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Authors: Jesús Sánchez Adalid

El mozárabe (49 page)

BOOK: El mozárabe
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El obispo subía de vez en cuando al campanario para contemplar el espectáculo de una vista tan extraña y tan poco familiar para él. Le asombraba sobre todo la quietud de la cercana ciudad y de los caseríos próximos al estuario, donde las actividades estaban totalmente detenidas y el único movimiento perceptible era el de los hilillos de humo que se alzaban desde todas las chimeneas. Meditó entonces acerca de aquellas gentes y comprendió por qué durante generaciones se habían dedicado a recorrer el mundo con sus embarcaciones asolando cuanto encontraban a su paso. Recordó que cuando era niño alguien le había hablado de los osos, diciéndole que durante el invierno permanecen en sus madrigueras durmiendo, sin necesidad de alimentarse, como si su vida se hubiera interrumpido. Sin embargo, llegada la primavera despertaban con un hambre feroz, y era tal su voracidad que se atrevían incluso a acercarse a los pueblos, y si uno tenía la mala fortuna de topar con una de estas fieras recién salida de su sueño, era devorado sin remedio. No obstante, una vez satisfecho su apetito, los osos eran mansos, inofensivos e incluso amigos de los hombres.

«Estas gentes son como esos animales —concluyó el obispo—; permanecen durante meses retraídos en sus pueblos, aislados y sin posibilidad de salir de ellos, con sus energías contenidas. Pero son hombres, y sus mentes no dejan de funcionar en ese tiempo. Su encierro no es un letargo como el de los lagartos o las serpientes en sus madrigueras. Mientras aguardan al verano, los
machus
sueñan con tierras lejanas, donde los hombres cultivan y cosechan durante todo el año, porque las estaciones son más suaves y les benefician. La envidia llama a la codicia, y ésta a la ira y a la lujuria que los lleva a ensañarse en sus tropelías.»

Meditaba Asbag acerca de estas cosas envuelto en una densa manta de pieles, arriba en el campanario, cuando oyó crujir los peldaños de la escalera de madera. Era el abad, que ascendía fatigosamente.

—¡Ah, hacía tiempo que no subía aquí…! —exclamó resoplando cuando llegó a lo alto—. ¡La vista es hermosa!

Ambos estuvieron contemplando el panorama en silencio durante un rato, hasta que Asbag observó:

—Es casi mediodía y estamos en febrero. En Córdoba, a estas alturas, es preciso buscar la sombra…

—Ciertamente, el sol no sale igualmente para todos —sentenció el abad.

—Sí, y eso hace a los hombres ser diferentes. Con frecuencia me he preguntado qué sucedería si el sol brillara igual para todos. Quiero decir, si no hubiera diferencias entre los hombres del mar y los de tierra adentro, entre los de la montaña y el llano, entre los de la ciudad y el campo… Entre los de piel clara y obscura…

El abad se quedó pensativo durante un rato.

—¡Hummm…! —dijo al cabo—. Pienso que cambiarían poco las cosas. El nombre es hombre siempre, aquí, allí o más allá… ¿O es que no hay diferencias entre los de un mismo lugar? ¿Son iguales y se entienden perfectamente todos los de la montaña entre sí? ¿Y los del llano? ¿Y los de las ciudades…?

—Tienes razón, querido abad Clément. No he planteado acertadamente la cuestión. Quiero decir: ¿qué sucedería si los hombres pudieran ver la vida desde el mismo ángulo?

—¡Ah, eso es otra cosa! —exclamó el abad—. Pero eso, ya sabes, sólo será posible cuando Dios lo sea todo para todos.

—El reino de Dios entre los hombres y su paz gobernando el mundo —dijo Asbag con la mirada perdida en el horizonte—. ¡Cuándo, Señor, será eso!

—Cuando Él quiera —observó el abad—. Pero, mientras tanto, a nosotros nos corresponde anunciarlo, siguiendo el mandato de Nuestro Señor.

—A propósito —dijo el obispo—, hablame acerca de vuestra misión aquí.

—Es muy difícil, creedme, pero supongo que la vuestra en el reino de los moros tampoco debe de ser fácil.

—En efecto, no lo es, pero nuestras comunidades son muy antiguas, mucho más incluso que las de Germania o Francia. Además, los musulmanes están obligados por su religión a respetar a los cristianos y judíos. Aunque no voy a negar que hayamos sufrido persecuciones e incomprensiones. En cambio, vosotros estáis en medio de hombres paganos, idólatras y contumaces. ¿Cómo es que os toleran?

—¡Ay, gracias a la Providencia Divina! Ya os dije que al principio fuimos muy perseguidos. Los vikingos no toleraban a otros dioses que los suyos. Todavía no me explico cómo nuestro fundador, Anscario, se atrevió a aventurarse por estas tierras. Murieron muchos monjes, obstinados en traer a estos pueblos la fe en Jesucristo. ¡No puede saberse cuántos! Ni siquiera los antiguos romanos habían intentado acercar la fe a estos hombres, puesto que estaban aferrados a su idolatría y mataban a quienes pretendieran mostrarles otro camino.

—Entonces, ¿cómo se hizo el milagro?

—Nuestro padre Anscario allanó el terreno, pero fue un obispo impetuoso el que logró acercarse al corazón de los jefes vikingos. Sucedió hace cuarenta años, y yo mismo fui testigo de ello.

—¿Quién era ese obispo? —se interesó Asbag.

—El arzobispo Unni. Ya Anscario había consagrado Nordalbingia, con gran esfuerzo, y se había ganado a gran parte de la nobleza, consiguiendo que cesaran los sacrificios humanos cuando…

—¡Sacrificios…! ¿Sacrificios humanos…? —le interrumpió Asbag horrorizado.

—Sí, obispo Asbag, sacrificios humanos. Algo verdaderamente terrible. Los vikingos han sido siempre aficionados a esa aberración y, desgraciadamente, aún se siguen dando…

—¡Dios mío!

—Y habréis de horrorizaros más si permanecéis aquí, pero… en otra ocasión hablaremos de ello. Bien, como os decía, fue el arzobispo Unni, con el cual yo llegué a estas tierras, quien logró acercarse hasta el mismísimo rey de los vikingos. Por entonces dicho rey era Gorm, que se mostraba muy hostil hacia los cristianos, hasta el punto de hacer perecer a muchos monjes con atroces tormentos. Pero justamente en aquel tiempo, gracias a Dios, el rey Enrique I de Germania consiguió grandes triunfos militares contra los príncipes paganos normandos. Gorm cobró miedo; sobre todo porque el príncipe Chnuba, que gobernaba aquí en Hedeby, se convirtió al cristianismo. Unni lo bautizó en esta iglesia de la abadía, y yo asistí como diácono en la celebración.

—¡Qué interesante! —exclamó Asbag—. Pero ¿se convirtió de corazón?

—Bueno, ya sabéis cómo son estas cosas. Al principio estaba atemorizado, porque las naves del rey germano amenazaban la costa. Posiblemente eso le empujó a decidirse… Pero dejad que os cuente lo que sucedió a continuación. Días después, el arzobispo Unni no lo dudó más y se dirigió directamente a Helling, a la corte de Gorm y, aunque no logró convencerlo, sí se ganó, al menos, la estima de su hijo Harald Blaatand.

—¿Quieres decir que el heredero del trono se convirtió?

—Sí, plenamente, gracias a Dios. Y cuando murió Gorm, accedió al trono. ¡Ah, qué tiempos aquellos! Fue lo más maravilloso que pudo pasarnos. Entonces se fundaron varios monasterios y en Jutlandia se crearon tres obispados: Ribe, Aarhus y esta sede, la de Hedeby. Pudimos recorrer libremente el reino, la tierra interior y las islas, anunciando la fe a los paganos y reconfortando en Cristo a los prisioneros que, como vos, eran traídos desde otros lugares.

—Y el rey, ¿llegó a bautizarse?

—El arzobispo Unni no lo consiguió. El rey era muy pecador y temía no ser capaz de cumplir los mandamientos y condenarse, por lo que demoró cuanto pudo su bautismo. Hasta que, hace dos años, se sintió decaído y enfermo y fue bautizado por el obispo de Ribe.

—Entonces, ¿qué sucedió con el arzobispo Unni?

—Después, aunque era ya viejo, marchó sobre las huellas de Anscario, el gran apóstol, atravesó el Báltico y llegó, no sin dificultades, a Suecia, a la ciudad de Birka, adonde ningún sacerdote cristiano había vuelto desde los tiempos de Rimberto. Allí, el buen arzobispo Unni encontró el final de sus fatigas. Abatido de cansancio y por la enfermedad, murió en otoño del año del Señor 936.

—¿Está allí enterrado ese santo?

—Yo iba con él en el viaje. Enterramos su cuerpo en Birca, pero nos cuidamos de quitarle la cabeza para llevarla a Brema como preciosa reliquia.

—Ciertamente, habéis tenido que luchar mucho —sentenció Asbag—. ¿Cuál es la situación actual?

—Es muy compleja. El rey Harald es cristiano, pero gran parte de la nobleza y el pueblo están descontentos. El viejo espíritu vikingo está siempre deseoso de efectuar expediciones lejanas, saqueos y conquistas, y de llevar consigo el odio contra la fe cristiana, a pesar de las concesiones ya realizadas.

—¿Continúan con sus ritos? —le preguntó el obispo, con gesto grave.

—Naturalmente, y podéis estar seguro de que si no fuera por el rey Harald duraríamos muy poco. Nos respetan porque él nos protege, pero temo el día en que falte.

—¿Y el heredero?

—¡Dios nos libre de él! —exclamó el abad santiguándose—. Es un joven arrogante, pendenciero y violento. Se bautizó obligado por su padre, pero odia a los cristianos. Además, se rodea de los más fieros jefes vikingos.

—Dime una cosa más, abad Clément —le pidió Asbag—. Antes has dicho que esto fue sede episcopal…

—Y lo es —le interrumpió el abad—; fue aprobado por el papa Agapito II el 2 de enero de 948. En la biblioteca tenemos el pergamino con la bula, firmada y sellada.

—¿Por qué no tenéis, pues, obispo?

—Corren tiempos difíciles. El arzobispo de Hamburgo-Brema teme que podrían atentar contra quien él escogiera. Hedeby es una ciudad nacida del comercio y la piratería; una Babilonia donde moran todos los pecados. A los monjes nos toleran de momento, ya os he dicho el porqué; pero un obispo es otra cosa… Cuando llegue el verano tendréis ocasión de comprobar cómo es esta gente.

Capítulo 51

Hedeby, año 968

El sol cobró fuerza en el cielo y comenzó a obrar el milagro. Los hielos se derretían y el agua corría por todas partes. Luego brotó la hierba. Aparecieron pájaros en el aire y los vientos fríos se fueron haciendo más suaves. La primavera vino entonces al corazón de Asbag con la esperanza de poder regresar a Córdoba. Pero todavía faltaba tiempo para que llegara el verano.

Antes de que brotaran las hojas en los árboles, los hombres de Hedeby se lanzaron a los bosques para hacerse con troncos. Comenzó entonces una febril agitación en la ciudad vikinga. Había que reparar los barcos, repasar las velas, revisar las armas y prepararlo todo para la nueva campaña. Salieron también los campesinos a sus labores, los ganados a los frescos pastos y los pescadores a faenar en la ría.

En la abadía habían transcurrido largos meses destinados al estudio y al escritorio; el trabajo había rendido su fruto: los códices estaban preparados para esperar el momento de ser enviados a los otros monasterios del país. Y el abad no podía estar más contento. A la luz de una de las ventanas de la biblioteca, hojeaba cada una de las copias. Asbag, frente a él, sonreía satisfecho.

—¡Sensacional! —dijo el abad, cerrando el último de los volúmenes—. Y todo gracias a vos. Nunca podremos agradeceros todo lo que nos habéis enseñado.

—Bueno —contestó el obispo—, pagasteis una gran suma por mí a los vikingos; de alguna manera habré de compensaros.

—En realidad guardábamos esas monedas para adquirir más libros. Dios ha querido que no se perdiera su destino. Lo único que siento es que pronto empezarán a llegar los comerciantes desde todos los lugares del mundo, y entre ellos Ibrahim al-Tartushi; con lo cual perderemos a tan hábil colaborador.

—He estado muy a gusto entre vosotros —dijo Asbag en tono dulce—, pero debes comprenderme; deseo ardientemente regresar con mi comunidad.

—Sí, os comprendo.

Pocos días después, las nieves y el hielo habían desaparecido por completo. Los días se hicieron más largos. Era como si un paisaje completamente diferente hubiera sustituido de repente al anterior. Los huertos de la abadía se llenaron de brotes verdes y todos los árboles se cubrieron de hojas. Daba gusto mirar los prados salpicados de florecillas de múltiples colores y apreciar el contraste de las montañas que aún permanecían nevadas.

Asbag siguió colaborando con Étienne en el
scriptorium.
Era un monje de unos treinta años, silencioso y reservado, al cual el obispo llegó a apreciar sinceramente. Le enseñó todas las técnicas que conocía y él las asimiló sin reserva, humildemente agradecido. Pero lo que de verdad le encantó al monje fue aprender a hacer papel. Aunque lo poco que pudieron fabricar era de pésima calidad, a todo el mundo le maravilló que con viejos trapos pudieran llegar a fabricar prácticos cuadernos de notas y láminas destinadas a hacer bocetos para pinturas.

Cuando terminaban el trabajo, cada tarde, fray Étienne acompañaba al obispo hasta el puerto, para mirar las embarcaciones nuevas que arribaban con el fin de realizar transacciones comerciales. En los aledaños del embarcadero los vikingos se afanaban poniendo a punto sus naves. La primera vez que Asbag se topó con ellas de frente no pudo evitar un profundo estremecimiento. Los navíos que sembraban el terror en medio mundo estaban allí, con sus proas curvadas y sus mascarones en forma de cabezas monstruosas.

Más adelante se alineaban los barcos de diversas procedencias. Fray Étienne le fue diciendo el origen de cada uno de ellos: Bizancio, Asia, Normandía, Danelaw, Birka, Trus… Ninguno era de Alándalus, ni siquiera del norte de África o de Galicia.

—Esos mares están muy castigados —lo justificó el monje—. Casi nadie se atreve a venir por allí.

—Entonces, ¿por qué éstos se arriesgan? —preguntó Asbag.

—Son viejos conocidos del príncipe que gobierna Hedeby. A la ciudad le interesa que vengan mercaderes. Son «intocables», por decirlo de alguna manera. Pero no perdáis la esperanza; al-Tartushi es uno de ellos. Nadie le impedirá al cordobés arribar a este puerto. ¿Cómo creéis si no que los vikingos podrían vender su botín?

Siguieron caminando por el largo embarcadero hasta que llegaron a las afueras de la ciudad. Asbag no había vuelto allí desde que los monjes lo rescataron en la lonja de los esclavos, de manera que se topó por primera vez desde entonces con la casa de Torak. Los criados estaban en la puerta martilleando unas maderas y su amo se encontraba un poco más alejado, entretenido en pulir sus armas.

—¡Oh, Dios! —exclamó sobresaltado Asbag—. Ése es Torak, el que me aprisionó.

—No temáis —le dijo Étienne—. Con esas ropas de monje y más gordo que la última vez que os vio no puede reconoceros. Además, vos ya no tenéis nada que ver con él. Las normas de la compraventa son sagradas para ellos. Fuera de Jutlandia todo está permitido, pero en el reino las leyes contra el robo y la usurpación son muy duras.

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