El monje y el venerable (22 page)

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Authors: Christian Jacq

Tags: #Esoterismo, Histórico, Intriga

BOOK: El monje y el venerable
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—No…

Forgeaud puso la mano en el hombro de su hermano maestro.

—No te preocupes, Dieter. De un venerable como él, no se librarán tan fácilmente.

—Ojalá pudiera creerte, Guy… ojalá.

—Si tú te hundes, los demás también. Sin François, tú eres nuestro punto de equilibrio. Todos sabemos que lo ocurrido no ha hecho mella en ti. Esta «tenida» tendrás que presidirla tú.

—No tengo derecho a hacerlo, Guy. Ni siquiera aquí. Ni siquiera en estas circunstancias.

Forgeaud bajó la cabeza. Dieter Eckart estaba en lo cierto.

—Guy, sabes que François Branier no es un venerable como los demás. He conocido a decenas de ellos: buenos, malos, flojos, fanáticos. Y ninguno se le parecía. Nuestro venerable es un maestro espiritual, hombre. Un tipo de la talla de los viejos abades que construyeron Occidente. Sólo él sabe adónde nos lleva. Yo lo seguiré hasta el final. Como el resto de nosotros. Porque él nos obliga a superarnos, a convertirnos en lo que todavía no éramos.

Guy Forgeaud respiraba las palabras de Dieter Eckart como un aire vivificante. Percibía la verdadera talla del venerable como si oyera hablar de un ser lejano, tan inaccesible y tan cercano a la vez.

—¡Es él —gritó André Spinot—, es él!

El compañero abandonó su puesto de observación y se arrojó a los brazos de Guy Forgeaud.

—En el patio —hipó Spinot, con la voz quebrada por la emoción—, el venerable… con el jefe de las SS… ¡El venerable está vivo! ¡Vivo!

François Branier abrió la puerta de la habitación del comandante. El ayudante de campo esperaba en el pasillo, paseándose de un lado a otro. Miró el reloj. Habían transcurrido cinco minutos.

—Sobrevivirá —anunció—. Reposo absoluto durante unos días y cuidados intensivos.

—Gracias, doctor Branier. ¿Es muy grave?

—Mucho. Habría que hacerle unos reconocimientos exhaustivos.

Helmut parecía confuso. Un ruido de botas resonó en el pasillo. Klaus se dirigió en alemán al ayudante de campo:

—Me han dicho que el comandante está enfermo.

François Branier miró hacia otro lugar. Se suponía que no entendía aquella lengua.

—Sí —respondió el ayudante de campo.

—¿Está en condiciones de ejercer sus funciones?

—Necesita reposo y…

—En ese caso —sentenció el jefe de las SS—, me veo obligado a asumir el mando del campamento hasta nueva orden. Helmut, exijo un parte médico cada seis horas. Ocuparé el despacho del comandante. Espero que me traiga un informe inmediato de la situación.

El ayudante de campo chasqueó los talones e hizo el saludo de las SS. El venerable esperaba, sin mostrar impaciencia.

—Se quedará aquí, doctor Branier —indicó el jefe de las SS, pasándose nuevamente al francés—. A partir de ahora, lo considero el único responsable de su salud.

—Nadie puede hacer lo imposible. Tal vez requiera una operación.

—He solicitado el envío de especialistas. Pero, de momento, la vida del comandante está en sus manos.

En el interior del barracón rojo, los hermanos de la logia «Conocimiento» estaban atónitos. Contemplaban al compañero André Spinot, cuyos ojos reían y lloraban a un tiempo. No daban crédito.

—¿Estás seguro de lo que dices, André? —preguntó Jean Serval—. ¿Era el venerable?

—¡No me cabe ninguna duda! ¡No me equivoco, te lo juro! ¿Os dais cuenta? ¡El venerable, vivo!

El óptico no tenía la costumbre de mostrarse tan efusivo. El aprendiz Jean Serval vibraba en la misma onda, y Dieter Eckart exteriorizaba sus sentimientos.

—Pero eso no es todo —dijo Guy Forgeaud—. Va a haber que sacarlo de allí. ¿Los de las SS lo han llevado a la torre?

—Sí —contestó Spinot, exaltado—. No le quitaré los ojos de encima.

Forgeaud estaba pensativo.

—Si al menos tuviéramos un arma de verdad…

—Pongamos los pies en la tierra, Guy. Sólo podemos esperar y observar.

Serval se plantó ante Dieter Eckart.

—¿Y si yo intentara salir, esta misma noche? Bastaría con agrandar la abertura. Podría colarme en el interior de la torre y…

El maestro interrumpió al aprendiz.

—No cometeremos ningún suicidio, hermano. Permanezcamos alerta y apelemos a la presencia del venerable uniéndonos más. Eso hará que vuelva.

—Excelente, padre —observó el jefe de las SS, mientras inspeccionaba la enfermería—. Todo un ejemplo de pulcritud.

Los enfermos se hundían en sus lechos, alarmados. Temían verse expulsados de aquel infierno para caer en otro peor, si cabe más sombrío. El monje, sentado, desgranaba su rosario. Klaus se quedó inmóvil ante él.

—¿Para qué creer en semejantes supersticiones?

—Cada uno tiene su método para no olvidar a Dios… En su caso, tal vez sea el hecho de llevar uniforme.

Al jefe de las SS se le desencajó el rostro.

—Ahórrese sus palabras, padre. Pagará muy cara su arrogancia, créame. Nadie tiene derecho a insultar al comandante de este campamento.

El monje no se atrevió a alzar la cabeza.

—¿Su predecesor está muerto?

Una tímida sonrisa animó los fríos labios del alemán.

—Nos hemos mostrado muy tolerantes con usted. Desde que ha llegado aquí no ha hecho más que mentir.

El monje, impasible, se puso a dar brillo a las mangas de su sayal frotándolas la una contra la otra. Un poco de saliva facilitaba la operación.

—¿Mentir, yo? Mi religión me lo prohíbe Sería un pecado, y yo no tendría aquí a nadie con quien confesarme.

Klaus esperaba un error por parte del monje. Y acababa de cometerlo.

—Pues sí, padre… usted y el venerable Branier se confiesan mutuamente. Estoy convencido de que se lo han dicho todo, y de que él le ha confiado su secreto.

La enfermería cayó en un silencio casi absoluto. El monje se levantó, se ajustó el sayal, se colocó bien su rosario-cinturón y le plantó cara al jefe de las SS.

—Sólo un hombre de Dios puede confesar a otro hombre de Dios. Para que lo sepa, el venerable y yo no tenemos absolutamente nada que decirnos. Lo considero un pagano condenado a las llamas del infierno.

Klaus dio un paso atrás.

—Aquí, su Dios está fuera de lugar. Su presencia está prohibida. Por fuerza, usted y el venerable se han tenido que poner de acuerdo. Han llegado a un pacto. Conozco perfectamente la reacción de los detenidos. Sólo piensan en rebelarse, en evadirse, en urdir cualquier plan para hacerse la ilusión de volver a ser hombres libres. Los peores enemigos acaban por aliarse.

El monje sentía que se acercaba el momento tan temido.

—Se equivoca. El venerable y yo somos mucho más que enemigos. No existe ningún tipo de comunicación posible entre nosotros.

Klaus se dirigió hacia la puerta de la enfermería.

—Padre —dijo, volviendo la espalda hacia el monje—, le concedo una última oportunidad. Revéleme inmediatamente el secreto de la logia.

La voz del benedictino no se quebró.

—No hay secreto. El venerable no me ha confiado nada.

La puerta se cerró. El monje se arrodilló y rezó.

Capítulo 22

—El comandante ha muerto.

François Branier miró desconcertado al ayudante de campo.

—¿Cuándo?

—Hace una hora, doctor Branier. El jefe de las SS, Klaus, ha asumido el mando de la fortaleza. Sígame.

El venerable salió del cuartucho donde llevaba encerrado dos largos días, sin comida. Un rincón en el que había pasado la mayor parte del tiempo dormido.

¿Por qué aislarlo de aquella manera? ¿Por qué impedirle que curara al enfermo, que lo reconociera otra vez?

El venerable, flanqueado por los agentes de las SS, bajó la escalera de la torre y fue a parar al gran patio. Estaba abarrotado de detenidos con uniformes a rayas, divididos en dos grupos, que dejaban muy poco espacio entre sí. En el primer grupo, estaban los hermanos de la logia «Conocimiento»: Dieter Eckart, Guy Forgeaud, André Spinot y Jean Serval. Dos maestros, un compañero y un aprendiz. Los supervivientes.

Lo vieron. Pero no manifestaron ningún signo de alegría. Los agentes de las SS los vigilaban, apuntándoles con los fusiles. Una atmósfera apocalíptica. Nadie se movía. Los presos y sus carceleros parecían petrificados por siempre jamás.

La puerta de la enfermería se abrió. Dos agentes de las SS acompañaron al monje hasta el espacio existente entre ambos grupos. Hacía un buen día, casi húmedo.

La voz del jefe de las SS se alzó tras el venerable.

—Vaya a reunirse con el monje.

El venerable avanzó, seguido por centenares de miradas. Rodeó por la izquierda el grupo más cercano, caminando a paso lento. Aquel ritmo le recordaba las procesiones de San Juan cuando, precedido por el maestro de ceremonias, marchaba a la cabeza del Colegio de Oficiales hacia la mesa del banquete ritual. ¿Adónde se dirigía esta vez? ¿En qué laberinto se había extraviado?

El venerable llegó al centro del patio y se detuvo ante el monje. Ya no veía a los demás detenidos, reducidos a una masa oscura y lejana. El monje estaba serio. François Branier tenía miedo. Por primera vez en su vida se sentía rebajado a la condición de insecto.

—Este campamento necesita una reforma —anunció Klaus—. Todos ustedes realizarán trabajos de mantenimiento. Hace falta más orden. Limpiarán la enfermería. Está hecha una auténtica porquería. ¿Y dos médicos? Sobra uno…

El monje y el venerable giraron lentamente la cabeza hacia el jefe de las SS, apostado ante la torre central para que todos pudieran escucharlo.

Klaus dio una orden en alemán, y dos agentes fueron a buscar al monje y al venerable.

—Les ordeno que se batan en duelo. El vencedor quedará a cargo de la enfermería. El vencido será ejecutado. A menos que muera durante el combate.

El monje reaccionó con vivacidad.

—Yo no me batiré contra nadie. Máteme si quiere. Estoy preparado.

El benedictino tenía la arrogancia de un abad al interponerse, solo, en el camino de las hordas bárbaras.

—Está bien, padre. Si me revela inmediatamente el secreto de la logia «Conocimiento» que el venerable le ha confiado.

—Un masón nunca se sincera con un beato como ése —protestó François Branier.

—Ese masón es el de la peor calaña —replicó el monje—. ¿Cómo se le ocurre pensar que lo haya podido escuchar ni un solo momento?

La mirada de Klaus pasaba del monje al venerable.

—Ya que tanto se detestan, ¿por qué no se pelean?

—Me niego a golpear a un religioso. Me resulta demasiado fácil.

El jefe de las SS, que hervía de ira, logró contenerse.

—Perfecto, señores. ¿Me jura usted por su Dios, padre, que ignora el secreto de «Conocimiento»?

El benedictino miró al cielo.

—Lo juro.

—¡Miente! —exclamó el de las SS—. ¡Están ustedes conchabados!

El monje y el venerable permanecieron impasibles. «Aguantar —pensaba el benedictino—. Aguantar hasta descorazonarlo, hasta hacerle desistir de su proyecto». «Negar y renegar —decía el venerable para sus adentros—, hasta que él mismo se convenza».

—Sé que se ha confiado usted al monje —prosiguió el jefe de las SS, dirigiéndose al venerable—. Con sus poderes, se apoyan el uno al otro. Pero eso se ha acabado. Uno de los dos va a desaparecer. El otro se encontrará solo y acabará hablando.

¿Cuál de los dos moriría? El monje pensó en su apuesta. Dios decidiría; acostumbraba a hacerlo. Adoptaría la solución acorde con su Amor. El benedictino no tenía nada que temer. Si aquél era el final del trayecto en la tierra, también sería el regreso a la patria celestial. Sin embargo, fray Benoît todavía se creía capaz de ofrecer actos venideros, mil y una plegarias para invocar lo divino. Pero no se rebelaba, y tampoco se sometía. Aceptaba la voluntad del Maestro de todas las cosas, porque su mirada llegaba más lejos que la suya.

¿Él o el monje? El venerable recordó su apuesta. El Gran Arquitecto del Universo actuaría según la Regla. No había ni azar ni compromiso; sólo un gigantesco plano a escala del cosmos donde cada elemento de la creación ocupaba su preciso lugar, aun cuando el hombre no entendiera nada de todo aquello. Puesto que el venerable debía afrontar la muerte llegado el momento, debía hacerlo con dignidad. ¿Acaso no se preparaba para ello, desde el primer momento de su iniciación, desde aquella larga meditación en el «gabinete de reflexión» donde, frente a una cabeza de muerto, había descartado su destino profano?

El jefe de las SS exhibía una leve sonrisa, plenamente satisfecho de su plan.

—Cada uno de ustedes será responsable de la mitad de los detenidos —explicó—. Por eso los hemos dividido en dos «equipos». En el suyo he incluido a los católicos, padre; y en el suyo, venerable, a los miembros de la logia «Conocimiento» y los astrólogos. El vencido condenará su equipo a la muerte. ¿No era así en el mundo antiguo? ¡Eso debería incitarlos a la lucha… para salvar vidas!

El monje cerró los ojos. Primero, para borrar el horror; luego, para volver a centrarse. El venerable repitió hacia sus adentros las palabras que acababa de escuchar, para asumir la atroz realidad.

—Padre —dijo François Branier, con la garganta seca—, no nos queda más remedio que matarnos los unos a los otros.

El monje percibió un curioso resplandor en la mirada del venerable, que procuraba transmitirle una intención. El monje no lograba descifrarla, pero decidió fiarse.

—¿Está listo, padre? —insistió Klaus, impaciente—. A menos que uno de los dos se anime a hablar…

—Ese secreto sólo existe en su imaginación —afirmó François Branier.

—El venerable no me ha confesado nada —dijo el monje—. Renuncie a esta locura que no le llevará a ninguna parte.

Klaus retrocedió unos pasos. Se subió a un pequeño estrado y se dirigió a los detenidos en alemán, en checo y en francés, para explicarles lo que se jugaba en el combate. Hubo algunas exclamaciones, rápidamente acalladas con culatazos. Cientos de febriles miradas se posaron sobre el monje y sobre el venerable.

Los dedos de los hermanos de «Conocimiento» se rozaron y esbozaron una cadena de unión. André Spinot bajó la mirada. Jean Serval hizo lo propio. Dieter Eckart agarró firmemente la muñeca de Guy Forgeaud, que estaba dispuesto a precipitarse hacia el terreno cercado donde el monstruoso duelo tendría lugar.

—¡Desnúdenlos! —ordenó Klaus.

Agentes de las SS sujetaron al monje y al venerable. Unos rasgaron la parte de arriba del sayal, otros arrancaron la chaqueta y la camisa. Con el torso desnudo y los brazos colgando, los futuros adversarios sintieron el soplo de la brisa. Los dos tenían una poderosa musculatura y un torso fuerte, lo cual resultaba tranquilizador.

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