A la comedia nueva, de la cual Eurípides se convirtió en cierta medida en maestro de coro, le era lícito ahora dirigirse a esa masa preparada e ilustrada de ese modo; sólo que esta vez era el coro de los espectadores el que tenía que ser instruido. Tan pronto como ese coro estuvo adiestrado en cantar en la tonalidad euripidea, alzóse aquel género de espectáculo de tipo ajedrecista, la comedia nueva, con su triunfo continuo de la astucia y del disimulo. Pero Eurípides —el maestro del coro— fue alabado sin cesar: más aún, la gente se habría matado para aprender aún algo más de él, si no hubiera sabido que los poetas trágicos estaban tan muertos como la tragedia. Al abandonar a ésta, sin embargo, el heleno había abandonado la creencia en su propia inmortalidad, no sólo la creencia en un pasado ideal, sino también la creencia en un futuro ideal. La frase del conocido epitafio, «en la ancianidad, voluble y estrafalario», se puede aplicar también a la Grecia senil. El instante, el ingenio, la volubilidad, el capricho son sus divinidades supremas; el quinto estado, el del esclavo, es el que ahora predomina, al menos en cuanto a la mentalidad: y caso de que ahora continúe siendo lícito hablar de la «jovialidad griega», trátase de la jovialidad del esclavo, que no sabe hacerse responsable de ninguna cosa grave, ni aspirar a nada grande, ni tener algo pasado o futuro en mayor estima que lo presente. Esta apariencia de la «jovialidad griega» fue la que tanto indignó a las naturalezas profundas y terribles de los cuatro primeros siglos del cristianismo: a ellas esa mujeril huida de la seriedad y del honor y ese cobarde contentarse con el goce cómodo parecíanles no sólo despreciables, sino el modo de pensar propiamente anticristiano. Al influjo de ese modo de pensar hay que atribuir el que la visión de la Antigüedad griega que ha pervivido durante siglos se aferrase con casi invencible tenacidad al color rosa pálido de la jovialidad —como si jamás hubiera existido un siglo vi con su nacimiento de la tragedia, con sus Misterios, con su Pitágoras y su Heráclito, más aún, como si no estuvieran presentes las obras de arte de la gran época, las cuales— cada una de por sí —no son explicables en modo alguno como brotadas del terreno de ese placer de vivir y esa jovialidad seniles y serviles, y que señalan, como fundamento de su existencia, hacia una consideración completamente otra del mundo.
Si acabamos de afirmar que Eurípides llevó el espectador al escenario con el fin de así capacitarlo de verdad y por vez primera para emitir un juicio sobre el drama, podría parecer que el arte trágico anterior no escapó a una relación tirante con el espectador: y se estaría tentado a elogiar como un progreso sobre Sófocles la tendencia radical de Eurípides a conseguir una relación adecuada entre la obra de arte y el público. Ahora bien, «público» es sólo una palabra, y no, en absoluto, una magnitud homogénea y perdurable. ¿De dónde le vendría al artista la obligación de acomodarse a una fuerza que sólo en el número tiene su fortaleza? Y si, por su talento y sus propósitos, el artista se siente por encima de cada uno de esos espectadores, ¿cómo sentiría más respeto por la expresión comunitaria de todas esas capacidades subordinadas a él, que por el espectador individual dueño de un talento relativamente altísimo? En verdad, ningún artista griego trató a su público, a lo largo de toda una vida, con mayor atrevimiento y suficiencia que Eurípides: él, que, incluso cuando la masa se arrojaba a sus pies, la abofeteaba en público, sublimemente orgulloso de su propia tendencia, de aquella misma tendencia con que había logrado vencer a la masa. Si aquel genio hubiese tenido la más mínima estima por el pandemonio del público, se habría derrumbado bajo los mazazos de su fracaso, mucho antes de llegar a la mitad de su carrera. Sopesando esto, vemos que nuestra expresión de que Eurípides llevó el espectador al escenario con el fin de hacerle verdaderamente capaz de dictar un juicio, fue sólo una expresión provisional, y que hemos de buscar una comprensión más honda de su tendencia. A la inversa, de todos es conocido que Ésquilo y Sófocles, mientras vivieron, más aún, incluso mucho después, gozaron plenamente del favor popular, y que, por tanto, con respecto a estos predecesores de Eurípides no se puede hablar en modo alguno de una relación tirante entre la obra de arte y el público. ¿Qué fue lo que apartó con tanta violencia a este artista dotadísimo, y urgido incesantemente a crear, del camino sobre el que resplandecían el sol de los más grandes nombres de poetas y el despejado cielo del favor popular? ¿Qué especial deferencia para con el espectador le llevó a enfrentarse a éste? ¿Cómo pudo, por una estima demasiado elevada de su público —desestimar a su público?
Como poeta, Eurípides se sentía sin duda —ésta es la solución del enigma que acabamos de plantear— por encima de la masa, pero no por encima de dos de sus espectadores: a la masa él la llevó al escenario, a esos dos espectadores los respetaba como a los únicos jueces y maestros de todo su arte capacitados para emitir un juicio: siguiendo sus indicaciones y advertencias, transfirió a las almas de sus héroes escénicos el mundo entero de sentimientos, pasiones y experiencias que hasta entonces, en los asientos de los espectadores, habían venido compareciendo a toda representación solemne como un coro invisible, cedió a sus exigencias al buscar también una palabra nueva y un sonido nuevo para esos caracteres nuevos, únicamente en sus voces oía él tanto los juicios válidos sobre su creación como el estímulo prometedor de victorias, cuando volvía a verse condenado una vez más por el tribunal del público.
De esos dos espectadores uno es Eurípides mismo, Eurípides
en cuanto pensador
, no en cuanto poeta. De él podría decirse que, de manera parecida a lo que le ocurrió a Lessing, la extraordinaria abundancia de su talento crítico, si no produjo, sí fecundó continuamente una productividad artística marginal. Con ese talento, con toda la lucidez y agilidad de su pensar crítico, Eurípides se había sentado en el teatro y se había esmerado por reconocer en las obras maestras de sus grandes predecesores, como en pinturas que se hubieran puesto oscuras, cada uno de los trazos, cada una de las líneas. Y aquí se había encontrado con algo que el iniciado en los secretos más profundos de la tragedia esquilea no dejará de aguardar: en cada rasgo y en cada línea percibió algo inconmensurable, una cierta nitidez engañosa y a la vez una profundidad enigmática, más aún, una infinitud del trasfondo. La figura más clara tenía siempre en sí además una cola de cometa, la cual parecía señalar hacia lo incierto, hacia lo inaclarable. Esa misma penumbra recubría la estructura del drama y principalmente el significado del coro. ¡Y qué ambigua permanecía para él la solución de los problemas éticos! ¡Qué discutible el tratamiento de los mitos! ¡Qué desigual el reparto de felicidad e infelicidad! Incluso en el lenguaje de la tragedia anterior había para él muchas cosas chocantes, o al menos enigmáticas; en especial, encontraba demasiada pompa para situaciones sencillas, demasiados tropos y monstruosidades para la simplicidad de los caracteres. Así, cavilando con inquietud, estaba sentado en el teatro, y él, el espectador, se confesaba que no entendía a sus grandes predecesores. Pero como consideraba que el entendimiento era la única raíz de todo gozar y crear, tenía que interrogar y mirar a su alrededor para ver si no había nadie que pensase como él y que se confesase asimismo aquella inconmensurabilidad. Pero la mayoría de los individuos, y entre ellos los mejores, sólo tenían para él una sonrisa recelosa; nadie podía explicarle, sin embargo, por qué, frente a sus dudas y objeciones, los grandes maestros tenían razón. Y hallándose en esa penosa situación, encontró al otro
espectador
que no comprendía la tragedia y que, por ello, no la estimaba. Aliado con él, fuele lícito atreverse a iniciar, desde su aislamiento, la enorme lucha contra las obras de arte de Ésquilo y de Sófocles —no con escritos polémicos, sino como poeta dramático, que oponía su noción de la tragedia a la noción tradicional—
Antes de llamar por su nombre a ese otro espectador detengámonos aquí un instante para traer de nuevo a la memoria la impresión antes descrita de algo discordante e inconmensurable en la esencia misma de la tragedia esquilea. Pensemos en nuestra propia extrañeza ante el
coro y
ante el
héroe trágico
de aquella tragedia, a ninguno de los cuales sabíamos compaginar con nuestros hábitos ni tampoco con la tradición —hasta que redescubrimos que esa misma duplicidad es el origen y la esencia de la tragedia griega, la expresión de dos instintos artísticos entretejidos entre sí, lo
apolíneo y lo dionisíaco
—
Expulsar de la tragedia aquel elemento dionisíaco originario y omnipotente y reconstruirla puramente sobre un arte, una moral y una consideración del mundo no-dionisíacos —tal es la tendencia de Eurípides, que ahora se nos descubre con toda claridad—
En el atardecer de su vida Eurípides mismo propuso del modo más enérgico a sus contemporáneos, en un mito, la cuestión del valor y del significado de esa tendencia. ¿Tiene lo dionisíaco derecho a subsistir? ¿No se lo ha de extirpar del suelo griego por la violencia? Sin duda, dícenos el poeta, si ello fuera posible: pero el dios Dioniso es demasiado poderoso; el adversario más inteligente de él —como Penteo en
Las bacantes
— es insospechadamente víctima de su magia, y, transformado por ella, corre luego hacia su fatalidad. El juicio de los dos ancianos Cadmo y Tiresias parece ser también el juicio del anciano poeta: la reflexión de los individuos más inteligentes, dice, no consigue destruir aquellas viejas tradiciones populares, aquella veneración eternamente propagada de Dioniso, más aún, con respecto a tales fuerzas milagrosas conviene mostrar al menos una simpatía diplomáticamente cauta: aun así, continúa siendo siempre posible que el dios se escandalice de una participación tan tibia y acabe transformando al diplomático —como hace aquí con Cadmo— en un dragón. Esto es lo que nos dice el poeta que se opuso a Dioniso con una energía heroica durante una larga vida —para, al final de ella, cerrar su carrera con una glorificación de su adversario y con el suicidio propio, como alguien que siente vértigo y que, sólo para escapar al vértigo espantoso, que ya resulta insoportable, se arroja desde lo alto de la torre. Esta tragedia es una protesta contra la posibilidad de llevar a la práctica su tendencia; ¡ay, y esa tendencia había sido llevada ya a la práctica! Lo milagroso había sucedido: cuando el poeta se retractó, ya su tendencia había vencido. Dioniso había sido ahuyentado ya de la escena trágica, y lo había sido por un poder demónico que hablaba por boca de Eurípides. También Eurípides era, en cierto sentido, solamente una máscara: la divinidad que hablaba por su boca no era Dioniso, ni tampoco Apolo, sino un demón que acababa de nacer, llamado
Sócrates
. Ésta es la nueva antítesis: lo dionisíaco y lo socrático, y la obra de arte de la tragedia pereció por causa de ella. Aunque Eurípides intente consolarnos con su retractación, no lo logra: el más magnífico de los templos yace en ruinas por el suelo; ¿de qué nos sirve el lamento de quien lo destruyó y su confesión de que fue el más bello de los templos? Y aunque en castigo Eurípides haya sido transformado en un dragón por los jueces artísticos de todos los tiempos— ¿a quién podría satisfacerle esa mísera compensación?
Acerquémonos ahora a aquella tendencia
socrática
mediante la cual Eurípides combatió la tragedia esquilea y la venció.
¿Hacia qué meta —ésa es la pregunta que ahora tenemos que hacernos —pudo tender en general, en la más alta idealidad de su ejecución, el propósito euripideo de fundar el drama únicamente sobre lo no-dionisíaco? ¿Qué forma de drama quedaba todavía, si éste no debía nacer del regazo de la música, en aquella penumbra misteriosa de lo dionisíaco? únicamente
la epopeya dramatizada
: un sector artístico apolí neo en el cual el efecto
trágico
es, ciertamente, inalcanzable. Lo que aquí cuenta no es el contenido de los acontecimientos expuestos; más aún, yo afirmaría que a Goethe le habría sido imposible hacer trágicamente conmovedor, en su proyectada
Nausicaa
, el suicidio de este ser idilico— suicidio destinado a ocupar el quinto acto—; tan descomunal es la fuerza de lo épico-apolíneo, que con aquel placer por la apariencia y con aquella redención mediante la apariencia transforma mágicamente ante nuestros ojos las cosas más horrorosas. El poeta de la epopeya dramática no puede fundirse totalmente con sus imágenes, como tampoco puede hacerlo el rapsoda épico: él continúa siendo siempre una intuición tranquilamente inmóvil, que mira con unos ojos muy abiertos, que ve las imágenes
delante
de sí. En su epopeya dramatizada el actor continúa siendo siempre, en lo más hondo, rapsoda; la solemnidad propia del soñar interior envuelve todas sus acciones, de modo que jamás es del todo actor.
¿Qué relación mantiene con este ideal del drama apolíneo la pieza euripidea? La misma que con el rapsoda solemne de los viejos tiempos mantiene el rapsoda más joven que en el
Ión
platónico describe su ser con estas palabras: «Cuando recito algo triste, mis ojos se llenan de lágrimas; mas cuando lo que recito es horroroso y espantoso, entonces los cabellos de mi cabeza se me erizan y mi corazón se agita». Aquí no advertimos ya nada de aquel épico perderse en la apariencia, nada de la frialdad exenta de afectos del verdadero actor, que justo en su actividad suprema es totalmente apariencia y placer por la apariencia. Eurípides es el actor de corazón agitado, de cabellos erizados; traza el plan como pensador socrático, lo ejecuta como actor apasionado. Artista puro no lo es ni al proyectar ni al ejecutar. De esta manera el drama euripideo es una cosa a la vez fría e ígnea, tan capaz de helar como de quemar; le resulta imposible alcanzar el efecto apolíneo de la epopeya, mientras que, por otro lado, se ha liberado lo más posible de los elementos dionisíacos, y ahora para producir algún efecto necesita nuevos excitantes, los cuales no pueden encontrarse ya en los dos únicos instintos artísticos, el apolíneo y el dionisíaco. Esos excitantes son fríos
pensamientos
paradójicos —en lugar de intuiciones apolíneas —
y afectos
ígneos— en lugar de éxtasis dionisíacos—, y, desde luego, pensamientos y afectos remedados de una manera sumamente realista, pero en modo alguno inmersos en el éter del arte.