Read El mercenario de Granada Online
Authors: Juan Eslava Galán
Alí el Cojo iba a replicar, pero el Zegrí se lo prohibió con un gesto.
—¿Tú sabes mejorar esta pólvora?— preguntó.
—Ese es mi oficio.
—Pues entonces dime lo que necesitas y ponte manos a la obra hoy mismo.
—Necesitaré seis peones y un maestro artillero ayudante que entienda bien el oficio. Creo que Alí es la persona adecuada. En Almería me lo han encomiado mucho por sus conocimientos. Quizá podamos aprender el uno del otro.
Alí el Cojo se sintió abrumado de gratitud. El herrero búlgaro acababa de alabarlo ante el Zegrí.
Después de todo, quizá no había venido a arrebatarle el puesto sino, simplemente, a aportar ciertos secretos de un oficio que en Oriente estaba más adelantado.
—Por mí no hay inconveniente— concedió—. Te ayudaré en lo que necesites y te comunicaré mis conocimientos. Los de Oriente sabéis algunos trucos, pero aquí conocemos otros.
—Estoy convencido de eso— reconoció Orbán, conciliador.
El Zegrí formuló todavía algunas preguntas sobre cañones, calibres y alcances. Ya estaba convencido de que Orbán entendía de cañones, pero quería darle la impresión de que él tampoco ignoraba la esencia de aquellos arcanos. Orbán respondía de manera concisa y clara. Daba la impresión de que conocía el tema hasta en sus más recónditas formulaciones. El Zegrí no disimulaba su entusiasmo. Lo invitó a inspeccionar la artillería. Alí el Cojo lo acompañó a la muralla, servicial y amistoso. Iba diciendo el nombre de cada pieza, sus defectos y lo que se podía esperar de ella. En Málaga abundaba el material defectuoso, cañas de bombardas con el ánima desviada y otras que no admitían más que media carga o estallarían.
Se detuvieron ante una hermosa pieza de bronce, con la culata recorrida por un complicado relieve floral.
—Éste se lo compró Muley Hacen a un mercader egipcio que lo estafó miserablemente. Lo llamamos El Bizco porque, si te fijas, está un poco doblado de vicio. El proyectil se desvía hacia la derecha, pero yo he aprendido a rodearlo y lo apunto a unas cuantas brazas del blanco. Así no falla, porque además es de los que más alejan. Tiene la cámara muy sana.
Subieron al castillo de Gibralfaro por el sendero de servicio, al pie de la muralla. Desde la torre mayor se divisaba el campo. La mirada perita de Orbán recorrió el relieve. Los cristianos habían talado las huertas del Acíbar, con sus higueras que daban unos higos dulces y los allozares que cubrían las colinas en torno a Málaga. Habían establecido dos campamentos. En perfecta formación, como los surcos de una besana, se alineaban cientos de tiendas de lona de colores pardos, algunas más oscuras de pelo de cabra, procedentes de botines musulmanes. Entre ellas quedaban amplias avenidas señaladas con gallardetes para que la caballería pudiera circular sin estorbarse.
Frente a Gibralfaro había un cerro que habían protegido con cavas, cestones y barreras. En la cúspide, medio ocultas tras lienzos y manteletes basculantes, reconoció las bombardas, la famosa artillería de Fernando.
—El cerro de los Lirios— dijo Alí el Cojo—. Le costó mucha sangre ganarlo al marqués de Cádiz. Los cristianos lo llaman el cerro de san Cristóbal.
Rodrigo Ponce de León, el marqués de Cádiz, era el principal general de Fernando. A Orbán le sorprendió que su acompañante supiera los nombres de los caballeros cristianos.
—Es que son ya muchos años guerreando y les vamos conociendo las mañas. Ellos también nos las conocen a nosotros, claro— señaló la meseta plana de san Cristóbal—. Ahí tienen la artillería pesada, aunque ahora no se ve.
—¿Qué clase de artillería pesada?
—Siete bombardas enormes, Las siete hermanas Jimenas que trajeron desde Vélez en barcos.
Fernando ha echado mano de todos los cañones que había en el reino, incluso unas viejas bombardas que quedaron en Algeciras cuando la tomaron los cristianos, hace más de cien años. Ha instalado dos talleres que no dan abasto y además compran bombardas en el extranjero. Hace poco llegaron dos carracas flamencas con trigo y bombardas de bronce. La pólvora la guardan en cuevas que han excavado en el lado opuesto del cerro.
El calor era agobiante a finales de julio. Cantaban las cigarras en los descampados, se buscaban la vida las hormigas y las moscas invadían las salas umbrías. Mucha gente dormía fuera de las casas, en las azoteas o en los jardines. Los muhaidines aspirantes a mártires de la yihad pernoctaban en la calle, acampados en torno a las fuentes hasta que la primera oración los despertaba y comenzaban su salmodia mirando a la Meca. El ambiente de la ciudad se enrarecía de día en día en la medida en que escaseaban los víveres y los cristianos se mostraban cada vez más decididos a no levantar el campo hasta cobrar la ciudad.
—Se van las golondrinas— se quejaba Jándula—. En este tiempo solía yo cosechar hortalizas y frutas en el huerto de mi señor. ¡Cómo echo de menos las verduras! La parte de la vida militar que peor llevo es lo de comer gachas a todas horas.
—Nosotros somos afortunados— replicaba Alí el Cojo—. Esos que deambulan por calles y plazas no tienen ni siquiera harina.
Orbán ocupó unos aposentos vacíos de la casa de la Pólvora. Dormía al raso, en un camastro que Jándula le instalaba en la azotea, con una alcarraza de agua a la cabecera sobre el pretil, donde la brisa del mar la refrescaba. En la duermevela, después de contemplar el manto oscuro del mar con las distantes lucecitas de los barcos aragoneses que parecían otro firmamento, Orbán se imaginaba que regresaba a Edirne, al Valle de los Herreros, a la tumba de Jana. Otras veces se figuraba que Jana vivía, y la rememoraba en los distintos estados de ánimo que cabían en ella, Jana riente, Jana enfadada, Jana absorta.
Jana desnuda, en verano, cuando bajaban al arroyo de Kalindros, cerca de la represa, donde los surcos de piedra conducían el agua a los molinos. Jana y Orbán solían sestear en el alto de Amiros, bajo las ramas del higuerón. En la reja del caz el agua formaba un remolino sobre el que flotaban las manzanas blancas, ácidas, tan ricas, que el viento derribaba de los árboles. Orbán le presentaba la mejor a Jana, tras comprobar que no estuviera agusanada, y donde ella mordía con su boca fresca posaba él después los labios. Su mordisco, que abarcaba el de ella, alcanzaba al corazón de la manzana, con sus semillas negras y su carne aromática y prieta.
Había mucho trabajo en el arsenal, especialmente en la casa de la pólvora. Orbán enseñó a Alí el Cojo y a Jándula a apellar la pólvora. La extendían al caer la tarde sobre grandes lienzos que ocupaban todo el patio empedrado para que el relente nocturno la humedeciera.
—Cualquiera diría que estamos echando a perder la pólvora— comentaba Alí el Cojo preocupado.
—Sin embargo la estamos adobando— explicaba Orbán—. Cuando acabemos con ella será más potente que antes y se podrá trasladar de un lado a otro sin que se separen sus componentes.
Orbán distinguía entre pólvora propiamente dicha, que para él se limitaba al carbón y al azufre, de la sal de China, como llamaba al salitre. Alí el Cojo se mostró un alumno aplicado. A los pocos días lo distinguía él también y miraba con cierto desprecio a los que continuaban llamando pólvora a la mezcla real.
Había faena en los molinos de la casa de la pólvora. La pólvora de los lienzos amanecía húmeda, pero luego el sol abrasador la secaba. A la caída de la tarde se habían formado unos grumos o galletas que los operarios trituraban en el molino de piedra
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Había que triturar los grumos de pólvora con cuidado en morteros de mano hasta reducirlos a polvo fino.
Un día Alí el Cojo invitó a almorzar a Orbán y a Jándula. Alí vivía en el barrio alto, el racimo de casas que descienden de Gibralfaro, a mitad de la cuesta. Tenía un criado y una esclava muda que atendía a los dos hombres de la casa, en noches alternas. Era Alí un hombre pacífico, moderada-mente aficionado al vino, aunque acudía puntualmente a las oraciones y el viernes no faltaba en la mezquita.
—Yo hubiera querido ser adalid, porque mi padre pasó media vida en un morabito— confesó—. Era un hombre muy severo, Alá lo tenga en su gloria, que me había inculcado el amor a la milicia, pero recién cumplidos los diez años un carro de aceituna me pasó por encima y hubo que cortarme medio pie. Me metí de ayudante en una herrería y acabé de cañonero de Muley Hacen.
—Creía que tu cojera te la había provocado la caída de un cañón— dijo Orbán.
—Eso es lo que digo cuando no hay confianza, pero tú ya eres como mi hermano.
Orbán sintió la cálida amistad del artillero, aquel hombre retraído que jamás abría su corazón. Alí escanció vino en las dos copas y bebió de la suya hasta la mitad antes de proseguir:
—Tenía una huertecilla en los Vélez. Allí, por este tiempo, llega la brisa del mar y sopla entre los abedules. Cada tarde una lechuza se posa en el emparrado y te mira con los ojos grandes. Me gustaría saber quién sestea bajo aquella parra que planté con mis manos. Ya nunca volveré allí.
Alí se fue adormeciendo. Entre sueños murmuró: «bocas recién besadas estercolan la tierra».
Orbán se levantó en silencio y le hizo una señal a Jándula: «Marchamos.» El criado de Alí abrió la puerta.
—Le dices que nos fuimos— susurró Orbán.
En las calles desiertas restallaba el sol del verano. La luz dolía en los ojos. Apestaban las basuras recalentadas en el regato seco. Los perros que antes las devoraban habían desaparecido. Y los gatos. Padecía hambre la ciudad. El Zegrí había prometido mantener Málaga hasta el último aliento y era hombre de palabra.
Llevaba Orbán un mes en Málaga y apenas conocía la ciudad. Por la mañana bajaba al molino de la pólvora donde pasaba el día trabajando, con una breve siesta después del almuerzo. A la caída de la tarde, pasado el calor, llegaba el muchacho de la taberna del puerto con un cuartillo de vino.
Lo pagaba, se encerraba en su habitación y pasaba el resto de la tarde canturreando en su idioma, hablando a veces en voz alta y emborrachándose. No volvía a aparecer hasta la mañana siguiente, muy temprano, cuando desayunaba pan tostado con aceite antes de dirigirse al arsenal. Pocas veces cenaba, si acaso algún fiambre, una sardina ahumada y un trozo de pan con aceite y miel. No se interesaba por ninguna mujer a pesar de que había abundancia de ellas en el barrio del puerto, no sólo las putas, sino muchas decentes que, impulsadas por el hambre, se entregaban por una hogaza de pan o medio queso.
Jándula se había acostumbrado a respetar su soledad cuando lo encontraba absorto en sus pensamientos.
—Es raro el turco— comentaba a veces con Alí el Cojo—. Será que los humos de la pólvora hacen loquear a la gente.
—¡Más humos que llevo yo respirados…!— decía Alí el Cojo—. Lo que le pasa a Orbán es que ha visto mucho mundo y las gentes así nos cerramos a la vida.
Jándula le había tomado aprecio y temía que aquella existencia insana minara su salud. No sabía si era un hombre solitario que prefería apartarse de la compañía humana o si aquella soledad era coyuntural, la propia del borracho en tierra extraña, lejos de los suyos. Jándula, desde que cobró cierta confianza, se lo había dicho algunas veces:
—Un hombre de tu edad, todavía firme para la lid, no es sano que pase el día trabajando como una bestia para quedar extenuado por la noche y empaparse en vino en lugar de entregarse al placer y a todo lo bueno que tiene la vida. Hay un tiempo para el trabajo y otro para el placer. El propio Mahoma dice que el placer es bueno y santo puesto que Alá lo ha dispuesto para sus criaturas.
Orbán sonreía y replicaba:
—Pero yo no soy musulmán, recuérdalo, y por lo tanto vivo al margen de los consejos del Profeta.
Otras veces decía:
—No tienes por qué velar mi sueño, si te apetece salir en busca de mujeres eres muy libre.
Pero Jándula le había cobrado afecto y cuando estaba en medio de la refriega amorosa lo asaltaba una especie de remordimiento.
—Yo aquí pasándomelo bien y Orbán solo como la luna, aferrado a un recuerdo como si la vida tan pródiga y hermosa hubiera dejado de tener sentido, seco como la pólvora.
Ésa era la vida de Orbán, el búlgaro.
Hasta el día en que se cruzó en su vida aquella mujer.
Había pasado la mañana en el arsenal y se dirigía con Jándula a Gibralfaro cuando se topó con ella al cruzar el mercado.
—¿Ocurre algo, amo?— dijo Jándula al verlo palidecer.
—Esa mujer…— murmuró.
Una mujer joven que discutía con el pescadero. Bajo la túnica azul añil se adivinaba un cuerpo hermoso de firmes muslos y armonioso trasero si bien los pechos podrían haber sido algo más grandes. No costaba imaginar una piel suave para los ungüentos, los aromas y las caricias.
"Ya era hora de que se fijara en una mujer", pensó Jándula.
Ella terminó de regatear, pagó, depositó su pescado en el cenachillo de palma que llevaba al brazo y reanudó su camino. Orbán la siguió, a prudente distancia, la suficiente para no perderla de vista, con Jándula detrás. Recorrieron la calle de la Parra y atravesaron la alcaicería. La mujer no se detuvo. Se internó por el callejón del Codo y dobló tres o cuatro esquinas de la medina hasta llegar a un portón azul. Dio dos golpes de aldaba y un esclavo negro le abrió un postigo. Entró y el postigo se cerró a su espalda.
Eso fue todo. Orbán y Jándula permanecieron allí, indecisos, hasta que Orbán reaccionó, como volviendo de un sueño.
—Verdaderamente es ella…— dijo—. Si no la hubiera visto muerta, si no hubiera amortajado su cadáver, si no hubiera besado sus labios yertos, si no hubiera acariciado sus brazos fríos, habría jurado que es ella.
—¿Quién?— preguntó Jándula.
—Jana, mi mujer.
Aguardaron un rato, inútilmente, a ver si se abría la puerta y aparecía nuevamente la mujer que se parecía a Jana. Después de insistir mucho, Jándula consiguió despegar de allí a su amo. Los esperaban en Gibralfaro donde el maestro de obras Ahmed Qasi dirigía la apertura de troneras bajas para los espingarderos, según las trazas de Orbán.
El resto del día el herrero búlgaro estuvo ensimismado y poco comunicativo. Absorto por completo en el recuerdo de aquella mujer.
Por la noche, después de la cena frugal, le dijo a Jándula:
—Averigua quién es.
Jándula había amistado con un pícaro llamado Bagadadi que a veces le suministraba grifa de la buena. Bagadadi se había criado en la calle y conocía por su nombre a todos los habitantes de la ciudad. Jándula invitó al pícaro a un tazón de ajoblanco fresquito en el puesto de la mezquita del Puente, junto al zoco de los caldereros. Se sentaron en el poyete, cada cual con su taza en la mano, y Jándula fue al grano. En cuanto le dijo dónde vivía la mujer misteriosa, Bagadadi la identificó.