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Authors: Jesús Sánchez Adalid

El mozárabe (54 page)

BOOK: El mozárabe
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—¡Dios santo! ¡Todavía están ahí sus diabólicos ídolos!

Al pie de las piedras yacían los despojos de los animales sacrificados, y las brasas humeantes impregnadas del sebo que se iba consumiendo, desprendiendo su olor a grasa quemada.

—No puedo entrar en la ciudad mientras el demonio sea adorado en sus mismas puertas —dijo el arzobispo.

Descabalgó y se fue directamente hacia las piedras. Uno de los sacerdotes le siguió y le colocó la mitra, mientras dos monjes acudían con un recipiente de agua bendita y un hisopo. Adaltag, con la mirada fría y fija en los monumentos levantados a los dioses, comenzó a proferir un enérgico exorcismo. Con un crucifijo en una mano y el hisopo en la otra, trazaba cruces en el aire y lanzaba agua bendita al tiempo que recitaba oraciones en latín.

En ese momento se empezaron a oír voces. De una cabaña cercana salió un viejo y desdentado hombre de largas barbas blancas y cabellos enmarañados, vestido con obscuras pieles y cubierto de colgajos, amuletos, colmillos y huesos. Detrás de él aparecieron dos hombres de aspecto semejante. Al ver al arzobispo empezaron a gritar enfurecidos en su lengua, a patalear y a realizar gestos amenazadores con sus manos crispadas.

—¿Creéis que os tengo miedo? —les gritó Adaltag—. Venid aquí, malas bestias! ¡Hijos de Satanás!

El arzobispo corrió entonces hacia ellos y los roció con el agua; a lo que los tres extraños brujos respondieron abalanzándose sobre él. Rodaron todos por la pendiente, enzarzados en una rabiosa pelea. Los monjes y el sacerdote acudieron prestos a ayudar a su superior. Se golpeaban con puños y pies, se mordían y se agarraban por los cabellos.

Asbag, momentáneamente, se quedó estupefacto ante aquella escena. Luego se bajó del caballo y corrió hacia la pelea gritando:

—¡No, por el amor de Dios! ¡Ése no es el camino! ¡Parad, señor arzobispo, por la Santísima Virgen!

El conde Brendam y alguno de los caballeros acudieron también. Entre todos consiguieron separarlos. Por un lado sujetaban a los brujos y por otro al arzobispo y a sus ayudantes. Unos y otros seguían enfurecidos, dispuestos a continuar peleando si los dejaran.

—¡Llevaos a esos hombres! —ordenó Asbag a los soldados germanos—. ¡Lleváoslos antes de que ocurra una desgracia!

El arzobispo, fuera de sí, se subió de nuevo al caballo.

—¡Vosotros lo habéis visto! —gritaba—. ¡Cómo se han puesto esas fieras al ver a un representante de Cristo!

—Pero… es inútil enfrentarse así a esa gente —repuso Asbag—. Son sacerdotes de su religión. Nadie puede cambiarles la forma de pensar…

—¿Cómo…? —replicó el arzobispo—. ¿Pretendes insinuar que hemos de tolerar sus repugnantes supersticiones?

—No. Quiero decir que hemos de luchar con otras armas: con la paciencia y la esperanza. Sólo el tiempo podrá construir aquí una civilización cristiana.

—¡Lo siento, pero no puedo darte la razón! —protestó enérgicamente Adaltag—. ¡Tú no sabes nada de estos pueblos! No tienes ni idea de los sufrimientos que ha costado traer la cruz del Señor a este reino. No, no podemos dar tregua al Maligno en este combate. Hay que conseguir a toda costa que desaparezcan los brujos y hechiceros que pululan por doquier.

—Sí, estoy de acuerdo —respondió Asbag—. Pero eso ha de suceder cuando la gente descubra al Dios verdadero, confíe en él y alcance la paz del corazón. ¿O es que pretendemos que nos teman a nosotros más que a esos chamanes?

Estando en esta discusión, alcanzaron una empinada calle que conducía directamente a la puerta principal de la fortaleza. Pasaron al interior y se encontraron en un amplio patio de armas donde aguardaba el rey Harald con su esposa, sus hijos, su corte, los obispos de Aarhus y Ribe y un nutrido grupo de monjes.

Adaltag bendijo a todos desde el caballo. Luego echó pie a tierra y abrazó al rey con afecto.

Harald llevaba una amplia túnica de paño, de color gris azulado. Era alto y robusto, de escaso cabello encima de la frente, pero con una larga trenza de color rubio canoso. Como único signo de realeza exhibía una diadema de oro. Nada más verlo de cerca, los recién llegados pudieron apreciar por qué se le llamaba Harald Blaatand (es decir, «el de los dientes azules»), al ver que su sonrisa descubría una dentadura del color del plomo.

Una vez en el interior del edificio principal de la fortaleza, se ofreció una suculenta cena en un gran salón, a base de carne de ciervo, pescados y aves. Después sirvieron cerveza e hidromiel en abundancia. Salieron a danzar algunos jóvenes y, un poco más tarde, un grupo de bufones empezó a evolucionar por entre las mesas haciendo acrobacias y juegos malabares.

De pronto Asbag sintió una extraña intranquilidad que le impedía disfrutar del espectáculo. Todo aquello le resultaba amenazador y hostil, sin saber por qué, y deseaba que terminara cuanto antes para retirarse a descansar. Sin embargo la cena se alargó durante un tiempo que le pareció eterno.

Por el contrario, el rey y su corte se divertían de verdad, al igual que los caballeros invitados.

Asbag experimentó un gran alivio cuando el arzobispo se quedó con la mirada perdida, sin decir nada. En ese momento se dio cuenta de que pronto llegaría la hora de retirarse. Y en efecto, enseguida apareció el asistente de Adaltag y le ayudó a ponerse en pie. Asbag aprovechó para salir con él, después de que ambos se despidieran del rey.

Al día siguiente, el arzobispo fue recibido en privado por Harald. Asbag aprovechó la ocasión para dar un paseo por el burgo. Iba todavía vestido con la amplia túnica obscura que los hermanos de la abadía le habían confeccionado.

Un grupo de monjes no tardó en confundir al obispo con uno de los suyos. Eran unos diez, todos jóvenes.

—¡Eh, hermano! —le gritaron desde una esquina.

Asbag fue hacia ellos.

—¿De qué monasterio provienes? —le preguntaron.

—Oh, no —respondió él—. Os confundís conmigo. No soy monje, aunque visto este hábito.

—Pero… —se extrañaron ellos—. ¿Cómo es que…?

—Es una larga historia —prosiguió Asbag—. Soy un obispo. Iba en peregrinación desde mi sede de Córdoba hacia el templo del apóstol Santiago cuando me apresaron los vikingos.

—¡Oh! —se asombraron—. ¡Claro! —exclamó uno de ellos—. Vos ibais ayer con el arzobispo de Hamburgo. Os vi cuando la comitiva entró en la ciudad.

—Y vosotros, ¿de donde sois? —les preguntó Asbag a su vez.

—Somos de la abadía de Sankt Gallen de Constanza —respondió el que debía de ser el superior—. Hemos venido con la misión de fundar un monasterio aquí en Helling, aprovechando la conversión del reino.

—Si no tenéis nada mejor que hacer podéis acompañarnos —le sugirió otro de los monjes.

Asbag se fue con ellos. No muy lejos de allí estaba el edificio; pequeño y todavía en obras. La iglesia era una nave de apenas veinticinco o treinta pies, levantada en las paredes laterales con piedras y con la cubierta aún sin construir.

—Queremos terminarla este año —explicó el mayor de los monjes—, para consagrarla, Dios mediante, en las próximas fiestas de Natividad. Después, en la primavera, llegarán más hermanos desde Sankt Gallen.

Los monjes se alojaban en una cabaña próxima a las obras. Invitaron a Asbag a compartir con ellos la mesa, y durante el almuerzo les contó cómo había sido apresado en Galicia y traído a Jutlandia. Y ellos le hablaron de los lugares de donde provenían y le pusieron al corriente de la situación de la cristiandad en aquellos momentos.

—¡Ay, son tiempos feroces! —se quejaba el superior de los monjes—. Hoy no se puede ser nada más que guerrero o campesino. Sólo hay hombres fuertes y bien armados, capaces de matar e impávidos ante el dolor, o pobres necesitados de protección y capaces de pagar con el sudor de su frente, trabajando para los demás, aquello que los más fuertes pagan con su sangre o con la sangre ajena.

Asbag estaba espantado de lo que los monjes le contaban.

—¿Y los reyes cristianos no pueden nada frente a tanta barbarie? —preguntó.

—¡Bah! —respondió el monje—. Está todo disgregado. ¿Creéis que hay un poder central capaz de poner orden? Nada de eso. Los hombres campan por sus fueros. Se comportan como lobos nocturnos, como peces que se devoran unos a otros. Ya sólo se habla un único lenguaje: la violencia, el miedo y la necesidad de seguridad. Pero para alcanzar seguridad se ha de pagar un alto precio.

—¿Y la Iglesia tampoco puede hacer nada?

—¡Nada! Una parte de ella vive esclava de sus propios vicios. Muchos ministros de la Iglesia se sacian de carne; están ebrios de orgullo, enardecidos por la avaricia, atormentados por la maldad, lacerados por la discordia…

—Pero ¿quién nombra a tales pastores? —preguntó Asbag sin salir de su espanto.

—¡Ah, padre, ahí está el problema! Los reyes, que deberían ser jueces de la aptitud de los candidatos a los cargos sagrados. Pero son corrompidos por los abundantes regalos y prefieren, para gobernar iglesias y almas, a aquellos de los que esperan recibir las ofrendas más valiosas.

—Me abrumas con lo que me cuentas, hermano —dijo entristecido Asbag—. Aunque supongo que, como en todo tiempo, habrá también hombres santos en Europa. ¿No es así?

—Sí, desde luego que sí —respondió el monje—. Hay monasterios donde se vive la pobreza, la castidad y la obediencia; que cultivan la liturgia y la formación de los monjes y que irradian espíritu y exigencia evangélica. Y muchos hombres buenos claman con ansia que todo cambie.

—Me gustaría ver eso en persona. Pronto he de emprender mi viaje de regreso a Hispania. ¿Puedes aconsejarme un monasterio en mi camino donde poder respirar ese ambiente del que me hablas?

—El más famoso, sin duda, es el de Cluny.

—¡Ah, he oído hablar de él! —se entusiasmó Asbag—. ¿Dónde se encuentra exactamente?

—En la Borgoña francesa. No os será difícil llegar hasta allí. Se trata de una abadía exenta, es decir, independiente de toda autoridad civil o religiosa, ofrecida como propiedad a los apóstoles Pedro y Pablo, con lo cual depende directamente del Papa, que es su único defensor.

Con esta magnífica referencia, Asbag se despidió de aquellos monjes y regresó a sus aposentos en la fortaleza, ilusionado con que terminaran pronto los acontecimientos que retenían al arzobispo Adaltag para iniciar con su comitiva su anhelado retorno.

El domingo, con las primeras luces del día, un gran cortejo partió desde la fortaleza de Helling con destino a la cercana iglesia dedicada a la Santísima Trinidad que el rey Harald había mandado construir a costa de su propia fortuna.

Los cánticos habían empezado muy temprano y habían servido de llamada para que una multitud se fuera concentrando en torno a la nueva iglesia. El cielo amanecía con un color extraño, pero todo indicaba que ni el viento ni la lluvia vendrían a estropear el lucimiento de la ceremonia. La gente del burgo y del campamento montado en las afueras se mezclaba en un gran barullo: pastores de cabras, leñeros, campesinos, vendedores que ofrecían sus productos, guerreros, caballeros y lanceros que enarbolaban un bosque de banderas y pendones de todos los colores. Abierto entre tal maraña, un amplio sendero era custodiado por centinelas muy bien armados.

Asbag se había revestido ya y aguardaba a que terminaran de preparar al arzobispo, contemplando el panorama desde el ventanal de la torre donde habían sido alojados. No pudo evitar un cierto estremecimiento al prestar atención a los cantos sacros que sonaban entre el rugido de la multitud. No había amanecido del todo y las antorchas encendidas acentuaban el ambiente inquietante del momento. ¿Podría alguien predecir cómo terminaría aquel acontecimiento? Aunque los daneses temían y respetaban al rey Harald, era sabido que una gran parte de los
jarl
(jefes) eran contrarios a la conversión al cristianismo y a la consagración del reino. Y además estaban los
goder,
los brujos y hechiceros que se habían reunido en los bosques, según decían, para practicar ritos y sacrificios a sus dioses enfurecidos por lo que estaba sucediendo.

Cuando todos los obispos estuvieron listos, se concentraron en la plaza de armas de la fortaleza, sosteniendo los báculos, rodeados de sacerdotes que portaban velas e incensarios humeantes. Allí habían de aguardar al paso de las reliquias y a la llegada del rey.

Harald apareció con un amplio manto de pieles y con la cabeza descubierta, mostrando su amplia y brillante frente y la larga trenza rubia. Con una leve inclinación saludó desde lejos a los prelados y se detuvo en el centro de la plaza mirando hacia la puerta, acompañado por su esposa, hijos y miembros de la corte.

Poco después llegaron las reliquias, portadas por acólitos y custodiadas por una larga fila de monjes. Los obispos se situaron detrás y comenzó a avanzar la procesión, a la cual se incorporaron los reyes y el séquito.

La gente vitoreó entusiasmada al paso de la solemne comitiva, y un gran número de caballeros y jefes vikingos la siguieron hasta las puertas de la iglesia.

La coronación de Harald, con la corona que el arzobispo había traído desde Roma, tuvo lugar dentro de la misa. Hubo cantos, bautismos e investiduras de caballeros. Estos actos ocuparon casi la mañana entera. Una vez finalizados, al mediodía, la comitiva salió de la iglesia para ir al cercano promontorio donde estaba la tumba del anterior rey Gorm.

Llevó casi toda la tarde cavar para sacar el gran barco enterrado hacía más de treinta años, en cuyo interior se encontraba el cadáver. Pero cuando la tierra fue retirada, apareció la pavorosa realidad de los ritos funerarios vikingos: Gorm había sido enterrado en su barco con numerosos esclavos vivos amarrados, junto a varios caballos, perros, armas, ropas, camas y diversos objetos. Todo, excepto los esqueletos humanos, fue quemado en una gran pira por orden del arzobispo, ante los ojos atemorizados de muchos de los que un día contemplaron aquel enterramiento.

Luego, el cuerpo del gran antiguo rey fue conducido hasta la iglesia de la Santísima Trinidad y sepultado a la manera cristiana entre responsos de los sacerdotes.

A Harald sólo le faltaba una cosa para cristianizar el reino: consagrar sus dominios. Para ello, se bendijo una gran piedra labrada a la manera de los ancestrales monumentos a los dioses daneses; pero con la diferencia de que en ella estaba representado Jesucristo, aunque circundado por extrañas figuras, por haber sido obra de artistas locales que hicieron lo que pudieron siguiendo las indicaciones de los monjes.

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