Read El mercenario de Granada Online
Authors: Juan Eslava Galán
—Es que hoy nos consagraremos al Arte Regia, Jándula.
Se volvió hacia los oficiales.
—Que lleven este barril a Gibralfaro— ordenó—. Hoy vamos a probar un par de tiros.
—Te advierto que los tiros siempre se quedan cortos— advirtió Alí el Cojo—. Nuestros cañones no alcanzan hasta el campo cristiano. Francisco Ramírez de Madrid calculó nuestro alcance en los primeros días del asedio y señaló con estacas el perímetro seguro. Las tiendas y los pertrechos de Fernando quedan del otro lado, a salvo.
Orbán lo miró sonriente, con aquellos ojillos arrugados surcados de rayitas negras de carbonero.
—A pesar de todo, probaremos. Ya hemos mejorado la pólvora y hoy mejoraremos el cañón. Con un poco de suerte vamos a alcanzar la meseta del cerro de san Cristóbal, quizá más.
Había en la torre más avanzada de Gibralfaro dos bombardas de recámara de mayor calibre, con bolaños de granito, pero Orbán las ignoró. Se fijó en dos pasavolantes largos, La Fogosa y La Temeraria. Hacía tiempo que no se disparaban porque los cristianos evitaban el lado escarpado de Gibralfaro y se limitaban a bombardear las murallas que miraban al cerro de san Cristóbal, fuera del alcance del castillo.
Orbán examinó las piezas cuidadosamente, primero la superficie exterior, después el interior de la caña, con ayuda de una lamparilla que había fijado en el extremo de un escarbador. Realizaba las operaciones con soltura, como el que las ha practicado a menudo toda su vida. Descubrió una grieta casi imperceptible cerca del fogón de La Temeraria. La descartó.
—Dispararemos La Fogosa— dijo—. Lo primero, limpiarla.
Alí el Cojo ordenó a uno de los servidores que introdujera el escobillón.
—No, no— dijo Orbán—. Cuando digo limpiarla es limpiarla: a ver, una zalea.
Del cuerpo de guardia le trajeron una piel de oveja curtida. La hizo trizas y ató unas tiras de vellón al extremo libre del palo. Sumergió el atadijo en un cubo de aceite y tal como lo sacó, chorreando, lo introdujo en el cañón. Baqueteó enérgicamente una docena de veces, presionando a lo largo de todo el tubo, primero verticalmente y luego en círculos. Cuando lo extrajo, el vellón estaba teñido de óxido. Cambió las tiras de vellón y repitió la operación un par de veces. Sudaba copiosamente.
Cuando ya no desprendía óxido la caña, terminó de limpiarla con la escobilla y examinó nuevamente el interior. Alí el Cojo lo miraba hacer con una expresión entre perpleja y cínica. No le parecía bien que Orbán, su oficial superior, se rebajara al ejecutar personalmente un trabajo que correspondía a los subalternos.
—¡Ahora está limpio!— dijo Orbán—. Pasemos a la carga.
En la casa de la pólvora, Orbán había enseñado a los artilleros a calcular las cargas en saquitos de papel. Ésta fue una de las innovaciones que Orbán introdujo en el asedio de Málaga. Hasta entonces los artilleros cargaban la pólvora por medio de una pértiga terminada en un recipiente cilíndrico de hojalata en el que se colocaba la mezcla. Se introducía en el cañón con la parte abierta hacia arriba y cuando llegaba al fondo de la caña se giraba media circunferencia para que la carga quedara depositada en lo más profundo.
—¿Traes la pólvora en un cartucho?— se extrañó el Zegrí.
—Sí, de este modo la carga se prepara cuidadosamente lejos del peligro y uno puede calcular exactamente cuánta pólvora pone, la misma en todos los tiros, pesada y medida.
El Zegrí asintió. Era una buena idea.
—Pon un dedo en el fogón— ordenó Orbán a su criado.
Jándula se apresuró a obedecer.
El herrero búlgaro apretó la carga con el atacador, compactándola.
—Ahora, el tapón de madera— dijo.
Orbán había enseñado a Alí el Cojo y a los otros artilleros a tapar la carga de pólvora con un disco de madera ligera, tilo, pino o sauce.
—Los de madera más pesada obstruyen a veces el tubo— les había advertido—. Más de un cañón ha reventado no porque le hayan puesto una carga de pólvora excesiva sino porque los gases de la combustión no han conseguido desatascar el disco.
—¿Qué se hace ahora?— le preguntó a Jándula.
—¿Cebar el oído?— sugirió el aprendiz.
—Hazlo, ¿a qué esperas?
El criado llenó el cuerno de hojalata de pólvora nueva y lo vertió en el agujero del fogón. Lo atacó
con el dedo meñique y volvió a llenar hasta que no cupo más.
Tres servidores habían empujado el cañón con ayuda de poleas hasta el centro de la azotea.
—Unid la caña y la recámara— ordenó Orbán. Los operarios se esforzaron en reproducir los nudos y ataduras que habían practicado bajo su supervisión en los días precedentes.
—¡La pelota!— ordenó Orbán cuando el cañón estuvo firmemente atado a su afuste.
Introdujeron una esfera de hierro del tamaño de la cabeza de un niño. Jándula la empujó con el atacador hasta que chocó con el disco de madera.
—¡Ahora, atención!— explicó—. Ningún cañón es perfecto y ninguna pelota es perfecta. Entre la caña y la pelota queda un espacio, el viento, por el que se escapa parte de la fuerza producida por la explosión. Eso le resta fuerza y, además, dificulta la progresión del proyectil que va rebotando en sus paredes.
—¿Y eso cómo se evita?— preguntó Jándula.
Orbán había encargado al carpintero cuñas de madera de distintos tamaños. Con ayuda de una pértiga encajó tres cuñas en el perímetro de la pelota de hierro.
—Ahora emplasto de cera— ordenó.
En un caldero puesto sobre el hornillo había cera derretida y trapos.
Jándula le tendió un trapo empapado. Lo introdujo en el cañón y lo empujó hasta el fondo de manera que cubriera el espacio libre entre la pelota de hierro y la caña de La Fogosa.
—Ahora está mucho mejor— dijo—. Ya no queda hueco por donde escape la fuerza.
Alí el Cojo y los otros artilleros asistían a la operación con una sombra de escepticismo a la que iba sucediendo cierta admiración.
—Ahora viene lo principal— dijo Orbán—, que es apuntar la pieza.
Hasta entonces Jándula había visto apuntar los cañones a ojo, alineando el resalte del zuncho de la boca con la estría del zuncho del fogón, lo que indicaba, más o menos, el eje de la caña.
Orbán extrajo de su faltriquera una escuadra triangular del tamaño de la palma de la mano, con el lado mayor ligeramente semicircular.
Al-Zagal lo miraba sorprendido.
—Se llama «barrasa»— explicó—. Los artilleros de Bayaceto calculamos con esto.
Tomó un pellizco de cera blanda del borde del caldero y lo aplastó detrás del oído del cañón, en la parte más alta de la pieza. La «barrasa» estaba provista de una cuerdecita lastrada con una lágrima de plomo que pendía del ángulo entre los dos catetos.
—Esta plomada nos indica exactamente la parte superior de la caña— explicó.
Se sacó de la cabeza la extraña medalla triangular que Jándula había tomado por signo de su extraña religión, quizá lo fuera, y la adhirió con otro pellizco de cera junto a la boca del cañón, en su parte más elevada.
—Ésta se llama joya de puntería.
A través de un taladro, la joya de puntería enfilaba una línea imaginaria con el resalte superior de la «barrasa».
Miró al cerro de san Cristóbal para calcular la distancia. Quizá trescientos metros.
—¡Elevad el cañón!— ordenó con voz serena.
Los operarios se aplicaron con las palancas e introdujeron nuevas cuñas bajo el madero que sostenía La Fogosa. Orbán repitió varias veces los cálculos mirando a través de la joya de puntería.
—Hay que levantarlo un poco más. Dos dedos más.
Él mismo ayudó a encajar las nuevas cuñas. Comprobó de nuevo la puntería.
—Ahora está. Primero efectuaremos un disparo corto para corregir en el segundo. Bastante corto, para que los cristianos no recelen. Calzadlo por detrás.
Obedecieron y el cañón quedó inmovilizado. Orbán extrajo de su faltriquera dos bolitas de algodón impregnadas de cera y se taponó los oídos. No quería quedarse sordo demasiado pronto, como tantos artilleros.
Orbán no disparaba el cañón con una vara de hierro de pico curvo al rojo vivo, sino con una mecha encendida prendida en la punta de una vara de almendro.
—¡Apartaos!— ordenó.
Despejaron la torre. Unos se refugiaron tras las almenas del muro circundante; otros al amparo de los manteletes, decididos a no perderse el espectáculo. Desde la puerta, el Zegrí asistía al estreno de su jefe de artillería.
Había sucedido un silencio expectante. De pronto se oía el vuelo de un moscardón que rondaba por las sombras acechando la sartén de la cera. Orbán aplicó la mecha. La pólvora prendió al instante. Del oído de la pieza brotó un penacho de humo blanco. Cerraron los ojos.
Una conmoción y el estampido del disparo que los ensordeció en medio de una nube de humo acre de azufre que se aferraba a la garganta. El proyectil salió zumbando por los aires tranquilos y densos del verano y se estrelló contra unas peñas levantando otra nubecita de polvo acre, a un tiro de piedra del terraplén que defendía las baterías cristianas.
—Eso les dará qué pensar— dijo el Zegrí entusiasmado.
—Démosle algo más qué pensar— propuso Orbán—. A ver, mis hombres.
Los servidores invadieron de nuevo la terraza de tiro con sus palancas e instrumentos. Orbán recitaba el proceso, como si fueran aprendices en el campo de entrenamiento. «Se pasa un palo o hierro por el fogón hasta que no quede ningún grano de pólvora adherido al interior. Luego se limpia el ánima con un escobillón.» Mientras unos limpiaban el cañón, otros preparaban la pólvora. Orbán vertió dos cazos de aceite en la boca de la pieza.
Limpio el cañón, Orbán repitió la operación de cargarlo y apuntarlo, esta vez sobre la corrección del primer disparo. En el cerro de san Cristóbal reinaba cierta actividad.
—Van a replicar— auguró el Cojo—. Están preparando las bombardas.
En efecto. Ramírez de Madrid ordenaba con su vara la carga de Las siete hermanas Jimenas. Un pequeño ejército de servidores se afanaba alrededor de los monstruos de hierro.
Orbán había terminado.
—¡A cubierto!
Corrieron a ocultarse tras los manteletes.
Sonó el nuevo disparo. Una espesa nube de humo blanco invadió la terraza. Cuando se disipó comprobaron que el proyectil había impactado sobre la hermana Jimena más adelantada, que yacía en el suelo, fuera de su cureña. Varios servidores pateaban en tierra heridos por la metralla.
Otro aullaba aplastado por la recámara. De las torres y lienzos de Gibralfaro, donde una multitud de muhaidines asistía al duelo, se elevó un clamor de victoria. Ululaban, vibrando la lengua y entrechocaban las adargas de piel de antílope. Los artilleros se abrazaron entusiasmados.
—¡Alá es Grande, Alá es Grande, Alá nos otorga la victoria!— gritaban alborozados.
—¡Un buen tiro!— aprobó el Zegrí palmeando el hombro de Orbán.
Parecía el búlgaro menos conmovido que los demás. Orbán era uno de esos hombres de sangre gorda que apenas se conmueven por los éxitos o los fracasos.
—¡Limpiad de nuevo!— ordenó a los servidores.
Los cañoneros se aplicaron a la tarea con renovado entusiasmo. Esta vez no fue necesario que les recordara cómo se ejecutaba correctamente cada operación. Estaban deseosos de servirlo.
—¿Va a disparar de nuevo, amo?— inquirió Jándula.
—Eso haremos. Todavía no se ponen a cubierto. Creen que hemos acertado por casualidad.
Para el tercer tiro, Orbán había reservado un cartucho liviano.
—Cuando la caña de la bombarda está caliente no es necesaria tanta pólvora.
Disparó de nuevo y el impacto desmontó una segunda hermana Jimena, si bien sólo afectó al tronco de la cureña y el cañón quedó en condiciones de disparar cuando le repararan el afuste.
Esta vez Ramírez de Madrid comprendió que aquello no podía ser casual. Los cañones enemigos no sólo alejaban más sino que lo hacían con una puntería desconocida hasta entonces. Viéndose en inferioridad de condiciones, aplazó la réplica y se concentró en la tarea de salvar sus bombardas. Ordenó prender fuego a un par de haces de leña fresca para que la espesa humareda dificultara la puntería del enemigo y retiró el material fuera del alcance de la nueva artillería de Gibralfaro. Unos adelantaron los pesados manteletes mientras otros protegían con troncos los cañones caídos. Lo último que vieron los de Gibralfaro fue a Ramírez de Madrid yendo de un lado para otro, nervioso, dando órdenes a gritos, desesperándose, descargando de vez en cuando su bastón en la espalda de algún rezagado. Los auxiliares le llevaron bueyes y ruedas. La operación era laboriosa porque había que encajar las ruedas y uncir los bueyes. Orbán hizo dos disparos más tirando casi a ciegas y desmontó una tercera bombarda, sin destruirla. Cuando cesó el bombardeo, Las siete hermanas Jimenas se habían reducido a cuatro.
En Málaga sólo se hablaba de la destrucción de las bombardas cristianas por el herrero turco. El pueblo se había olvidado momentáneamente del hambre y del incierto futuro para celebrar la hazaña con canciones y panderos. El relato aumentaba de boca en boca en las plazas y en los patios, en las fuentes públicas y en los muelles portuarios. Se decía que el artillero turco había despedazado seis de Las siete hermanas Jimenas y que la séptima se había salvado porque los cristianos lograron retirarla a tiempo fuera del alcance de aquel demonio. Según algunos, la habían enterrado para protegerla de la puntería del búlgaro. Y todo esto lo había conseguido el forastero con una bombarda que estaba medio desahuciada porque tiraba torcido.
El Zegrí no podía desaprovechar un suceso que elevaba la moral de la decaída población de Málaga y reverdecía su marchita esperanza en la victoria. ¿Y si, después de todo, los cristianos mordían el polvo y se veían obligados a levantar el cerco? ¿No era acaso jefe de las tropas de Fernando el mismo marqués de Cádiz al que habían derrotado y obligado a huir vergonzosamente unos años antes en la Ajarquía? Quizá, después de todo, conquistar Málaga no le resultaría a Fernando tan fácil como pensaba. ¿Y si se prolongaba la resistencia hasta que el soldán de Egipto enviara las tropas que, al parecer, había prometido o hasta que al-Zagal reclutara un ejército de muhaidines en las mezquitas del Magreb?
El Zegrí ordenó un reparto extraordinario de trigo a la población e invitó a celebrar la victoria a los notables de la ciudad y a los jefes del ejército. La cuesta que conduce a Gibralfaro se llenó de literas, de caballos enjaezados y de lacayos que aguardaban la salida de sus amos. Asistieron incluso los que quedaban de la secreta facción de Boabdil, Alí Dordux y los otros mercaderes partidarios de pactar con Fernando. Alí Dordux y los suyos sonreían y saludaban con forzada cortesía a los caudillos de los cenetes y los jefes de la temida y despreciada milicia muhaidin. Los príncipes norteafricanos lucían sus menudas cotas de malla y sus espléndidos sables de Damasco.