El mercenario de Granada (5 page)

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Authors: Juan Eslava Galán

BOOK: El mercenario de Granada
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—¡La guerra cunde mucho en estos tiempos!— comentó Centurione.

Orbán asintió. A lo mejor, cuando llegara, todo habría concluido y podría regresar al Valle del Hierro junto a los suyos. Era poco expresivo Orbán. Parecía que lo mismo le afectaba una buena noticia que una mala.

A Centurione también le resultaba indiferente la suerte de la guerra. Él llevaba su flete a Almería y tanto le daba comerciar con cristianos como con moros. Su compañía mantenía agentes y cónsules en las dos partes. Ganara un bando u otro, él obtenía beneficios.

Navegaron pasadas las Islas Baleares, por el mar de Aragón, donde se cruzaron con un par de navíos artillados que, al distinguir las enseñas de Génova en el palo mayor, los saludaron y los dejaron pasar.

Anocheció a la vista de los promontorios de Levante, sin luces ni faros, por miedo a los piratas. La chusma marineril iba contenta, olfateando tierra.

—Mañana llegamos a Almería— anunció Centurione.

VI

—¡Valle de Almería!— recitó Centurione en perfecto árabe—. Cuando te contemplo vibra mi corazón como vibra al ser blandida una espada de la India… Es de un poeta de aquí— aclaró.

Amanecía sobre el mar rutilante y tranquilo. Una suave brisa hinchaba las velas de La Golondrina mientras se deslizaba camino del puerto. La bahía de Almería brillaba al fondo. Orbán contempló el paisaje inhóspito, pedregoso y seco de la nueva tierra a la que lo enviaba el Gran Señor. El desierto se abatía desde las montañas ocres bajo un cielo azul purísimo.

Miró la ciudad. Las altas murallas color tierra que bajaban a los valles y trepaban a las montañas apenas permitían ver las terrazas enjalbegadas con cenefas azules y algunas cúpulas de azulejos.

Media docena de alminares finos delataban las mezquitas. Algunas manchas de verdor, de las que destacaban palmeras de largos y flexibles troncos, señalaban los jardines de los palacios.

Había a lo largo del atracadero media docena de grandes barcos de transporte venecianos y genoveses y varias galeras ligeras musulmanas. Mientras La Golondrina atracaba, una multitud de desocupados acudió a observar la maniobra. Los pasajeros se despidieron de Nicéforos y desembarcaron. En el puerto pululaban gentes de dispares Procedencias. Además de los mercaderes de las naciones cristianas que allí mantenían sus cónsules y sus oficinas, había una muchedumbre de tipos andrajosos y sucios que merodeaban de un lado para otro o hacían corrillos.

—Ésos son los muhaidines, los voluntarios de la Guerra Santa— señaló Centurione—. Desde que empezó la guerra no dejan de llegar desharrapados de todo el Islam ansiosos de participar en la yihad, contra Fernando.

Permanecieron dos días en Almería. Orbán aprendió a reconocer a las distintas naciones por su atuendo y por los rasgos raciales: egipcios, tunecinos, númidas o sitifienses, todos barbudos y sucios, todos con la mirada enfebrecida de los creyentes dispuestos a dar la vida por Alá. El barrio genovés, antes próspero, estaba de capa caída, con muchas casas cerradas.

—Se han ausentado algunos, por la guerra— explicó Centurione—, pero los que quedamos seguimos con el negocio.

Cuando el muecín llamaba a la oración, los muhaidines abarrotaban las mezquitas o se echaban al suelo en la calle, donde les sorprendía el rezo, mirando a la Meca rozando la frente con los guijos del empedrado en cada plegaria. Competían por lucir un callo frontal mayor que el de los otros devotos. El resto del día, los muhaidines deambulaban detrás de sus imanes como un rebaño obediente, a ratos recitando la salmodia de las suras del Corán, a ratos tumbados en las plazas a la sombra de las palmeras, malcomidos y taciturnos. Se contentaban con un puñado de gachas de harina. Pocos poseían algo más que su fe y su entusiasmo. Iban a la guerra armados sólo de garrotes, de hondas de esparto o de un cuchillo mohoso con el que esperaban degollar a algún caballero cristiano.

—Alardean de su vocación de mártires— explicaba Centurione—. En realidad, sospecho que a muchos los mueve la codicia del botín o el amor a la aventura. Se creen sus propias mentiras y con-funden la realidad con el deseo. Creen que pueden derrotar a Fernando e invadir las tierras cristianas como hicieron antaño. Evocan a Tarik, a Almanzor y a otros capitanes victoriosos del pasado.

Sólo algunos, los más fanáticos, han venido a que Fernando los envíe al paraíso.

Orbán observó que los muhaidines más acomodados (éstos abundaban menos, dado que la fe flaquea al contacto con las riquezas) se hacían acompañar por soldados, caballos y vituallas y se alojaban en las abundantes fondas de la ciudad.

Habían entregado el salvoconducto al oficial del puerto. El sultán de Granada convocó a Orbán al día siguiente en la alcazaba. Precedidos por un mayordomo, Orbán y Jándula atravesaron un patio con naranjos y limoneros y una fresca sala sin ventanas, iluminada por lámparas de aceite.

Al-Zagal era alto y membrudo, muy pálido, bien parecido. Los mofletes del rostro le hubieran conferido una expresión bondadosa si no fuera por su mirada honda, en unos ojos hundidos y orlados de ojeras cárdenas.

Cuando el mayordomo anunció a Orbán, al-Zagal dejó el papel que tenía entre las manos. Miró al herrero búlgaro de arriba abajo, sin delicadeza, con la misma mirada apreciativa con que un tratante contempla el caballo que va a comprar. Dejó traslucir cierta decepción. Orbán, consciente de que su apariencia física era más bien mezquina, se había puesto su traje de respeto, de lino azafranado con un bordado púrpura en torno al cuello. Disimulaba su baja estatura con un turbante de seda terminado en gorro cónico, a la manera turca, pero, a pesar de todo, seguía siendo un hombre de poca presencia, de acciones vulgares que habrían convenido más a un hortelano analfabeto que al perito ducho en los misterios de la ciencia tormentaria. No obstante, el sultán ocultó su decepción y saludó al recién llegado llevándose la mano al corazón y a la boca. Orbán imitó el gesto y añadió una escueta reverencia.

—¿Hablas árabe?— preguntó al-Zagal.

—Por lo menos lo entiendo un poco, mawlana— respondió Orbán en su árabe sibilante, esforzándose en pronunciar correctamente—. Mi ayudante— se volvió hacia Jándula, que permanecía junto a la entrada, con la mirada en el suelo, en actitud humilde— se ha esforzado en enseñármelo, pero no sé si habré sido un buen alumno.

Por un instante, al-Zagal posó en el criado su mirada feroz. Luego se desentendió.

—Yo esperaba que el Gran Sultán nos enviara a tu padre— declaró—. El que demolió las murallas de Constantinopla.

—Ése fue mi abuelo, mawlana— repuso Orbán— y ya murió. Ahora el que está a cargo de los cañones de Bayaceto es mi padre, pero es viejo y no ha podido venir. Bayaceto me envía a mí. He aprendido a su lado y al lado de mi abuelo desde que me salieron los dientes.

—¿Sabes todo lo concerniente a los cañones?

—Soy herrero, mawlana. Toda mi vida la he pasado en el ejército de los turcos. Sé de fundición, de forja, de pólvora, de muros y de fosos.

—¿Y de espingardas?

—También, claro, Mawlana. La espingarda es el futuro de la guerra— repuso Orbán—. Desterrará a la ballesta.

Aquella apreciación agradó a al-Zagal. Seguramente había llegado a la misma conclusión después de una vida de lucha como general de Muley Hacen. Miró a Orbán con menos arrogancia y con una curiosidad nueva.— Te he llamado para que instruyas a mis artilleros.— Creí que necesitabas cañones, mawlana.— Y los necesito. Necesito de todo: cañones y gente que sepa dispararlos. Lo que tengo deja mucho que desear, pero ahora la prioridad es defender Málaga, que está sitiada por los cristianos. Si perdemos Málaga perdemos todo el reino porque es nuestro puerto comercial y nuestro principal enlace con el Magreb. Fernando ha reunido un gran ejército, diez hombres por cada uno de nosotros, con muchos cañones y muchas embarcaciones. Quiere tomar Málaga a cualquier precio.

—Mawlana, no conozco la situación aquí y apenas puedo opinar, pero cuando se tiene poca artillería lo mejor es combatir en el campo.

—Fernando se ha vuelto cauto y rehuye las batallas campales— dijo al-Zagal en un tono menos engolado—. Se ha propuesto conquistar mis castillos y mis ciudades una a una. Está contratando artilleros en Flandes y Alemania y ha construido dos hornos para fundir cañones. Tiene más tropas y más artillería que yo. La tropa no me preocupa porque nosotros somos mejores, pero los cañones… el futuro es de los cañones.

Orbán convino en que era así.

—Antes de ponerte al frente de mi artillería quiero que vayas a Málaga y le muestres lo que sabes a mi artillero mayor— prosiguió al-Zagal—. Si eres fiel y no me decepcionas volverás a Estambul rico y honrado.

Orbán asintió con una reverencia. La audiencia se prolongó más de lo calculado para desesperación del mayordomo, que tenía esperando a varios magnates mucho más importantes que aquel herrero vestido de provinciano rico. A medida que avanzaban en la conversación, Orbán se preguntaba si el Zagal estaba en sus cabales. A veces se interrumpía como si perdiera el hilo del discurso, y miraba fijamente al interlocutor con aquellos ojos como ascuas que parecían implantados directamente en el cerebro.

Llevaban una hora hablando. Hacía calor. Orbán se Paso el dedo por las cejas para contener el sudor. Al-Zagal sonrió ligeramente y chascó dos dedos. Aparecieron en el umbral del patio el mayordomo y dos criados con sendos vasos de horchata fresca en bandejas. Al-Zagal le ofreció uno a Orbán y bebió del otro.

Un mercenario cénete descabalgó a la puerta y, tras hacer la reverencia, se acercó a al-Zagal y le murmuró algo al oído.

—El hombre que te va a introducir en Málaga acaba de llegar— dijo al-Zagal—. Saldréis mañana por la noche, para evitar las naves de Aragón que patrullan en la costa.

Uno de los secretarios salió del escritorio con una carta en la mano. Al-Zagal la leyó por encima y estampó su sello sobre la cera blanda. Se la entregó a Orbán.

—Esto te abrirá todas las puertas. Mi mayordomo satisfará tu primera paga como oficial de mi guardia.

Le hizo una zalema y se despidieron. De regreso a la fonda, Orbán buscó a Centurione y le contó la audiencia real.

—¿Te envía a defender Málaga?— dijo Centurione torciendo el gesto—. Será una tarea ardua. Los moros aniquilaron un ejército cristiano hace años cerca de Málaga, en la Ajarquía. Cayeron muchos primos y amigos de Fernando. Ahora Fernando quiere vengar aquella derrota y vincula su revancha a Málaga.

—¿Por qué?

—Porque los prisioneros de la Ajarquía, la flor y nata de Castilla, se subastaron en el mercado de esclavos de Málaga. No quisiera estar en la piel de los malagueños en los meses que vienen.

—Podrán capitular si ven que no pueden defenderse— supuso Orbán.

Centurione apuró su vaso.

—No sé cómo hacéis las cosas en Turquía, pero aquí la costumbre es que cuando una ciudad resiste hasta el final, el que la asalta pasa a cuchillo o esclaviza a sus habitantes. Es para descorazonar a otras ciudades y persuadirlas para que se entreguen sin resistir.

—¿Y qué pasa cuando se entregan?

—En este caso, el vencedor respeta las vidas y los bienes muebles. Sospecho que Fernando prefie-re tomar Málaga por las armas y esclavizar a sus defensores para que sirva de escarmiento a otras ciudades.

Aquella noche Centurione invitó a cenar a Orbán en el patio de los genoveses, como se llama la gran fonda de almacenes y aposentos que los mercaderes de Génova poseen junto al puerto. Fue una cena espléndida, con vinos dulces de Italia, jamón curado a la pimienta, morcilla de cebolla y piñones y otros manjares terrenales vetados a los creyentes que aspiran a ingresar en el paraíso de Mahoma. A los postres, cuando se despidieron los invitados más ancianos, llegaron músicos de pandero y chirimía que acompañaron la actuación de juglaresas y bailadoras.

La animadora se llamaba Naryin, «junquillo», y tenía una voz tan prodigiosa que inspiraba los sentimientos más puros en los corazones de los oyentes. Cantaba canciones de amor desesperado que aludían a su pasado misterioso. La habían secuestrado los piratas de Oran cuando era mo-zuela y la adquirió en el mercado de esclavas de Túnez el hijo del Caid de Bugía, un pollancón robusto, guapo, apuesto y aficionado a la poesía, a los caballos de raza, a tañer el laúd y a oler nardos, del que la muchacha se enamoró perdidamente. El joven, por su parte, concibió tan devasta-dora pasión por ella que la misma reiteración del amor, todo el día dale que te pego en el campo pluma, le produjo primero un desprendimiento de retina, después un desriñonamiento y una hernia discal y, finalmente, lo condujo a la muerte, deslechado y anémico— Ella juró frente al cadáver no entregarse a otro hombre y consagrar el resto de su vida al recuerdo de aquel amor desgraciado, lo que cumplía a pesar de las tentadoras ofertas que recibía de hombres pudientes locos de amor y de deseo que ponían una fortuna a sus pies a cambio de una noche de pasión.

—Desde que él murió soy virgen— replicaba ella.

Tenía la viuda los ojos grandes y oscuros, orlados de sedosas pestañas, la nariz recta y marfileña, los labios sensuales y gordezuelos, los dientes parejos y blancos, la sonrisa cautivadora, el cuello largo, los hombros moldeados, los pechos grandes y grávidos, el talle estrecho, con un vientre terso y ligeramente abombado, las caderas anchas y rotundas, los muslos largos y carnosos, las piernas bien modeladas y los pies pequeños y juguetones, con las uñas pintadas de carmín.

Cuando bailaba la danza del vientre movía con tal sensualidad sus encantos, al compás de una collera de colgantes con cascabeles de cobre, que provocaba relinchos y gorjeos guturales en la audiencia masculina. Ante ella perdían su gravedad jueces, notarios y magistrados y hasta los eunucos sentían renacer la ausente natura.

Orbán aunque anonadado ante la belleza de Naryin, no habló mucho, como solía cuando estaba algo bebido, pero miraba con interés el espectáculo. Le pareció a Centurione que una de las danzaderas que acompañaban a Naryin, una morenita de amplio pandero, había llamado su atención.

Se inclinó sobre él, le puso una mano sobre el brazo y le dijo:

—Si te apetece esa muchacha, podrá pasar la noche contigo.

—Te lo agradezco— dijo Orbán—, pero prefiero dormir solo.

Titubeó Centurione:

—¿Y un muchacho imberbe?

—Me gustan las mujeres— replicó Orbán con su media sonrisa—. Lo que pasa es que hoy no me apetece.

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