas generales de aniquilamiento y en las continuas migraciones de pueblos se hubiera debilitado de tal modo el placer instintivo de vivir, que, dado el hábito del suicidio, el individuo tendría acaso que sentir el último resto de sentimiento del deber cuando, como hacen los habitantes de las islas Fidji, estrangulase como hijo a sus padres, y como amigo a su amigo: un pesimismo práctico que podría producir incluso una horripilante ética del genocidio por compasión —un pesimismo que, por lo demás, está y ha estado presente en todas las partes del mundo donde no ha aparecido el arte en alguna forma, especialmente en forma de religión y de ciencia, para actuar como remedio y como defensa frente a ese soplo pestilente—

Frente a este pesimismo práctico, Sócrates es el prototipo del optimismo teórico, que, con la señalada creencia en la posibilidad de escrutar la naturaleza de las cosas, concede al saber y al conocimiento la fuerza de una medicina universal, y ve en el error el mal en sí. Penetrar en esas razones de las cosas y establecer una separación entre el conocimiento verdadero y la apariencia y el error, eso parecióle al hombre socrático la ocupación más noble de todas, incluso la única verdaderamente humana: de igual manera que aquel mecanismo de los conceptos, juicios y raciocinios fue estimado por Sócrates como actividad suprema y como admirabilísimo don de la naturaleza, superior a todas las demás capacidades. Incluso los actos morales más sublimes, las emociones de la compasión, del sacrificio, del heroísmo, y aquel sosiego del alma, difícil de alcanzar, que el griego apolíneo llamaba
sophrosyne
, fueron derivados, por Sócrates y por sus seguidores simpatizantes hasta el presente, de la dialéctica del saber y, por tanto, calificados de aprendibles. Quien ha experimentado en sí mismo el placer de un conocimiento socrático y nota cómo éste intenta abrazar, en círculos cada vez más amplios, el mundo entero de las apariencias, no sentirá a partir de ese momento ningún aguijón que pudiera empujarlo a la existencia con mayor vehemencia que el deseo de completar esa conquista y de tejer la red con tal firmeza que resulte impenetrable. A quien tenga esos sentimientos, el Sócrates platónico se le aparece entonces como maestro de una forma completamente nueva de «jovialidad griega» y de dicha de existir, forma que intenta descargarse en acciones y que encontrará esas descargas casi siempre en influencias mayéuticas y educativas sobre jóvenes nobles, con la finalidad de producir finalmente el genio.

Pero ahora la ciencia, aguijoneada por su vigorosa ilusión, corre presurosa e indetenible hasta aquellos límites contra los cuales se estrella su optimismo, escondido en la esencia de la lógica. Pues la periferia del círculo de la ciencia tiene infinitos puntos, y mientras aún no es posible prever en modo alguno cómo se podría alguna vez medir completamente el círculo, el hombre noble y dotado tropieza de manera inevitable, ya antes de llegar a la mitad de su existencia, con tales puntos límites de la periferia, donde su mirada queda fija en lo imposible de esclarecer. Cuando aquí ve, para su espanto, que, llegada a estos límites, la lógica se enrosca sobre sí misma y acaba por morderse la cola —entonces irrumpe la nueva forma de conocimiento, el conocimiento trágico, que, aun sólo para ser soportado, necesita del arte como protección y remedio—

Si ahora, con ojos fortalecidos y confortados en los griegos, miramos las esferas más altas de ese mundo que nos baña, veremos transmutarse en resignación trágica y en necesidad de arte la avidez de conocimiento insaciable y optimista que apareció de manera prototípica en Sócrates: mientras que, en sus niveles inferiores, esa misma avidez tiene que manifestarse hostil al arte y tiene que aborrecer íntimamente sobre todo el arte trágico-dionisíaco, como lo expusimos con el ejemplo de la lucha del socratismo contra la tragedia esquilea.

Con ánimo conmovido llamamos aquí a las puertas del presente y del futuro: ¿conducirá aquella «transmutación» a configuraciones siempre nuevas del genio, y precisamente del Sócrates cultivador la música? La red del arte extendida sobre la existencia, ¿será tejida de un modo cada vez más firme y delicado, ya bajo el nombre de religión, ya bajo el de ciencia, o estará destinada a desgarrarse en jirones, bajo la agitación y el torbellino incansables y bárbaros que a sí mismos se dan ahora el nombre de «el presente»? —Preocupados, mas no desconsolados, permanecemos un momento al margen, como hombres contemplativos a quienes les está permitido ser testigos de esas luchas y transiciones enormes. ¡Ay! ¡La magia de esas luchas consiste en que quien las mira tiene también que intervenir en ellas!

16

Con el ejemplo histórico expuesto hemos intentado aclarar de qué modo la tragedia, así como únicamente puede nacer del espíritu de la música, así también perece por la desaparición de ese espíritu. Para mitigar lo insólito de esta aseveración y mostrar, por otro lado, el origen de este conocimiento nuestro tenemos ahora que enfrentarnos con mirada libre a los fenómenos análogos del presente, tenemos que adentrarnos en esas luchas que, como acabo de decir, son libradas, en las más altas esferas de nuestro mundo de ahora, entre el conocimiento insaciable y optimista y la necesidad trágica del arte. Voy a prescindir aquí de todos los otros instintos adversos que trabajan en todo tiempo contra el arte, y precisamente contra la tragedia, y que también en el presente se expanden tan seguros de su victoria que, de las artes teatrales, por ejemplo, sólo la farsa y el ballet dan sus flores, acaso no bienolientes para todos, con una proliferación en cierto modo exuberante. Voy a hablar sólo de la
oposición más ilustre
a la consideración trágica del mundo, y con ello me refiero a la ciencia, que en su esencia más honda es optimista, con su progenitor Sócrates a la cabeza. Pronto mencionaremos también por su nombre las potencias que me parecen garantizar
un renacimiento de la tragedia
—¡y algunas otras bienaventuradas esperanzas para el ser alemán! Antes de lanzarnos en medio de esas luchas, recubrámonos con la armadura de los conocimientos que hemos conquistado hasta ahora—. Al contrario de todos aquellos que se afanan por derivar las artes de un principio único, considerado como fuente vital necesaria de toda obra de arte, yo fijo mi mirada en aquellas dos divinidades artísticas de los griegos, Apolo y Dioniso, y reconozco en ellas los representantes vivientes e intuitivos de dos mundos artísticos dispares en su esencia más honda y en sus metas más altas. Apolo está ante mí como el transfigurador genio del
principium individuationis
[principio de individuación], único mediante el cual puede alcanzarse de verdad la redención en la apariencia: mientras que, al místico grito jubiloso de Dioniso, queda roto el sortilegio de la individuación y abierto el camino hacia las Madres del ser, hacia el núcleo más íntimo de las cosas. Esta antítesis enorme que se abre como un abismo entre el arte plástico, en cuanto arte apolíneo, y la música, en cuanto arte dionisíaco, se le ha vuelto tan manifiesta a uno solo de los grandes pensadores, que aun careciendo de esta guía del simbolismo de los dioses helénicos, reconoció a la música un carácter y un origen diferentes con respecto a todas las demás artes, porque ella no es, como éstas, reflejo de la apariencia, sino de manera inmediata reflejo de la voluntad misma, y por tanto representa, con respecto a
todo lo físico del mundo, lo metafísico, y
con respecto a toda apariencia, la cosa en sí (Schopenhauer,
El mundo como voluntad y representación
, I, p. 310). Sobre este conocimiento, que es el más importante de toda la estética, y sólo con el cual comienza ésta, tomada en un sentido realmente serio, ha impreso Richard Wagner su sello, para corroborar su eterna verdad, cuando en su
Beethoven
establece que la música ha de ser juzgada según unos principios estéticos completamente distintos que todas las artes figurativas, y, desde luego, no según la categoría de la belleza: aunque una estética errada, de la mano de un arte extraviado y degenerado, se haya habituado a exigir de la música, partiendo de aquel concepto de belleza vigente en el mundo figurativo, un efecto similar al exigido a las obras del arte figurativo, a saber, la «excitación
del agrado por las formas bellas
». Tras el conocimiento de aquella antítesis enorme yo sentí una fuerte necesidad de acercarme a la esencia de la tragedia griega, y con ello a la revelación más honda del genio helénico: pues sólo entonces creí ser dueño de la magia necesaria para, más allá de la fraseología de nuestra estética usual, poder plantearme de manera palpable el problema primordial de la tragedia: con lo cual se me deparó echar una mirada tan extrañamente peculiar a lo helénico, que tuvo que parecerme que nuestra ciencia de la Grecia clásica, la cual adopta un aire tan orgulloso, en lo principal sólo había sabido apacentarse hasta ahora con juegos de sombras y con exterioridades.

Acaso podríamos abordar ese problema primordial con esta pregunta: ¿qué efecto estético surge cuando aquellos dos poderes artísticos, de suyo separados, de lo apolíneo y de lo dionisíaco, entran juntos en actividad? O en una forma más breve: ¿qué relación mantiene la música con la imagen y con el concepto? —Schopenhauer, al que Richard Wagner alaba, precisamente con respecto a este punto, por su insuperable claridad y transparencia de exposición, se expresa sobre esto de manera muy detallada en el pasaje siguiente, que voy a reproducir aquí en toda su longitud. El
mundo como voluntad y representación
, I, p. 309: «A consecuencia de todo esto podemos considerar que el mundo aparencial, o naturaleza, y la música son dos expresiones distintas de la misma cosa, la cual es por ello la única mediación de la analogía de ambas, y cuyo conocimiento es exigido para entender esa analogía. Cuando es considerada como expresión del mundo, la música es, según esto, un lenguaje sumamente universal, que incluso mantiene con la universalidad de los conceptos una relación parecida a la que éstos mantienen con las cosas individuales. Pero su universalidad no es en modo alguno aquella vacía universalidad de la abstracción, sino que es de una especie completamente distinta, y va unida con una determinación completa y clara. En esto se asemeja a las figuras geométricas y a los números, los cuales, en cuanto formas universales de todos los objetos posibles de la experiencia, y aplicables
a priori
a todos, no son, sin embargo, abstractos, sino intuitivos y completamente determinados. Todas las posibles aspiraciones, excitaciones y manifestaciones de la voluntad, todos aquellos procesos que se dan en el interior del ser humano y que la razón subsume bajo el amplio concepto negativo de sentimiento, pueden ser expresados mediante las infinitas melodías posibles, pero siempre en la universalidad de la mera forma, sin la materia, siempre únicamente según el en-sí, no según la apariencia, como el alma más íntima de ésta, sin cuerpo. Partiendo de esta relación íntima que la música tiene con la esencia verdadera de todas las cosas es como puede explicarse también el que, cuando para cualquier escena, acción, suceso, ambiente resuena una música adecuada, ésta parezca abrirnos el sentido más secreto de aquéllos y se presente como su comentario más justo y claro: asimismo, el que, a quien se entrega completamente a la impresión de una sinfonía, le parezca estar viendo desfilar a su lado todos los posibles sucesos de la vida y del mundo: sin embargo, cuando reflexiona, no puede aducir ninguna semejanza entre aquel juego sonoro y las cosas que le han pasado por la mente. Pues, como hemos dicho, la música se diferencia de todas las demás artes en que ella no es reflejo de la apariencia, o, más exactamente, de la objetualidad (
Objektität
) adecuada de la voluntad, sino, de manera inmediata, reflejo de la voluntad misma, y por tanto representa, con respecto a todo lo físico del mundo, lo metafísico, y con respecto a toda apariencia, la cosa en sí. Se podría, según esto, llamar al mundo tanto música corporalizada como voluntad corporalizada: partiendo de esto resulta explicable, por tanto, por qué la música hace destacar en seguida con una significatividad más alta toda pintura, más aún, toda escena de la vida real y del mundo; tanto más, claro está, cuanto más análoga sea su melodía al espíritu interno de la apariencia dada. En esto se basa el que a la música se le pueda poner debajo una poesía como canto, o una representación intuitiva como pantomima, o ambas cosas como ópera. Tales imágenes individuales de la vida humana, puestas debajo del lenguaje universal de la música, no se unen o corresponden nunca a ella con una necesidad completa; sino que mantienen con ella tan sólo una relación de ejemplo fortuito para un concepto universal: representan en la determinación de la realidad aquello que la música expresa en la universalidad de la mera forma. Pues, lo mismo que los conceptos universales, las melodías son en cierto modo una abstracción de la realidad. En efecto, ésta, es decir, el mundo de las cosas individuales, es el que suministra lo intuitivo, lo particular e individual, el caso singular, tanto a la universalidad de los conceptos cuanto a la universalidad de las melodías, si bien estas dos universalidades se contraponen entre sí en cierto aspecto; en cuanto que los conceptos contienen tan sólo las formas primeramente abstraídas de la intuición, la corteza externa, por así decirlo, quitada de las cosas, y por tanto son, con toda propiedad, abstracciones; y la música, por el contrario, expresa el núcleo más íntimo, previo a toda configuración, o sea, el corazón de las cosas. Se podría expresar muy bien esta relación con el lenguaje de los escolásticos, diciendo: los conceptos son los
universalia post rem
[universales posteriores a la cosa], la música expresa, en cambio, los
universalia ante rem
[universales anteriores a la cosa], y la realidad, los
universalia in re
[universales en la cosa].—Pero el que sea posible en general una relación entre una composición musical y una representación intuitiva se basa, como hemos dicho, en que ambas son expresiones, sólo que completamente distintas, de la misma esencia interna del mundo. Así, pues, cuando en el caso singular se da realmente tal relación, es decir, cuando el compositor musical ha sabido expresar en el lenguaje universal de la música los movimientos de la voluntad que construyen el núcleo de un acontecimiento: entonces la melodía de la canción, la melodía de la ópera están llenas de expresión. Sin embargo, la analogía descubierta por el compositor entre aquellas dos cosas tiene que haber surgido del conocimiento inmediato de la esencia del mundo, sin que su razón tenga consciencia de ello, y no es lícito que sea, con intencionalidad consciente, una imitación mediada por conceptos: en caso contrario, la música no expresa la esencia interna, la voluntad misma, sino que únicamente remeda, de manera insuficiente, su apariencia; como hace toda música propiamente imitativa».—

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