Authors: Jesús Sánchez Adalid
Siguiendo el protocolo, el último en llegar fue el príncipe al-Moguira. Entró cargado de joyas, vestido con seda bordada en oro, vanidoso, presumido, rodeado de un enjambre de jóvenes eunucos y criados de palacio. Su rostro y sus maneras no contradecían en absoluto el rumor que todo el mundo había escuchado de él: su origen oriental; puesto que su madre era una concubina de singular belleza enviada a Abderrahmen por el hamdaní de Oriente. Debía de ser una mujer de un país lejano, de más allá de Persia, pues sus rasgos, sus costumbres y su lengua eran absolutamente desconocidos en Córdoba. Tal vez por eso, al-Moguira había vivido una vida aparte, diferente a la del resto de sus hermanos; aunque había sido mimado especialmente por los eunucos, seducidos por su temperamento exótico y femenino.
Casi resultaba un ser extraño, en medio de los cazadores navarros, astures y leoneses, de rudos rostros y espesas barbas; o frente a los nobles árabes de refinado aspecto, pero de recia pose y ásperas maneras militares. Por eso se guarecía entre su peculiar servidumbre, que permanecía rodeándole en todo momento.
Cuando se hubo acomodado en su lugar de preferencia, se descubrió el cabello, largo y brillante, liado con finas cintas doradas. Era muy delgado, de piel obscura y de verdosos ojos ribeteados con pintura azulada. Movió la cabeza hacia uno y otro lado, con soltura, y dijo con voz afectada:
—¡Señores, que Alá os bendiga! ¡Sed bien recibidos en esta prolongación del palacio del Príncipe de los Creyentes! Yo, en su nombre, deseo que os divirtáis. Que a nadie le falte de nada. Esta cacería ha sido un obsequio a vuestras personas por lo que sois y lo que representáis. Que esta fiesta acerque nuestros corazones. ¡Gozad con ella!
Se sirvieron los platos: enormes pasteles de hojaldre rellenos de carne de paloma, suculentas tajadas de carne de las piezas de caza, pájaros ensartados en broquetas pasadas por las brasas, marmitas con humeantes, aromáticos y especiados estofados, frutas, dulces y guirlache.
Los visitantes disfrutaban distendidamente de la cena; moviéndose de una mesa a otra para conocerse mejor entre sí, hablando de sus experiencias de caza y recordando los mejores momentos de la jornada. Hasta la mesa de Abuámir y Qut se acercaron dos navarros trayéndose una de las jarras llenas de vino.
—Así que tú eres quien ha salvado esta mañana a don Julio —dijo uno de ellos—. Acaban de contarnos hace un momento cómo sucedió. Es compañero nuestro. Te agradecemos lo que hiciste por él.
—Vuestro amigo tuvo suerte —respondió Abuámir—. Por un momento creí que había salido mal parado; pero, según me han dicho, se encuentra bien. ¿No es así?
—Sí —contestó el navarro—. Al final todo quedó en una herida en la cabeza, algunos cortes y los golpes de la caída. Está demasiado gordo para defenderse con agilidad de la embestida de un jabalí como el que mataste esta mañana. Si no hubiera sido por ti, no sabemos qué habría pasado. Por eso queremos brindar contigo. Es lo menos que podemos hacer.
El navarro llenó las copas, se volvió hacia toda la concurrencia y gritó a voz en cuello:
—¡Amigos, un momento de atención! ¡Amigos, silencio!
La música cesó, y los invitados callaron, fijando la atención en el que los reclamaba por un momento. El navarro prosiguió:
—¡Amigos, perdonad que os interrumpa! A todos nos ha traído aquí el noble arte de la caza. Esta fiesta que tan gentilmente nos ha brindado el príncipe al-Moguira es para que celebremos unidos los lances de la jornada. Nosotros estamos llenos de agradecimiento a su magnanimidad y a la gran generosidad del Príncipe de los Creyentes a quien representa, pues gracias a esta reunión podemos conocernos mejor y compartir lo que nos ha deparado este día maravilloso. Por eso, es justo que recordemos aquí un acontecimiento singular acaecido en este día memorable. Aquí tenéis al señor Abuámir, noble y valiente, que no dudó en arriesgar la propia vida para salir en defensa del conde don Julio, al que amenazaba un enorme jabalí herido. Todos habéis visto el tamaño de la bestia y la entidad de sus defensas, con las cuales hirió a nuestro compañero y al propio Abuámir. Por ello, propongo que brindemos por él, por su arrojo y valor, y por el feliz desenlace del trance del ilustre don Julio.
Los presentes, enardecidos por el discurso del navarro, alzaron sus copas en dirección a Abuámir y prorrumpieron en vítores. Luego, algunos se acercaron para felicitarle directamente o para interesarse por su herida. En un momento, Abuámir se vio rodeado por efusivos comensales deseosos de conocerle. La fiesta prosiguió con las animadas conversaciones repletas de anécdotas de cazadores, encendidas por el vino y la música, hasta que el ambiente empezó a languidecer cuando el cansancio de la dura jornada en el monte afloró con lo avanzado de la noche.
Entonces se acercó hasta Abuámir un discreto criado del príncipe y le habló con sigilo al oído:
—Mi señor al-Moguira desea que te acerques.
Abuámir miró hacia donde estaba el príncipe. Tanto al-Moguira como los eunucos Chawdar y al-Nizami mantenían los ojos fijos en él, como aguardando a que obedeciera de inmediato. Se disculpó ante los que compartían su mesa, que charlaban animadamente, y se dirigió hacia allí. Muchos de los convidados dormitaban ya, rendidos por el vino, o mostraban signos de embriaguez. Abuámir pasó entre unos y otros.
Al llegar al fondo de la tienda, donde estaba el príncipe, hizo una moderada postración, le tomó las manos y se las besó. Luego alzó la vista y buscó los ojos de al-Moguira, quien, si bien le sostuvo la mirada momentáneamente, se turbó después de un modo visible.
—¡Vaya, vaya! —salió al paso Chawdar, con ironía—. ¿Qué es lo próximo que harás para que no deje de hablarse de ti en Córdoba?
Abuámir sonrió ampliamente, el tiempo necesario para pensar su respuesta. Luego dijo:
—Nadie puede prever que un jabalí y un rumí de más de dos quintales cada uno van a cruzarse en el mismo camino… Alá quiso que yo estuviera entre ambos.
A al-Moguira se le escapó una risita que trató de dominar.
—¡Tan ingenioso como arrogante! —observó al-Nizami—. Será esa manera de ser tuya lo que tiene cautivada a la gente.
—¡Bueno, bueno, ya está bien! —interrumpió el príncipe la discusión, dándose sonoras palmadas sobre el muslo—. ¡No vais a acosar a mi invitado en mi presencia!
—Pero, amo, ¿vas a consentir esta desfachatez? —replicó Chawdar, contrariado.
—¡He dicho «basta»! —exclamó el príncipe con gesto de enojo—. Y ahora, ¡fuera de aquí! —les dijo a los eunucos—. Ya no tenéis edad para estar a estas horas en una fiesta; debéis descansar. Dejadme a solas con el invitado. Ya sabré yo lo que tengo que decirle.
Los eunucos torcieron los morros, hicieron la reverencia sin decir nada más y se retiraron de la tienda.
Entonces al-Moguira se arrellanó sobre los almohadones y suspiró fingiendo alivio.
—¡Uf! Se ponen a veces insoportables —dijo—. A medida que van haciéndose viejos lo quieren tener todo controlado. ¡Bueno, qué te voy a contar a ti! ¿Crees que no sé todo lo que te han hecho pasar con el asunto de la favorita de mi hermano?
Abuámir permaneció en silencio. No consideró oportuno dejarse llevar poniéndose a murmurar en perjuicio de los que eran los hombres más importantes del palacio, y mucho menos delante del príncipe al que habían cuidado desde niño; de modo que optó por hacer un ambiguo gesto con los hombros, como si la cosa no fuera con él.
Al-Moguira dejó entonces el tema y llenó una copa de vino que acercó a Abuámir.
—Dicen por ahí que entiendes mucho de poesía —le dijo con gesto malicioso.
—¿Yo? —respondió extrañado Abuámir—. ¿De poesía?
—¡Vamos! No te hagas el tonto. Preparaste una fiesta para mi primo Ben-Hodair.
—¡Ah, te refieres a aquello! Bueno, yo sólo tuve la idea de montar aquel espectáculo. Pero la poesía la puso el Loco.
—Entonces, algo sabrás —insistió el príncipe—. A mí la poesía me encanta. ¿Conoces algún verso adecuado para este momento?
Abuámir no quiso contrariar a al-Moguira en aquel primer encuentro. Buscó en su mente, pero no acudía nada que le pareciera adecuado. Apuró la copa hasta el fondo. Por fin dio con algo. Hizo un gran esfuerzo y endulzo la voz cuanto pudo:
No olvidaré la rosa
mientras su espina esté clavada en mi mano.
No olvidaré tu cuerpo
mientras el deseo punce mi alma.
Y este recuerdo me mata;
porque abrazo el aire, buscando tu cintura,
y voy detrás de la brisa,
por si llevara el olor de tu pelo.
El príncipe cerró los ojos y se recostó en el almohadón con un expresivo gesto de embelesamiento.
—¡Ah, es maravilloso! —exclamó—. ¡Exquisito!
Abuámir empezaba a sentirse molesto. Temió tener que pasar el resto de la velada recitándole a al-Moguira. Por otra parte, la afectación y el aspecto del príncipe le ponían nervioso. Pensó en la manera de librarse de aquella situación. Se removió en su asiento y, con tono quejumbroso, dijo:
—Y ahora, señor, si me lo permites, quisiera retirarme. Me está doliendo la herida que me hizo el jabalí y me encuentro muy fatigado. Me encanta estar contigo, pero quisiera continuar esta maravillosa conversación en un momento más favorable.
—¡Oh, naturalmente! —exclamó el príncipe, saliendo de su éxtasis—. Lo comprendo. ¡Pobrecillo! No había reparado en tu herida. Qué lástima; con lo bien que estábamos… Pero no quiero yo que sientas dolor por mi causa. Cuando te recuperes ven a verme ¿Me lo prometes?
—Claro, señor. Ya sabes dónde encontrarme. Puedes llamarme cuando lo desees.
El príncipe le hizo un guiño de complicidad, y Abuámir terminó de incomodarse. No obstante, sonrió exteriormente, se postró e hizo ademán de levantarse. En ese momento, al-Moguira le cogió la mano y la sujetó durante un momento que a él le pareció una eternidad. Pero finalmente le soltó y pudo retirarse.
—Ya sabes —insistió al-Moguira—; te espero. No te olvides.
Abuámir se dio cuenta de que quedaban pocos invitados en la fiesta, y los que no se habían marchado estaban ya derrotados por la bebida. Se dirigió hacia donde se hallaba Qut y tiró de él. Su amigo anduvo vacilante con sus cortas piernecillas en dirección a la salida, detrás de los pasos decididos de Abuámir.
Salieron al fresco exterior. Estaba amaneciendo y una suave luz de madrugada bañaba las blancas flores de las jaras que brillaban por el rocío. Un ave emitía un pausado y matutino canto.
Una vez en la tienda, Qut le preguntó con sorna a Abuámir:
—¿Cómo te ha ido con la princesita?
—¡Bah! Ha sido horrible. Me ha hecho recitar poesías; como si yo fuera un maldito poeta cortesano. ¡Qué asco!
—¡Ja, ja, ja…! —rió Qut—. Ya sabes lo que se dice por ahí del príncipe al-Moguira: que ha heredado todas las debilidades de su padre al-Nasir, pero nada de su temperamento y su fuerza. ¡Ándate con cuidado! —le advirtió, divertido—. Lo único que te falta ya es que te pretenda un príncipe.
Helling, año 970
Helling no era otra cosa que una robusta fortaleza rodeada de un apretado caserío; a Asbag le pareció primitivo e insignificante para albergar en su seno la corte del rey de los daneses. En los exteriores del burgo se habían asentado caballeros normandos llegados de todos los rincones del reino, hombres rudos del interior de la península, isleños y escandinavos casi albinos que habían acudido con sus mujeres y sus hijos, aliados de Danesland de Bretaña y toda una suerte de príncipes secundarios y señores de pequeños dominios afiliados al reino de Dinamarca, que tenía su sede en el lugar de residencia del rey Harald. El campamento se extendía como una amplia exhibición de poderío guerrero que impresionaba en el horizonte.
La comitiva del arzobispo Adaltag se detuvo para contemplar el panorama desde lejos. Se veía el castillo de Harald, que sobresalía de las apiñadas casas, con una gran torre en el medio y varios niveles de murallas; y el extenso valle poblado de barracas, tiendas de campaña y humeantes hogueras. En una amplia extensión pacían los caballos y los rebaños de bueyes, ovejas y cabras.
—Bien —comentó Adaltag—, veo que han acudido multitud de súbditos a la llamada. Ahora sólo falta que Dios mueva sus corazones hacia la fe y sepan seguir a su rey en este paso tan importante.
—¿Queréis decir que muchos de esos caballeros aún no son cristianos? —le preguntó Asbag.
—La mayoría no lo son —respondió el arzobispo con visible inquietud—. Calculo que solamente la décima parte de los que componen ese inmenso campamento han sido bautizados.
—¿Y aceptarán la consagración del reino sin rebelarse? ¿Consentirán en abandonar sus viejos ídolos?
Adaltag se santiguó y puso cara de gran preocupación.
—Eso es lo que no podemos saber —respondió—. Sólo Dios lo sabe todo.
La comitiva llegó hasta las primeras tiendas. Delante iba el conde Brendam sobre su caballo acorazado, sosteniendo el estandarte de seda blanca que tenía bordada en el centro una gran cruz de color escarlata. Detrás de él iban otros dos caballeros, también con brillantes corazas y grandes escudos decorados con los símbolos del emperador. En el medio de la fila, el arzobispo y Asbag, flanqueados por sacerdotes sajones y monjes de obscuro hábito. Detrás, toda una fila de caballeros germanos con largas lanzas y espléndidos penachos en los cascos.
Al verlos llegar, se precipitaron hacia el borde de la carretera tropeles de muchachos, hoscos vikingos y mujeronas. Miraban con asombro el paso del arzobispo y su séquito, pero nadie decía nada; no había gestos jubilosos ni cantos de bienvenida.
Adaltag iba impartiendo bendiciones, pero nadie se santiguaba ni hacía reverencias a su paso.
—Dudo mucho que sepan lo que es un arzobispo —observó.
Más cerca del burgo estaban instalados los campamentos de los caballeros normandos. Su aspecto era diferente del de los guerreros que acampaban en el extrarradio: sus cascos eran cónicos, sin cuernos, y sus ropas estaban mejor tejidas; algunos llevaban buenas armaduras y jubones de estilo sajón, ceñidos y con aberturas a los lados para facilitar la subida al caballo. Pero su recibimiento fue también frío e indiferente.
A las puertas de la ciudad, sobre un alto, se elevaban las enormes piedras rúnicas con las representaciones de los dioses nórdicos. El arzobispo, al verlas, hizo la señal de la cruz y exclamó: