Hasta aquí he venido desarrollando ampliamente la observación hecha por mí al comienzo de este tratado: cómo lo dionisíaco y lo apolíneo, dando a luz sucesivas criaturas siempre nuevas, e intensificándose mutuamente, dominaron el ser helénico: cómo de la edad de «acero», con sus titanomaquias y su ruda filosofía popular, surgió, bajo la soberanía del instinto apolíneo de belleza, el mundo homérico, cómo esa magnificencia «ingenua» volvió a ser engullida por la invasora corriente de lo dionisíaco, y cómo frente a este nuevo poder lo apolíneo se eleva a la rígida majestad del arte dórico y de la contemplación dórica del mundo. Si de esta manera la historia helénica más antigua queda escindida, a causa de la lucha entre aquellos dos principios hostiles, en cuatro grandes estadios artísticos: ahora nos vemos empujados a seguir preguntando cuál es el plan último de ese devenir y de esa agitación, en el caso de que no debamos considerar tal vez el último período alcanzado, el período del arte dórico, como la cumbre y el propósito de aquellos instintos artísticos: y aquí se ofrece a nuestras miradas la sublime y alabadísima obra de arte de la
tragedia ática
y del ditirambo dramático como meta común de ambos instintos, cuyo misterioso enlace matrimonial se ha enaltecido, tras prolongada lucha anterior, en tal hijo —que es a la vez Antígona y Casandra—
Nos acercamos ahora a la auténtica meta de nuestra investigación, la cual está dirigida al conocimiento del genio dionisíaco-apolíneo y de su obra de arte, o al menos a la comprensión llena de presentimientos del misterio de esa unidad. Ante todo vamos a preguntar aquí cuál es el lugar donde se hace notar por vez primera en el mundo helénico ese nuevo germen que evolucionará después hasta llegar a la tragedia y al ditirambo dramático. Sobre esto la Antigüedad misma nos ofrece gráficamente una aclaración al colocar juntos, en esculturas, gemas, etc., como progenitores y precursores de la poesía griega, a
Homero y Arquíloco
, con el firme sentimiento de que sólo a estos dos se los ha de reputar por naturalezas igual y plenamente originales, de las cuales sigue fluyendo una corriente de fuego sobre toda la posteridad griega. Homero, el anciano soñador absorto en sí mismo, el tipo de artista apolíneo, ingenuo, mira estupefacto la apasionada cabeza de Arquíloco, belicoso servidor de las musas salvajemente arrastrado a través de la existencia: y la estética moderna sólo ha sabido añadir, para interpretar esto, que aquí está enfrentado al artista «objetivo» el primer artista «subjetivo». Pequeño es el servicio que con esta interpretación se nos presta, pues al artista subjetivo nosotros lo conocemos sólo como mal artista, y en toda especie y nivel de arte exigimos ante todo y sobre todo victoria sobre lo subjetivo, redención del «yo» y silenciamiento de toda voluntad y capricho individuales, más aún, si no hay objetividad, si no hay contemplación pura y desinteresada, no podemos creer jamás en la más mínima producción verdaderamente artística. Por ello nuestra estética tiene que resolver primero el problema de cómo es posible el «lírico» como artista: él, que, según la experiencia de todos los tiempos, siempre dice «yo» y tararea en presencia nuestra la entera gama cromática de sus pasiones y apetitos. Precisamente este Arquíloco nos asusta, junto a Homero, por el grito de su odio y de su mofa, por las ebrias explosiones de su concupiscencia: él, el primer artista llamado subjetivo, ¿no es, por este motivo, el no-artista propiamente dicho? ¿De dónde procede entonces la veneración que le tributó a él, al poeta, precisamente también el oráculo délfico, hogar del arte «objetivo»?
Acerca del proceso de su poetizar
Schiller
nos ha dado luz mediante una observación psicológica que a él mismo le resultaba inexplicable, pero que, sin embargo, no parece dudosa; Schiller confiesa, en efecto, que lo que él tenía ante sí y en sí como estado preparatorio previo al acto de poetizar no era una serie de imágenes, con unos pensamientos ordenados de manera causal, sino más bien un
estado de ánimo musical
(«El sentimiento carece en mí, al principio, de un objeto determinado y claro; éste no se forma hasta más tarde. Precede un cierto estado de ánimo musical, y a éste sigue después en mí la idea poética»). Si ahora añadimos a esto el fenómeno más importante de toda la lírica antigua, la unión, más aún, identidad del
lírico
con el
músico
, considerada en todas partes como natural —frente a la cual nuestra lírica moderna aparece como la estatua sin cabeza de un dios—, podremos ahora, sobre la base de nuestra metafísica estética antes expuesta, explicarnos al lírico de la siguiente manera. Ante todo, como artista dionisíaco él se ha identificado plenamente con lo Uno primordial, con su dolor y su contradicción, y produce una réplica de ese Uno primordial en forma de música, aun cuando, por otro lado, ésta ha sido llamada con todo derecho una repetición del mundo y un segundo vaciado del mismo; después esa música se le hace visible de nuevo, bajo el efecto apolíneo del sueño, como en una
imagen onírica simbólica
. Aquel reflejo a-conceptual y a-figurativo del dolor primordial en la música, con su redención en la apariencia, engendra ahora un segundo reflejo, en forma de símbolo o ejemplificación individual. Ya en el proceso dionisíaco el artista ha abandonado su subjetividad: la imagen que su unidad con el corazón del mundo le muestra ahora es una escena onírica, que hace sensibles aquella contradicción y aquel dolor primordiales junto con el placer primordial propio de la apariencia. El «yo» del lírico resuena, pues, desde el abismo del ser: su «subjetividad», en el sentido de los estéticos modernos, es pura imaginación. Cuando Arquíloco, el primer lírico de los griegos, proclama su furioso amor y a la vez su desprecio por las hijas de Licambes, no es su pasión la que baila ante nosotros en un torbellino orgiástico: a quien vemos es a Dioniso y a las ménades, a quien vemos es al embriagado entusiasta Arquíloco echado a dormir —tal como Eurípides nos describe el dormir en
Las bacantes
, un dormir en una elevada pradera de montaña, al sol de mediodía—: y ahora Apolo se le acerca y le toca con el laurel. La transformación mágica dionisíacomusical del dormido lanza ahora a su alrededor, por así decirlo, chispas-imágenes, poesías líricas, que, en su despliegue supremo, se llaman tragedias y ditirambos dramáticos. El escultor y también el poeta épico, que le es afín, están inmersos en la intuición pura de las imágenes. El músico dionisíaco, sin ninguna imagen, es total y únicamente dolor primordial y eco primordial de tal dolor. El genio lírico siente brotar del estado místico de autoalienación y unidad un mundo de imágenes y símbolos cuyo colorido, causalidad y velocidad son totalmente distintos del mundo del escultor y del poeta épico. Mientras que es en esas imágenes, y sólo en ellas, donde estos últimos viven con alegre deleite, y no se cansan de mirarlas con amor hasta en sus más pequeños rasgos, mientras que incluso la imagen del Aquiles encolerizado es para ellos sólo una imagen, de cuya encolerizada expresión ellos gozan con aquel placer onírico por la apariencia —de modo que gracias a este espejo de la apariencia están ellos protegidos contra el unificarse y fundirse con sus pensamientos—, las imágenes del lírico no son, en cambio, otra cosa que él mismo, y sólo distintas objetivaciones suyas, por así decirlo, por lo cual a él, en cuanto centro motor de aquel mundo, le es lícito decir «yo»: sólo que esta yoidad no es la misma que la del hombre despierto, empírico-real, sino la única yoidad verdaderamente existente y eterna, que reposa en el sz fondo de las cosas, hasta el cual penetra con su mirada el genio lírico a través de las copias de aquéllas. Ahora imaginémonos cómo ese genio se divisa también a sí
mismo
entre esas copias como no-genio, es decir, divisa su propio «sujeto», la entera muchedumbre de pasiones y voliciones subjetivas, dirigidas hacia una cosa determinada que él se imagina real; aun cuando ahora parezca que el genio lírico y el no-genio unido a él son una misma cosa, y que el primero, al decir la palabrita «yo», la dice de sí mismo: esa apariencia ya no podrá seguir induciéndonos ahora a error, como ha inducido indudablemente a quienes han calificado de artista subjetivo al lírico. En verdad Arquíloco, el hombre que arde de pasión, que ama y odia con pasión, es tan sólo una visión del genio, el cual no es ya Arquíloco, sino el genio del mundo, que expresa simbólicamente su dolor primordial en ese símbolo que es el hombre Arquíloco: mientras que ese hombre Arquíloco, cuyos deseos y apetitos son subjetivos, no puede ni podrá ser jamás poeta. Sin embargo, no es necesario en modo alguno que el lírico vea ante sí, como reflejo del ser eterno, única y precisamente el fenómeno del hombre Arquíloco; y la tragedia demuestra hasta qué punto el mundo visionario del lírico puede alejarse de ese fenómeno, que es de todos modos el que aparece en primer lugar.
Schopenhauer
, que no se disimuló la dificultad que el lírico representa para la consideración filosófica del arte, cree haber encontrado un camino para salir de ella, mas yo no puedo seguirle por ese camino, aun cuando él fue el único que en su profunda metafísica de la música tuvo en sus manos el medio con el que aquella dificultad podía quedar definitivamente allanada: como creo haber hecho yo aquí, en su espíritu y para honra suya. Por el contrario, él define la esencia peculiar de la canción (
Lied
) de la manera siguiente (El
mundo como voluntad y representación
, I, p. 295).: «Es el sujeto de la voluntad, es decir, el querer propio el que llena la consciencia del que canta, a menudo como un querer desligado, satisfecho (alegría), pero con mayor frecuencia aún, como un querer impedido (duelo), pero siempre como afecto, pasión, estado de ánimo agitado. Junto a esto, sin embargo, y a la vez que ello, el cantante, gracias al espectáculo de la naturaleza circundante, cobra consciencia de sí mismo como sujeto del conocer puro, ajeno al querer, cuyo dichoso e inconmovible sosiego contrasta en adelante con el apremio del siempre restringido, siempre indigente querer: el sentimiento de ese contraste, de ese juego alternante, es propiamente lo que se expresa en el conjunto de la canción (
Lied
) y lo que constituye en general el estado lírico. En éste el conocer puro se allega, por así decirlo, a nosotros para redimirnos del querer y de su apremio: nosotros le seguimos; pero sólo por instantes: una y otra vez el querer, el recuerdo de nuestras finalidades personales, nos arranca a la inspección tranquila; pero también nos arranca una y otra vez del querer el bello entorno inmediato, en el cual se nos brinda el conocimiento puro, ajeno a la voluntad. Por ello en la canción y en el estado de ánimo lírico el querer (el interés personal de la finalidad) y la intuición pura del entornó ofrecido se entremezclan de una manera sorprendente: buscamos e imaginamos relaciones entre ambos; el estado de ánimo subjetivo, la afección de la voluntad comunican por reflejo su color al entorno contemplado, y éste, a su vez, se lo comunica a aquéllos: la canción es la impronta auténtica de todo ese estado de ánimo tan mezclado y dividido».
¿Quién no vería que en esta descripción la lírica es caracterizada como un arte imperfectamente conseguido, que, por así decirlo, llega a su meta a ratos y raras veces, más aún, como un arte a medias, cuya
esencia
consistiría en una extraña amalgama entre el querer y el puro contemplar, es decir, entre el estado no-estético y el estético? Nosotros afirmamos, antes bien, que esa antítesis por la que todavía Schopenhauer se guía para dividir las artes, como si fuera una pauta de fijar valores, la antítesis de lo subjetivo y de lo objetivo, es improcedente en estética, pues el sujeto, el individuo que quiere y que fomenta sus finalidades egoístas, puede ser pensado únicamente como adversario, no como origen del arte. Pero en la medida en que el sujeto es artista, está redimido ya de su voluntad individual y se ha convertido, por así decirlo, en un
medium
a través del cual el único sujeto verdaderamente existente festeja su redención en la apariencia. Pues tiene que quedar claro sobre todo, para humillación y exaltación nuestras, que la comedia entera del arte no es representada en modo alguno para nosotros, con la finalidad tal vez de mejorarnos y formarnos, más aún, que tampoco somos nosotros los auténticos creadores de ese mundo de arte: lo que sí nos es lícito suponer de nosotros mismos es que para el verdadero creador de ese mundo somos imágenes y proyecciones artísticas, y que nuestra suprema dignidad la tenemos en significar obras de arte —pues sólo como
fenómeno estético
están eternamente
justificados
la existencia y el mundo: —mientras que, ciertamente, nuestra consciencia acerca de ese significado nuestro apenas es distinta de la que unos guerreros pintados sobre un lienzo tienen de la batalla representada en el mismo. Por tanto, todo nuestro saber artístico es en el fondo un saber completamente ilusorio, dado que, en cuanto poseedores de él, no estamos unificados ni identificados con aquel ser que, por ser creador y espectador único de aquella comedia de arte, se procura un goce eterno a sí mismo. El genio sabe algo acerca de la esencia eterna del arte tan sólo en la medida en que, en su acto de procreación artística, se fusiona con aquel artista primordial del mundo; pues cuando se halla en aquel estado es, de manera maravillosa, igual que la desazonante imagen del cuento, que puede dar la vuelta a los ojos y mirarse a sí misma; ahora él es a la vez sujeto y objeto, a la vez poeta, actor y espectador.
En lo que se refiere a Arquíloco, la investigación erudita ha descubierto que fue él quien introdujo en la literatura la
canción popular
(
Volkslied
), y que es este hecho el que le otorga en la estimación general de los griegos aquella posición única junto a Homero. Mas ¿qué es la canción popular, en contraposición a la epopeya, plenamente apolínea? No otra cosa que el
perpetuum vestigium
[vestigio perpetuo] de una unión de lo apolíneo y lo dionisíaco; su enorme difusión, que se extiende a todos los pueblos y que se acrecienta con frutos siempre nuevos, es para nosotros un testimonio de la fuerza de ese doble instinto artístico de la naturaleza: el cual deja sus huellas en la canción popular de manera análoga a como los movimientos orgiásticos de un pueblo se perpetúan en su música. Más aún, tendría que ser demostrable también históricamente que todo período que haya producido en abundancia canciones populares ha sido a la vez agitado de manera fortísima por corrientes dionisíacas, a las que siempre hemos de considerar como sustrato y presupuesto de la canción popular.