El mozárabe (57 page)

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Authors: Jesús Sánchez Adalid

BOOK: El mozárabe
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—Bueno, tal y como me imaginaba, mañana mismo nos pondremos en camino. El emperador tiene la intención de permanecer definitivamente en Roma. Pero antes hemos de entrevistarnos con Luitprando en Cremona.

Al día siguiente emprendieron el camino de Roma, regresando a Colonia para seguir la ruta que discurría por Maguncia, Estrasburgo, Basilea, Lausana y Milán. Fue un largo viaje, con una primera etapa a lo largo del Rhin, que transcurrió durante la primera quincena de julio, para continuar durante el resto del mes hasta finalizar en Cremona a orillas del Po. Incorporado a la comitiva de clérigos que formaban parte del séquito del emperador, Asbag visitó las importantes ciudades que encontraron en su camino; conoció catedrales, monasterios; a famosos hombres de letras, dignatarios eclesiásticos y nobles que salían a recibir a Otón el Grande en cuanto tenían noticias de su llegada a sus dominios. Era una tierra de ciudades, de fortalezas que reunían una abigarrada población concentrada dentro de las murallas para encontrarse a salvo de la confusa e intempestiva vida de los campos y los bosques. Habían pasado de las manos de los reyes a las de los duques y a los condes; pero, a pesar de ser antiguas y ocupar espacios reducidos, seguían llamándose reinos. Por lo demás, había castillos, aldeas fortificadas y, en todos sitios, un temor secular al paso de los caballeros que suponían la ruina de los lugareños.

Las huestes estaban formadas por el gran ejército de los guerreros y por el segundo ejército que lo servía, formado por armeros, ingenieros, carpinteros, constructores de riendas, mozos de cuadra, las mujeres y los niños de todos ellos y los esclavos. Y les seguía una masa de aprovechados que no sabían vivir de otra manera que no fuera ir detrás de las tropas: tratantes de caballos, vendedores, músicos, prostitutas, rufianes y todo género de buscavidas. En cuanto a los grandes nobles, vivían como pequeños reyes; poseían su propia corte, que los seguía en caravanas, con criados, palafreneros, escuderos y nobles secundarios; pero el emperador no podía renunciar a tal plétora de acompañantes, puesto que a ella debía la grandeza y la solidez del imperio. Como había sucedido en otras ciudades, los nobles de Cremona salieron a recibirles a las puertas de la ciudad, al frente de una gran comitiva formada por monjes, clérigos y caballeros. El emperador se alojó allí solamente una noche, en la que tuvo tiempo suficiente para entrevistarse con Luitprando. Al día siguiente, la gran horda se levantó temprano al toque de la trompeta y continuó su avance hacia Roma.

Sin embargo, Asbag y el arzobispo de Colonia se quedaron, para calibrar su propio encuentro ese mismo día con el famoso prelado.

Luitprando de Cremona era uno de los clérigos más importantes de la corte del emperador. Otón I, rey de Alemania, había querido heredar el plan carolingio, tras hacerse coronar en Aquisgrán. Se había apoyado en una Iglesia imperial de obispos que al mismo tiempo eran funcionarios públicos y que sabían combinar las necesidades políticas y administrativas con las de una religiosidad vivida de forma más responsable. Luitprando se había unido a este sistema y logró vivir una serie de experiencias diplomáticas brillantes: permaneció en la corte como consejero y fue enviado a Constantinopla como embajador ante el basileus Nicéforo Focas. Después había sido promovido a la sede episcopal de Cremona. Estuvo presente en la coronación de su protector y presenció la elección de Juan XIII. Era pues un testigo de lujo de cuanto había sucedido en los últimos treinta años, además de ser uno de los hombres más sabios de Occidente.

Cuando al fin recibió a Asbag era casi mediodía. Ya hacía un largo rato que los últimos componentes de la gran hueste del emperador habían desaparecido en el horizonte, por la carretera que conducía a Roma por Parma. El arzobispo de Colonia, después de entrevistarse con Luitprando, le había rogado que aguardase a que el prelado pudiera atenderle, puesto que había un buen número de dignatarios eclesiásticos que querían entrevistarse con él.

Después el arzobispo se había marchado, alegando que debía continuar su viaje hasta Roma para tratar asuntos importantes con el Papa. Asbag no comprendía nada de lo que estaba sucediendo, mientras esperaba en una salita contigua al despacho principal del palacio del obispo. Confiaba en que el propio Luitprando pudiera decirle qué era lo que tenía que hacer para embarcarse próximamente hacia Alándalus. Y lo único evidente era la febril actividad que se desarrollaba en las oficinas secundarias, donde entraban y salían clérigos cargados de volúmenes.

El monje que avisaba de los turnos de entrada voceó desde la puerta.

—¡Señor obispo de Córdoba!

Asbag entró en el despacho. Luitprando estaba de espaldas, de pie, dictando una crónica a un joven escribiente, que levantó la cabeza del escritorio e hizo una seña a su obispo al advertir la presencia del recién llegado. Luitprando se volvió. Durante un momento estuvo mirando a Asbag de arriba abajo.

Asbag a su vez se fijó en la cara que lo escrutaba. Luitprando estaba flaco, consumido, tenía la frente arrugada, los ojos hundidos, pero profundos y con un iris gris. Debió de haber sido un hombre alto, pero ahora estaba encorvado y tenía el hombro izquierdo ligeramente caído, de manera que un brazo le resultaba más largo que el otro. Con menos de setenta años, su aspecto era el de un verdadero anciano, acentuado por un ligero tic que le hacía mover la cabeza hacia el lado de su inclinación.

—Adelante —dijo—. Pasa…

Despidió al joven escribiente y ambos obispos se quedaron solos en el despacho. Luitprando seguía contemplante a Asbag como asombrado.

—Así que eres el obispo de Córdoba. ¡Qué barbaridad! —exclamó—. ¡El mundo es insignificante! Te secuestraron los daneses y has venido a parar aquí.

—Ya lo ves —respondió Asbag—. Dios lo ha querido así.

—Sí, sí, ya veo… ¡Dios es maravilloso! Pero ven, sentémonos y charlemos con calma; tengo muchas cosas que preguntarte.

Ambos obispos se sentaron frente a una ventana y hablaron durante un largo rato. Más tarde les anunciaron que la comida estaba servida, y la charla continuó mientras almorzaban en el comedor. Parecía que la curiosidad de Luitprando no tenía fin. Quiso saber acerca de Córdoba, del califato, de los reinos de África. También preguntó por su amigo Recemundo, del que, una vez terminada la comida, le mostró varias cartas. Y la conversación se prolongó durante toda la tarde. Hablaron de literatura, de los autores religiosos y profanos, de los antiguos griegos, de los astrónomos árabes, de los poetas persas… Atardecía y paseaban por el amplio jardín del palacio, entre los verdes emparrados, aspirando el aroma que exhalaban con el calor los setos repletos de flores de lavanda.

Capítulo 58

Córdoba, año 970

Abuámir se ausentó de Córdoba durante un par de semanas. En realidad, hacía ya tiempo que tenía que ir a Sevilla para hacerse cargo de algunos asuntos. El engorroso suceso con el príncipe al-Moguira precipitó su decisión de partir. Durante el viaje rezó preocupado, rogando que el príncipe no se hubiera sentido desairado hasta el punto de contarle a sus eunucos de confianza lo que pasó aquella noche en el jardín del Loco. Si Chawdar y al-Nizami se enteraban, tendrían una afrenta más que añadir a su lista de motivos para quitarle de en medio.

Se sintió angustiosamente atrapado por la situación. Era como si hubiera sabido siempre que las cosas terminarían complicándose y, finalmente, todo se hubiera precipitado sobre él sin poder remediarlo. Primero el traslado de la sayida a los alcázares, algo que no habían podido aceptar nunca. Más tarde, el atrevimiento de presentarse en Zahra a espaldas de los mayordomos, con Subh y los príncipes, con la complacencia del propio califa. Después el asunto del palacete de plata y el desplazamiento de la sayida a la
munya
de Al-Ruh. Él día de la cacería, al-Moguira los había humillado expulsándolos de la tienda para quedarse a solas con él. Y, para colmo, si había sido zarandeado y ultrajado en el jardín del Loco, ¿cómo hacerles comprender que se debía al capricho y a la imprudencia del príncipe? Jamás serían capaces de verlo de esa manera. Como siempre, veían en Abuámir al único culpable.

Esta vez tuvo auténtico pavor. Temía el momento de tener que regresar para enfrentarse cara a cara con la situación. Llegó incluso a pensar en aprovechar aquel distanciamiento de la capital para ponerse en fuga y marcharse lejos, a Mauritania, a Egipto o a Persia.

Pero algo le retenía: su manía de jugársela una vez más ante la posibilidad de conservar sus cargos, su posición y el delicioso calor del amor de Subh.

Así, derrotado, confuso y aturdido se presentó en Sevilla. Durante varias noches no pudo dormir. Se levantaba y se tiraba de bruces en la alfombra para suplicarle a Dios que todo pasara sin más. Unas veces le venía una especie de claridad que disipaba sus temores; pero otras una maraña de obscuridad le nublaba la mente y no le dejaba ver otra cosa que los funestos augurios de lo que podía estar aguardándole.

No faltó a ni una sola de las oraciones de la mezquita. Como uno más, sin protocolo alguno, se mezclaba con los fieles y aguardaba hasta el final, humildemente vestido y codo con codo con campesinos, artesanos, malolientes curtidores y pastores de cabras. El imán Guiafar estaba verdaderamente admirado, porque no sabía lo que pasaba por la mente del joven cadí y suponía que se había obrado en él una conversión fulminante y definitiva. «Éste es el juez que la ciudad necesita», pensaba el anciano, henchido de satisfacción, mientras recitaba las suras del Corán.

Pero a los pocos días se presentó en el palacio una fatídica comisión reclamando a Abuámir. Se trataba nada menos que del antipático cadí de Córdoba, Ben as-Salim, con el prefecto de policía, varios oficiales de Zahra y el secretario personal del gran visir.

Abuámir los vio entrar, mientras paseaba por entre los arcos de la galería que había en el piso superior y que daba al patio principal. Su primer impulso fue correr hacia la ventana de su aposento y saltar a los tejados para buscar la manera de escaparse, pero una especie de invisible y pesada losa cayó sobre él dejándole paralizado.

—¡Que salga el cadí Mohámed Abuámir! —oyó decir, con tono áspero, a alguno de los recién llegados.

—¡Enseguida bajo! —contestó él desde arriba con fingida tranquilidad.

Pusieron inmediato rumbo a Córdoba, sin decirle una palabra una vez que le hubieron leído la orden escrita por al-Mosafi requiriéndole en la Ceca. El camino fue un infierno para él. El calor apretaba y sus dudas, temores y angustias le ardían por dentro.

Entraron en la ciudad y se dirigieron a buen paso hacia la casa de la moneda. Nadie decía nada por el camino. Pero no hacía falta. Cuando llegaron a la puerta de la Ceca, Abuámir vio las literas de los chambelanes y se lo imaginó todo.

En el patio interior de la Ceca había un gran desorden. Los obreros permanecían atemorizados, viendo cómo la guardia del cadí revolvía los estantes y las alacenas para sacar las planchas, las herramientas y los utensilios que eran arrojados sin cuidado al enlosado. En el despacho de Abuámir, Chawdar y al-Nizami revisaban junto con el gran visir los cuadernos de notas y los pliegos de cuentas. El suelo estaba tapizado de papeles arrojados desde los cajones y las arcas permanecían abiertas.

—¡Vaya, aquí está nuestro hombre! —exclamó Chawdar al ver entrar a Abuámir.

—A ver ahora cómo explicas todo esto —le dijo al-Nizami, que revisaba un cuaderno sentado frente a su mesa.

Los rostros de los eunucos delataban su interna satisfacción. Era como si le dijeran con los ojos: «Al fin te hemos pillado». Llevarían allí horas, tal vez días, repasando las cuentas, hurgando en la amplísima relación de pesos y medidas que tenía que coincidir necesariamente con el número de monedas acuñadas. Habían solicitado además los servicios de dos contables de Zahra: los jefes de la oficina real de recaudación de tributos, que permanecían sentados en el suelo revisando con minuciosidad los estados de cuentas de la tesorería y la Ceca.

Abuámir buscó la mirada de su ayudante, Benzaqueo, que estaba lívido, relegado a un rincón del despacho. El judío alzó los ojos y encogió ligeramente los hombros, como queriendo ocultar su cabeza dentro de su cuerpo. Con aquel gesto se lo dijo todo. Muchas veces había advertido a Abuámir que no bastaba con que la relación de cuentas fuera fiel a la realidad de lo acuñado; era necesario además no tocar el fondo compuesto por las sacas de monedas nuevas almacenadas ni los lingotes de oro y plata de la tesorería.

Nadie podía entrar en la Ceca, era cosa sabida; pero tampoco había que confiarse, sobre todo conociendo a los fatas. Ahora sus temores se habían hecho realidad.

Los contables de Zahra concluyeron su intervención de cuentas. Tomaron sus últimas notas y se dispusieron a confeccionar la relación de conclusiones. Uno de ellos se acercó discretamente a al-Mosafi y le habló al oído. El gran visir se volvió hacia Abuámir.

—Si no te importa, ¿puedes aguardar en el patio? —le pidió.

Abuámir salió. Su mente era un hervidero de confusión, y la espera se le hizo una eternidad. La situación no tenía salida posible: se había arriesgado demasiado; había distribuido los fondos en una serie de préstamos destinados a ganarse a los hombres influyentes de Córdoba y Sevilla. Ahora ese oro y esa plata estaban repartidos entre más de treinta familias.

¿Cómo recuperarlo? Imposible. Daba vueltas en su cabeza a la situación. Necesitaba ganar tiempo. Debía encontrar una coartada para que le dieran la oportunidad de hallar la solución.

—¡Vamos, puedes entrar! —le llamó el cadí.

Los dos contables, los eunucos, el gran visir, el cadí y el prefecto de la policía estaban allí, frente a él, alineados esperando su respuesta. Sus caras revelaban la pregunta: «¿Qué puedes decirnos ahora?».

El gran visir hizo una señal a uno de los contables, quien, con la vista en un pliego de notas, dijo:

—Las cuentas están en orden. El número de monedas acuñadas concuerda con las salidas y con las entradas en el tesoro real. En Zahra se han recibido exactamente las cantidades que aparecen en los registros de tus libros. Pero… —El contable miró hacia al-Mosafi, y éste le instó a continuar con un gesto de la mano—. Pero es necesario cotejar las entradas de la oficina de contribuciones con los fondos de la Ceca y, naturalmente, los fondos acuñados en las últimas siete semanas. Lo cual asciende a una suma considerable que aparece en tu contabilidad.

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