Authors: Jesús Sánchez Adalid
Asbag se tranquilizó. En efecto, al pasar frente a él, Torak ni siquiera alzó la cabeza.
Antes de entrar en Hedeby, se detuvieron delante de una descomunal piedra tallada con escenas en relieve.
—¿Qué significa eso? —le preguntó Asbag a Étienne.
—Son sus dioses. Esas figuras labradas en la piedra representan a Thor, el temible dios guerrero, sujetando su martillo. Los paganos creen que los truenos son los golpes que descarga el dios sobre la tierra. Lo temen y por eso lo adoran.
Asbag contemplaba sorprendido aquella piedra. En ella había multitud de símbolos enredados unos en otros, como en un complicado rompecabezas. Se veían extrañas caras y amenazadores ojos circulares, entre trazos y formas sin sentido aparente.
—Los vikingos no tienen un número de dioses definido —prosiguió Étienne—. Por otra parte, son dioses concebidos como hombres de naturaleza superior; mortales e inmersos en la ley de contingencias del destino. Tened en cuenta que los inventaron hombres fieros y de espíritu guerrero. Incluso las diosas, cuyo número es escaso, se muestran ocasionalmente como combatientes.
—¿No tienen un dios supremo, superior a todos los demás?
—Bueno, Wodan u Odín era un espíritu de la tempestad que acabó por convertirse en la divinidad suprema de los nórdicos. Es según ellos el padre de Thor, Balder y Vale. Pero, como los demás, es un dios de la guerra. Ellos creen que puede metamorfosearse según le apetezca, apareciendo bajo cualquier forma: pez, lobo, ave o serpiente. Cuando entra en la lucha, su sola presencia inmoviliza a sus enemigos dejándoles ciegos y sordos.
—¡Dios mío! —exclamó Asbag—. ¡Qué idolatría tan repugnante!
—Sí —añadió Étienne—. Con unos dioses como ésos, ¿qué puede esperarse de estas gentes?
—¿Tienen sacerdotes? —quiso saber el obispo.
—¡Uf! Los
godi
—contestó espantado el monje—. Son una especie de brujos que viven el invierno en la ciudad, pero cuando llega el buen tiempo se internan en los bosques para realizar sus ritos. Constantemente alientan los temores de la población y alteran las mentes con sus sortilegios, amuletos y hechicerías.
—¿Cómo son esos ritos?
—Los hay de todo tipo: sacrifican animales, preparan pócimas, organizan reuniones para adorar a la luna… Pero los más aterradores y diabólicos son aquellos en los que creen invocar a las valquirias. En ellos se emborrachan con cerveza, zumo fermentado de manzanas o hidromiel y corretean con las mentes enajenadas por los bosques en la noche… Incluso… incluso llegan a sacrificar jóvenes a sus ídolos.
—¡Dios santo! —exclamó el obispo haciendo la señal de la cruz con su mano—. No sigas, te lo ruego, estoy horrorizado.
Continuaron su paseo y se adentraron en la ciudad. Reinaba una animación considerable. Había gente comprando y vendiendo en las calles, artesanos, tropeles de muchachos, mujeres charlando en las puertas y ancianos sentados para recibir el último sol de la tarde.
—Me es todo tan extraño… —comentó Asbag.
—¿Cómo es Alándalus? —le preguntó a su vez el monje—. ¿Cómo es la vida entre los sarracenos?
—¡Ah, es tan diferente de esto…! Alándalus, vistas estas tierras, es como una eterna primavera. En Córdoba puede pasearse tranquilamente por las calles hasta en los días crudos de su invierno. Hay días fríos, no voy a negarlo, pero no son como los de aquí, ni mucho menos. Sin embargo, son sus cielos, sus colores y, sobre todo, sus aromas…
La voz de Asbag se quebró y tuvo que interrumpir su descripción.
—Bueno, padre, todos echamos de menos nuestra tierra —le consoló Étienne.
—Sí, hijo, tienes razón. Pero es distinto escoger el dejar tu ciudad como vosotros hacéis por el reino de Dios, lo cual es de admirar, a ser arrancado violentamente y traído lejos.
—Eso es cierto. Pero, por favor, proseguid, ¿cómo es la vida entre moros?
—La vida no es fácil en ningún sitio —suspiró el obispo—. Pero no podemos quejarnos. Aunque vivimos bajo el poder de los mahometanos, los cristianos llamados «mozárabes» o sometidos a los árabes, somos herederos de una Iglesia antigua y consolidada. Tuvimos padres, como san Isidoro de Sevilla, que crearon una sólida tradición. En Córdoba hay iglesias, monasterios, cenobios y ermitas cuyo culto florece cada día.
—Siendo obispo, debéis de tener allí un gran poder, ¿no es cierto?
—Ciertamente, en nuestras comunidades el obispo es alguien relevante. Pero no pienses que sucede como en otros lugares de la cristiandad; en Germania o en Francia, donde los obispos son señores temporales, guerreros con ejércitos, tierras y castillos. No, nada de eso. Los fieles cristianos deben estar gobernados por hombres de paz, independientes de los poderes mundanos.
—Así debería ser —asintió Étienne—. Servidores de Dios y no de los reyes. Pero eso hoy día es muy difícil, puesto que, empezando por el emperador y siguiendo por los reyes, duques y demás, todos los poderosos desean asegurar la unidad en sus dominios. Yo, por ejemplo, vengo de Sajonia, donde nuestro arzobispo Bruno, con sede en Colonia, era hermano del emperador Otón.
—Sí, así están hoy las cosas, pero lo principal es que haya siempre hombres de buena voluntad —aseveró el obispo.
Regresaron a la abadía a la caída de la tarde, poco antes de que se iniciara el rezo de vísperas. Ambos entraron en la capilla y se postraron delante del altar. Durante un rato estuvieron orando en silencio. Después, se acercaron a la sacristía. Allí estaban el abad y el monje que cuidaba los ornamentos litúrgicos.
—Seguidnos, por favor —le pidió el abad al obispo, en tono misterioso.
Asbag los siguió. Delante iba el monje sacristán llevando una palmatoria con su vela. Anduvieron por un estrecho pasillo y descendieron unos cuantos escalones, hasta una cripta fría y húmeda. El sacristán se ocupó de encender un par de lámparas que colgaban de las paredes laterales de la pequeña cámara. En el centro había un ostensorio de oro delicadamente repujado y de filigrana, en cuya parte superior se exhibía un hueso. Todos se arrodillaron.
—Es una reliquia de san Martín de Tours —explicó el abad—. El propio Anscario la trajo desde Reims para fundar esta abadía.
Después de rezar el padrenuestro, el abad se dirigió hacia un gran arcón que había al fondo de la cripta. Lo abrió y extrajo de él varias cosas: una casulla bordada, una mitra y un báculo.
—¿Y esto? —preguntó Asbag.
—Pertenecieron al anterior obispo —respondió el abad—. Llevan aquí más de veinte años sin utilizarse. ¡Vamos, ponéoslos! Podéis hacerlo. Agradeceremos a Dios el final del invierno, vuestra liberación y la conclusión de los trabajos del
scriptorium.
Serán unas vísperas solemnes presididas por un obispo.
Asbag no vio inconveniente alguno en contentar al abad. Se revistió con los ornamentos y todos se dispusieron para la celebración. El obispo ocupó la silla que estaba delante del altar. Uno de los monjes incensó ampliamente al crucifijo y entonaron un salmo. Asbag recibió especialmente en su interior el sentido de la alabanza.
Alabad el nombre del Señor,
alabadlo, siervos del Señor,
que estáis en la casa del Señor,
en los atrios de la casa de nuestro Dios.
Yo sé que el Señor es grande,
nuestro dueño más que todos los dioses.
Él todo lo que quiere lo hace:
en el cielo y en la tierra,
en los mares y en los océanos.
Sevilla, año 969
Abuámir contemplaba Sevilla desde la ventana de su despacho en el palacio de los emires. El edificio era viejo, pero suntuoso y rico en sus ornamentos, por estar edificado a la manera persa, experta en el más exquisito refinamiento en el arte de impresionar a los visitantes. Abderrahmen lo había desechado, como todo lo que perteneció a sus predecesores dependientes de Bagdad, y se había construido una
munya
en las afueras. Pero fue poco amante de Sevilla, o al menos era ése el sentimiento de los sevillanos, que habían visto engrandecerse a su rival Córdoba, mientras que ellos sostenían con sus impuestos una administración desmesurada que en poco o casi nada les había beneficiado. Después de sus campañas militares, el anterior califa se asentó definitivamente en Zahra, que era al fin y al cabo la misma Córdoba. Y Alhaquen era poco aficionado a salir de la proximidad de su biblioteca. Sevilla pasó pues de ser la principal ciudad del emirato a ser gobernada por un cadí que generalmente venía de Córdoba.
Pero sucedió algo últimamente que renovó las ilusiones de los sevillanos. El antiguo palacio de los emires pasó de ser un caserón cerrado y condenado a la ruina a ser rehabilitado. Algo en el centro de Sevilla empezaba a recuperar su antiguo brillo.
Desde que fuera nombrado cadí de Sevilla y Niebla, hacía un año, Abuámir no había dudado ni por un momento que, por incómodo que resultase estar viajando cada cierto tiempo, debía alternar su cargo de tesorero e intendente general en Córdoba con períodos más o menos estables de residencia en la ciudad cuyo gobierno le había sido encomendado.
Todo en Sevilla había marchado mal con el antiguo cadí; el tesoro de la ciudad, el cobro de los impuestos, la administración; y, lo peor de todo, el estado de ánimo de sus ilustres, que empezaban a estar hartos de ser nobleza de segunda clase al lado de la prepotencia de Córdoba. Había malestar, desconcierto y apatía, lo cual había llegado hasta el gran visir al-Mosafi, que había decidido definitivamente dar un golpe de efecto en el cadiazgo. Y había pensado en Abuámir, que empezaba ya a convertirse en el gran enderezador de cuanto de torcido había en el reino. Aquel nombramiento a él le pilló por sorpresa, pero no le hizo ascos porque, aunque suponía dejar Córdoba por temporadas, le concedía dominio y poder directo sobre algo más que los meros bienes y dineros: administradores, funcionarios, militares y toda una nobleza dispuesta a entregarse sin reservas a cualquiera que le hiciera algo de caso.
A Abuámir no le fue difícil convencer al califa de que le permitiera rehabilitar el antiguo palacio de los emires. Alhaquen se encogió de hombros y sencillamente observó: «Pero ¿está todavía en pie?». Tres generaciones completas habían visto cerrado el palacio, día a día, frente a la gran mezquita, cuando acudían a las oraciones. Los más viejos habían contado la vida que aportaba a la ciudad el antiguo edificio de estilo persa: llegada de embajadores de todas las ciudades del reino y de países lejanos, recepciones, fiestas, bodas… Hasta que al-Nasir mandó degollar a la familia de los emires dependientes de Bagdad. Entonces, las mujeres, los eunucos, los mayordomos y los criados se dieron a la fuga. Nadie podía asegurar si el propio califa en persona llegó a poner los pies en el palacio, pero sí que las puertas fueron cerradas y tapiadas, así como las ventanas; y la inmensa arboleda que crecía en su interior se había convertido con los años en un cerrado bosque que se escapaba por encima de los muros. Y luego, como suele suceder en estos casos, corrieron los relatos y los rumores acerca de fantasmas, iblis y demás extrañas presencias que habían venido a aposentarse con los años en las dependencias abandonadas.
El día que Abuámir ordenó derribar las paredes de ladrillos que sellaban las entradas, una multitud de curiosos se concentró frente al palacio para husmear. Pero cuando entró el regimiento de esclavos, albañiles y artesanos que debían restaurarlo, sólo salieron de su interior una manada de gatos y una nube de murciélagos.
A pesar del polvo y las telarañas acumuladas durante años, Abuámir se maravilló cuando se descorrieron los cortinajes ajados y la luz invadió los salones.
Repasar las pinturas vegetales, reparar los azulejos, retocar los estucos y reponer los tapices fue una tarea que emprendieron con gusto los sevillanos, convencidos como estaban de que no puede concebirse una ciudad con encanto sin que la presida un fastuoso palacio.
Las dos, Córdoba y Sevilla, tenían mucho en qué parecerse; ambas estaban junto al Guadalquivir, eran vetustas y nobles, estaban llenas de riquezas; pero qué distintas eran a la vez. Abuámir lo pudo comprobar cuando, reunida toda la nobleza para inaugurar el palacio, se dispuso a divertirse con los sevillanos en el delirio de una fiesta que preparó a conciencia para que les sirviera de primera impresión. Y no tuvo necesidad de exprimirse la imaginación para idear un ambiente y un espectáculo idóneos; ya había experimentado uno que sabía que funcionaba: el que preparó para la fiesta de su amigo el visir Ben-Hodair. No podía concebir nada mejor que aquella deleitosa sucesión de danza, vino y poesía. Mandó traer los mismos decorados, las mismas bailarinas, al Loco y un buen cargamento de vino de Málaga. Al fin y al cabo, él era de la Axarquía, con lo que la temática de la fiesta quedaba justificada.
Como en Córdoba, el espectáculo fue un éxito. Pero en Sevilla la reacción de los convidados fue mucho más efusiva, tal vez porque llevaban años sin que nadie los convocara para el fasto. Los vestidos, las joyas y las espadas en el cinto que pudieron verse aquella noche parecían ser las de un cuento oriental que se hubiera hecho realidad.
Abuámir los recibió sentado en su diván, bajo una lujosa galería sostenida por preciosas columnas de mármol verde. Los nobles sevillanos fueron entrando y se maravillaron al ver el salón de recepciones del palacio, restaurado y brillante por la luz de multitud de lámparas. Lo que durante años había permanecido en el misterio y la leyenda cobraba forma ahora ante sus ojos. Contemplaban de arriba abajo el artesonado y los tapices; a un lado y otro, los divanes, los almohadones y las mesitas donde estaban servidas las nueces, aceitunas, frutas, pastelillos de queso y cañas de azúcar empapados en agua de rosas; mientras, un grupo de músicos y muchachas proporcionaban ambiente al recibimiento con sus canciones. Sin embargo, nadie imaginaba lo que les aguardaba una vez que se hubieran sentado.
El salón se quedó en penumbra y, como aquella vez en casa de Ben-Hodair, apareció el dorado sol, las bailarinas, los vendimiadores y el generoso chorro de vino aromático. Los sevillanos se quedaron estupefactos. Luego vinieron las poesías del Loco, llenas de sentimiento y melancolía, y, finalmente, la música: el rabel, el laúd, la cítara y diversos tipos de flauta, entre panderos y tambores. Sevilla vibró aquella noche.
No obstante, aunque la nobleza estaba loca de contenta, Abuámir sintió por primera vez que se había equivocado. En los círculos religiosos de la ciudad se levantó una feroz polémica en torno a la fiesta.