Authors: Jesús Sánchez Adalid
—Tú, Hami, aguarda aquí.
Entraron y se fueron directamente a los divanes que estaban a un lado, en el lugar que Abuámir solía ocupar. El encargado estuvo encantado de verle por allí después de tanto tiempo y se deshizo en reverencias y cumplidos.
Al momento apareció Qut y vino a sentarse con naturalidad a la mesa de su amigo. Momentáneamente no advirtió que quien estaba con Abuámir era el príncipe, pero pronto adivinó lo que estaba pasando e hizo ademán de disculparse.
—¡Oh, no! —dijo el príncipe—. Quédate con nosotros. Vosotros haced como siempre; como si fuera un día cualquiera.
Comieron y bebieron, como solían hacer en aquel sitio. Y soportaron pacientemente la inagotable palabrería de al-Moguira.
No obstante, por fin, se hizo el silencio; porque subió el Loco a la tarima. El laúd sonó templado y la voz del poeta voló por su jardín:
Rumor de golondrinas
¿que me traes de madrugada?
Los sueños de la que aún duerme
abandonan fugaces su almohada.
Vuelan por su ventana;
dejan la alcoba y escapan
hasta encontrarse conmigo
y rozar con sus alas mi alma.
Palabras de golondrinas,
algarabías aladas.
Nadie podrá traducirlas;
sólo el amor desvelarlas.
El príncipe miró con ojos tiernos a Abuámir, y éste, a su vez, adivinó de reojo la suspicacia de Qut. Para romper con la situación dijo:
—¡Bueno, más vino! ¡No nos pongamos melancólicos!
Llenó las copas y los tres bebieron. Después, al-Moguira dijo:
—¿Por qué no? La melancolía es maravillosa. Si no fuera por ella no habría poesía.
Dicho esto, prosiguió su incesante parloteo, manoteando y gesticulando.
Abuámir decidió entonces lanzarse a la carga y pensó que el mejor contraataque era tumbar al príncipe con la bebida para evitar que se alargase en exceso una velada que se presentaba insoportable. Qut adivinó el juego, y ambos se turnaban proponiendo brindis sin darse respiro. Sin embargo al-Moguira, lejos de adormilarse, parecía animarse por momentos, aunque en su rostro aparecían ya claros síntomas de embriaguez.
El Loco recitó su último poema, y les llegó su turno a las bailarinas del vientre, que salieron al medio del jardín evolucionando frenéticamente al ritmo de la música mauritana. El príncipe, al verlas, abrió unos ojos como platos y se levantó súbitamente de su asiento.
—¡Danza! —exclamó—. ¡Me encanta!
Y salió corriendo hacia la explanada ante el estupor de Abuámir y Qut.
—¡Por Alá! ¡Ese hombre está loco! —exclamó Qut—. No sabe dónde se mete.
Sin salir de su asombro, vieron que al-Moguira empezó a contonearse como una más entre las bailarinas, mientras los espectadores acudían con morbosidad para ver de cerca el inusitado espectáculo.
—¡Rápido! Hay que hacer algo —apremió Abuámir, lleno de preocupación—. Vayamos antes de que la cosa se complique.
Se acercaron abriéndose paso entre la gente; pero cuando llegaron al borde de la tarima, ya se habían subido unos cuantos forasteros que rodeaban al príncipe seducidos por su aspecto extravagante y exótico.
—¡Lo que me temía! —se lamentó Abuámir—. Lo han confundido con un mozo y creen que forma parte del espectáculo.
—¡Aguarda aquí! —le dijo Qut—. Me acercaré y lo traeré como pueda.
Abuámir le vio subirse a la tarima y avanzar a empujones hasta al-Moguira; luego bailoteó torpemente, para disimular, entre los demás que rodeaban al príncipe y que ya incluso le echaban el brazo por encima o le besuqueaban. Qut le tomó de la mano y tiró de él. Pero un grueso y alto hombre vestido con una túnica verde se dio cuenta y le detuvo gritando:
—¡Eh, tú! ¿Adonde vas con el muchacho?
Qut hizo caso omiso y trató de nuevo de sacar de allí al príncipe; pero el de la túnica verde le dio un fuerte empujón, haciéndolo caer rodando de la tarima. El grueso hombre se apoderó entonces del príncipe como si fuera algo suyo. Varios de los espectadores se abalanzaron también para disputarse al danzarín y se produjo un forcejeo entre ellos. Al-Moguira se empezó a sentir agobiado e intentó huir, pero numerosas manos hicieron presa en él.
Abuámir subió entonces de un salto y propinó un puñetazo al de la túnica verde, que se desplomó sobre los músicos que estaban a un lado. El tumulto fue ya algo inevitable. Unos golpeaban a otros entre los gritos de las bailarinas, el estrépito de las pisadas y las caídas sobre las maderas del entarimado. Algunos rodaban por él suelo y otros se agredían ferozmente con los laúdes o con los candelabros de las mesas.
El Loco y sus criados subieron para poner orden, pero el grupo de forasteros era numeroso y estaban muy bebidos, por lo que la situación se puso muy peligrosa.
A duras penas, Abuámir consiguió sacar de allí al príncipe y corrió tirando de él por entre los árboles del jardín. Y ya creía estar a salvo cuando oyó un estrépito de pasos detrás de él. Se volvió y se encontró con tres de los violentos forasteros que le seguían enfurecidos espada en mano.
Abuámir comprendió que les darían alcance y se detuvo. Él no llevaba espada, pero a un lado había una gran barra de hierro clavada en el suelo para sostener una antorcha; la tomó y se dirigió directamente a sus perseguidores. Hecho una furia, empezó a gritar y a blandir el hierro a uno y otro lado. El primero de los forasteros que llegó hasta él recibió un tremendo golpe en un hombro y se desplomó. Los otros dos se detuvieron. Abuámir hirió a uno en la cabeza, y el otro, atemorizado, se dio a la fuga.
Abuámir agarró de nuevo al príncipe y corrió hacia la salida. Fuera aguardaban el esclavo y Qut, que había conseguido salir por otra puerta.
—¡Hay que escapar de aquí inmediatamente! —rugió Abuámir—. ¡Trae la carreta!
Se subieron los cuatro y el esclavo arreó a los caballos. Pero Qut miró hacia atrás y vio que el peligro no había pasado.
—¡Oh, no! —exclamó—. ¡Nos siguen!
Detrás de ellos, varios jinetes espoleaban a los caballos y ya casi les daban alcance. No obstante, debido a la angostura del puente, no podían rebasarlos.
—¡Hay que llegar a la cabecera del puente! —le gritó Abuámir al esclavo—. ¡Una vez allí, advertiremos a los guardias de la puerta de la muralla!
Los perseguidores llegaron frente a la puerta de Alcántara casi al mismo tiempo que ellos. No se podía entrar, pues era tarde y había que identificarse. Los jinetes echaron pie a tierra y se dispusieron a asaltar la carreta. Abuámir vio al enorme forastero de la túnica verde, con sangre en el rostro y fuera de sí, enarbolando un gran alfanje. Le seguía una docena de fornidos hombres con espadas.
—¡Guardias! —gritó Abuámir—. ¡Abrid al príncipe al-Moguira!
Los agresores vacilaron por un momento.
—¡Guardias! —insistió Abuámir—. ¡Abrid! ¡Soy el tesorero real!
Se oyeron caer las aldabas y la puerta crujió. Los forasteros corrieron hacia sus caballos y montaron maldiciendo. Cuando salieron los guardias, ya iban huyendo por el puente.
—¿Qué sucede? —preguntó el capitán de la puerta.
Abuámir no tuvo más remedio que identificarse.
—Soy el tesorero real y acompaño a su alteza el príncipe al-Moguira —dijo—. Hemos sufrido un percance con unos forasteros.
A pesar de la obscuridad, el capitán los reconoció inmediatamente y se postró temeroso. Después ordenó a sus hombres que persiguieran a los forasteros.
—¡No! —les retuvo Abuámir—. Dejadlo estar. No daréis con ellos. Y, además, es mejor no remover más este asunto. ¡Dejadnos pasar; es muy tarde ya!
La carreta avanzó y cruzó la puerta. Fue bordeando la mezquita mayor y recorrió la amplia y solitaria calle donde fluían las fuentes para las abluciones. Se detuvieron y descendieron para asearse y beber.
—¡Eh, pero qué…! —exclamó de repente Abuámir al ver a Qut a la luz de un farol en la calle—. ¡Estás herido!
Qut presentaba una gran herida en la frente y sangraba profusamente. Todo su cuello y su pecho estaban teñidos de rojo. Entre el esclavo y Abuámir lo estuvieron lavando bajo el chorro y luego lo acostaron en un banco, pues se había mareado.
El príncipe, que estaba mirando la escena atentamente, comentó sonriendo:
—¡Ah, qué maravilla! Esta noche tenía que terminar así. Ha sido como en la poesía: vino primero y sangre después. El vino es como la sangre. ¿No opinas así, querido Abuámir?
Abuámir se volvió hacia él encolerizado. Sin poder reprimirse, le gritó:
—¡Estúpido fantoche! ¿Qué sabes tú de poesía? ¡Cállate de una vez con tus idioteces de concubina mimada!
El semblante de al-Moguira se demudó.
—Pero…, Abuámir, querido… ¿Qué estás diciendo? —balbució.
—¡Que eres un insoportable charlatán! ¡Y que te olvides de mí para siempre!
Dicho esto, Abuámir levantó a Qut del suelo y se lo cargó sobre los hombros. Sin despedirse, puso rumbo hacia su casa, mientras el príncipe y su esclavo los veían alejarse petrificados.
Sajonia, año 970
Finalizados los fastos que el rey Harald había organizado con motivo de su coronación cristiana, Asbag emprendió su viaje de regreso a Córdoba, tras unirse a la comitiva del arzobispo Adaltag.
En el puerto de Hamburgo pudo haberse embarcado hacia Bretaña, para iniciar desde allí el largo recorrido marítimo de la costa occidental, con destino a cualquiera de los puertos de Alándalus. Pero finalmente le sedujo una posibilidad mucho más segura: unirse al conde Brendam y a sus hombres, que, una vez cumplida la misión de custodiar al arzobispo, habían de incorporarse de nuevo a las huestes del emperador en Aquisgrán.
Atravesaron Sajonia y fueron a detenerse en Colonia, donde Asbag debía presentarse al arzobispo para entregarle una carta de Adaltag. La llegada fue de madrugada, pues habían cabalgado durante toda la noche bajo una brillante luna llena.
Por encima del río se levantaba una neblina que ocultaba la ciudad, aunque sobresalían de ella las torres de la catedral como misteriosas formas surgidas de la nada. Cruzaron el puente y se dirigieron directamente al centro del burgo, donde se encontraba el palacio arzobispal.
El arzobispo de Colonia era grueso y de sonrosado rostro. Desenrolló la carta de Adaltag y la leyó con gesto grave. Sin levantar los ojos del escrito, comentó:
—De manera que eres obispo de tierra de sarracenos. ¡Vaya, vaya! ¡Qué interesante!
—Sí, obispo de Córdoba, para servir a Dios —respondió Asbag.
—¡Hummm…! Ahora que lo recuerdo —comentó el arzobispo—; en tiempos conocí a un clérigo de tu país. A un tal… ¿Cómo se llamaba? ¡Ah, sí! ¡Recemundo! Así se llamaba.
—¿Conocisteis a Recemundo? —se sorprendió Asbag.
—Sí. Era embajador del califa de Córdoba en Francfort. Entonces yo era un simple monje que trabajaba al servicio de la cancillería de mi tío, el duque de Metz. ¡Ah, qué culto y sabio era Recemundo!
—Es —se apresuró a responder Asbag—. Vive aún. Yo tuve la suerte de colaborar con él y conocerle en profundidad. Actualmente es obispo de Iliberis, en el sur de Alándalus.
—Entonces, le oirías hablar acerca de Luitprando.
—¡Naturalmente! —asintió Asbag—. En Córdoba copiábamos los libros de Luitprando. El sabio monje fue amigo de Recemundo y le dedicó su
Antapodosis,
obra que se encuentra repartida en varias copias por las bibliotecas más importantes de Alándalus. Es el libro que nos sirve para conocer los advenimientos de los reyes europeos y los papas. Lo conozco muy bien, puesto que lo copié varias veces.
—¡Oh, es sensacional! —se entusiasmó el arzobispo—. Luitprando vive también; actualmente es el obispo de Cremona. ¿Te gustaría conocerle en persona?
—¿Cómo? ¿Es eso posible?
—¡Claro! Dentro de una semana he de emprender viaje hacia Italia con el emperador y he de reunirme en Cremona para concretar con Luitprando algunos asuntos. Si piensas regresar a Alándalus, no encontrarás mejor puerto de embarque que el de Génova, que se halla apenas a un par de jornadas de Cremona. Puedes acompañarme hasta allí; conocer al emperador Otón en persona y al obispo Luitprando, y luego embarcarte. ¿Se te presentará mejor ocasión que ésta?
Asbag dio gracias a Dios. Por fin, las cosas empezaban a enderezarse para él. Contó los años, y resultó que hacía más de quince que Recemundo había regresado de la corte del emperador Otón, cuando él era apenas un joven aprendiz en el taller del obispo de Córdoba. Ahora, esa corte lejana y esa cristiandad, de las que tanto había oído hablar al insigne embajador, iban a hacerse realidad ante sus ojos.
Una semana después, acompañó al arzobispo de Colonia hasta Aquisgrán. La ciudad imperial de Carlomagno estaba erigida alrededor del reconstruido palacio, que englobaba en su recinto rectangular cuarteles, patios, gineceo, hospicio, amplios salones, capilla y la célebre escuela que atraía a clérigos y sabios. Y en una amplia extensión, fuera de las murallas, se encontraba acampado un ejército impresionante; tropas de señores que gobernaban las provincias y los reinos del imperio: parques de caballos, regimientos de peones, carros de bagajes, centinelas bien armados. Toda una ciudad de tiendas, un bosque de banderas y pendones con los colores de las casas más significativas: duque de Aquitania, conde de Chalón, barón de Borgoña, duque de Detmold, arzobispo de Reims, señor de Dijon… El emperador recibió al arzobispo y a Asbag en la intimidad de una acogedora sala de palacio, sin las solemnidades de una recepción oficial. El arzobispo de Colonia era pariente cercano de la emperatriz Adelaida.
Otón el Grande era tal y como Asbag lo imaginaba, a través de las descripciones de Recemundo: fornido, de espesa barba y cabellos grises, velludo, de poderosa y viril voz; con vivos ojos azules y semblante firme, a pesar de sus sesenta años.
El emperador también recordaba perfectamente a Recemundo, el hábil embajador del califa Abderrahmen llegado a su corte hacía casi veinte años. Durante un buen rato conversaron acerca de Alándalus, del califa Alhaquen y de la situación de los reinos cristianos del norte. Después, el arzobispo de Colonia y él hablaron en lengua germana, por lo que Asbag permaneció ajeno, pero en varias ocasiones oyó nombrar a Luitprando, a Roma y al papa Juan XIII, por lo que supuso que se trataba de importantes asuntos de Estado.
Nada más despedirse del emperador, en el amplio pasillo que conducía al patio de armas, el arzobispo le dijo a Asbag: