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Authors: Juan Eslava Galán

El mercenario de Granada (6 page)

BOOK: El mercenario de Granada
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Centurione se asombró, una vez más, de las extrañas costumbres de los herreros búlgaros, gentes capaces de guardar ausencias a una esposa muerta.

Los herreros búlgaros creen en los espíritus que habitan el fuego y los metales, y en las almas de los difuntos eme acompañan y protegen a los vivos. Por eso Orbán les hablaba a los cañones entre dientes en una lengua ininteligible, búlgaro quizá, lo que sorprendía a los que lo consideraban un hombre prudente y de seso.

Aquella noche, cuando terminó la jarra de vino, Orbán se despidió y marchó a la alcazaba, Jándula a su lado, alumbrándole el camino con una linterna de aceite. En el puerto reinaba cierta animación porque la taberna de los francos estaba atestada de marineros procedentes de una docena de barcos de distintas naciones.

Orbán y su criado recorrieron en silencio las calles desiertas, atravesaron un par de plazuelas con bultos de gentes durmiendo al raso, bajo las estrellas, para escapar del calor de las casas, y se encaminaron a la cuesta empedrada que conduce a la alcazaba. El portero los reconoció y les franqueó la entrada. Subieron al pabellón que les habían asignado y se acostaron, Orbán dentro, en un camastro con colchoneta, y el criado fuera, junto a la puerta, sobre una manta doble.

Al día siguiente, Centurione invitó a almorzar a Orbán en una sala baja de la fonda de los genoveses. Les montaron la mesa junto al pozo con brocal de piedra donde metían las frascas de vino a enfriar. El búlgaro y el genovés charlaron como viejos amigos.

—Me he informado un poco de cómo están las cosas en Málaga— dijo Centurione en tono confidencial—. Parece que la gente, los mercaderes, los artesanos, los hortelanos y los pescadores, apoyan a Boabdil. No es que Boabdil les parezca mejor que su tío, es que declarándose sus súbditos se ponen a salvo de los cristianos. El mercader Alí Dordux, la mayor fortuna de la ciudad, envía constantes correos a al-Zagal para denunciar los atropellos de los cenetes, pero al-Zagal hace oídos sordos. Le da igual lo que ocurra con tal de que la ciudad resista. Quiere que los cristianos se rompan los dientes contra sus muros.

—¿Quiénes son esos cenetes?

—Cenetes. Bárbaros africanos reclutados en las montañas del Atlas. Son como vuestros jenízaros.

Hace mucho que Granada los emplea como mercenarios. Los califas de Granada no pueden pasar sin ellos porque son los que les aseguran el sometimiento de la población y las únicas tropas válidas para lidiar contra los cristianos.

El mesonero puso sobre la mesa el cordero a la miel, la hogaza de pan blanco y dos copas de vino. Centurione había dispuesto que el maestresala retirara la botella y no volviera a servir para evitar que Orbán se excediera. Los dos amigos se centraron en la comida durante un buen rato, cada cual atento a su plato, sin cambiar palabra.

Cuando el maestresala retiró el servicio, Centurione apuró la media copa de vino que le quedaba, se enjugó los labios con un paño y prosiguió.

—Los cenetes son gente fiera. Además en Málaga hay muchos hombres desesperados que no esperan compasión de los cristianos: hay muchos judaizantes escapados de la inquisición de Sevilla, los helches o renegados y bastantes bandoleros (monfíes, como ellos dicen) huidos de la serranía de Ronda después de perpetrar fechorías contra sus correligionarios y contra los cristianos. Lo que quiero decirte con esto es que probablemente será un largo asedio y a lo mejor cuando pasen unos meses, el bloqueo aragonés se hace más impermeable y no te es posible escapar de la ciudad.

Orbán apuró su copa con aire melancólico.

—Bueno. No creo que me pueda ocurrir algo más grave que la muerte.

Los postres transcurrieron en un silencio sombrío. Después Orbán se despidió de Centurione con un abrazo amistoso.

—Espero que volvamos a vernos— dijo Centurione.

Orbán asintió en silencio.

Ya salía cuando Centurione lo contuvo por el brazo.

—Raramente me equivoco al juzgar una persona, ese ojo que debe tener todo buen mercader, pero cuando te vi borracho la primera vez pensé que eras un pobre hombre, una burla que los turcos hacían al sultán de Granada.

—¿Y ahora has cambiado de opinión?— preguntó Orbán con sorna.

—Ahora pienso otra cosa. He aprendido de ti.

—Yo también he aprendido de ti.

—¿Por qué te emborrachas?

Orbán miró al suelo. Quizá nunca se había hecho aquella pregunta.

—Porque cada día me levanto y tengo que fingir que creo en algunas cosas— murmuró al fin.

—¿Y no crees en ellas?— dijo el genovés—. Eso me ocurre también a mí.

—Pero yo no creo en ninguna.

Centurione asintió. Nuevamente hicieron la zalema y se despidieron.

VII

Al amanecer, Orbán y su criado recogieron sus pertenencias y se encaminaron al puerto acompañados por uno de los secretarios de al-Zagal. Había una flotilla de faluchos con la que los moros enviaban refuerzos a Málaga, burlando el bloqueo cristiano. Un marino experto, Ahmed al Faqundi, aguardaba a Orbán para trasladarlo a Málaga. Antes de despedirse, el secretario entregó a Orbán una carta bermeja, su presentación para Ahmed el Zegrí, el alcaide de Málaga.

Salieron del puerto a fuerza de remo, que manejaban al Faqundi y su ayudante. Cuando estuvieron lejos del promontorio sacaron los remos de sus chumaceras, los depositaron en el fondo de la embarcación e izaron una vela triangular con la que navegaron todo el día, Orbán y su criado debajo de la toldilla, en la popa, porque el sol pegaba fuerte, y al Faqundi y su hombre en la proa, atentos a la navegación. No se alejaron mucho de la costa. Cuando empezaba a oscurecer columbraron las luces de Motril y desembarcaron en una cala de difícil acceso, invisible desde tierra. Allí se estuvieron todo el día siguiente. Había una gruta con un manantial de agua dulce y en los charcos dejados por la marea alta abundaban los cangrejos. Encendieron una pequeña fogata e hirvieron unas docenas.

Mientras esperaban a que oscureciera, para reanudar viaje, al Faqundi ofreció a su pasajero un puñado de higos secos.

—Has de saber, señor, que en Málaga te esperan con impaciencia. Fernando nos tiene muy aquejados con sus cañones. Cercados por tierra y aislados por la flota aragonesa que vigila el mar, sólo podemos sobrevivir si derrotamos a Fernando. Yo vi las cosas venir, hice mi equipaje y me retiré a tiempo. He dejado a un primo en Málaga que vela por mis intereses. Si los cristianos se van, que lo dudo, regresaré y recuperaré lo mío. Si no se van, de todos modos lo daba por perdido. Lo más importante es lo que llevamos dentro de la camisa, después de todo.

Anocheció. Al Faqundi se levantó y dijo:

—Es la hora.

Partieron nuevamente y navegaron toda la noche sin perder de vista las luces de la costa hasta que empezó a clarear el nuevo día y al Faqundi se arrimó a otra ensenada donde aguardaron, al abrigo de unas rocas, a que oscureciera, como la víspera. Después zarparon nuevamente costa adelante, sin luces que los delataran. Divisaron a lo lejos docenas de luminarias, inmóviles como estrellas.

—Son los fanales de los navíos cristianos— dijo al Faqundi—. Dicen que hay hasta cuatrocientos. De noche están quedos, pero de día patrullan el mar para evitar que la ciudad reciba refuerzos.

Vieron también las fogatas de los campamentos cristianos en torno a la ciudad, cientos de ellas a distintas alturas, sobre cerros y valles. Con precaución, se ciñeron a la costa. La noche estaba oscura, pero la espuma brillaba al golpear contra las rocas con un fulgor fosforescente.

Entraron en Málaga a oscuras, en aquel puerto que de día está lleno de gente y de luz más que ningún otro. Los guardias los ayudaron a amarrar la lancha. Avisaron al caid del puerto.

—Un artillero que manda al-Zagal— lo presentó al Faqundi después de la zalema—. Trae cartas para el Zegrí.

—¿Urgentes?

—No.

—Pues entonces tendrá que dormir en el cuerpo de guardia. El muro portuario está cerrado. Son órdenes.

El cuerpo de guardia era amplio y cómodo, con una fila de camastros separados por mantas. Durmieron mejor que en el barco, una noche suave, después de los grandes calores de los días precedentes. Orbán se levantó cuando empezaba a amanecer y subió a la azotea para contemplar la ciudad. De un lado el mar color violeta que se adensaba entre nieblas, del otro la ladera empinada de roca parda sobre la que se levantaban, cercanos y unidos por una muralla, los dos castillos, Gibralfaro y el Risco. El caserío estaba cercado por una muralla con ochenta y tres torreones. El castillo de Gibralfaro era una alcazaba independiente con su propio circuito de murallas, de treinta y dos torreones. Una ciudad fuerte, pensó Orbán, pero las ciudades fuertes se desploman frente a los cañones y, al parecer, Fernando había concentrado toda su artillería delante de aquellos muros.

Contempló Orbán el caserío blanco que se extendía entre Gibralfaro y el mar, un abigarrado con-junto de casas, en su mayoría modestas, con terrados lisos y tejados, sobre el que destacaba media docena de minaretes con el remate de azulejos que brillaban al sol. Las manchas oscuras de los huertos ocupaban casi tanto espacio como las viviendas. Sobre las bardas terrosas sobresalía el verdor de las palmeras, los naranjos y los cidros. Al fondo, más allá del puerto, los tejados rojos de las atarazanas parecían ocupar buena parte de la ciudad.

Orbán y su criado desayunaron sendos tazones de leche y rebanadas de pan tostado regadas con aceite y miel. En ello estaban cuando llegó un enviado del alcaide.

—El Zegrí te aguarda en el arsenal.

Se les agregó una escolta de tres cenetes enjutos, el rostro huesudo, los ojos pequeños y vivos.

Orbán no supo discernir si eran morenos, con la piel atezada por el sol, o simplemente sucios. Llevaban perpuntes de cuero y zaragüelles amplios.

Cruzaron un mercado con una docena de puestos de verduras mustias y frutas pasadas. Al paso de los cenetes, los viandantes se apartaban con una expresión de temor o respeto.

En el palmeral, junto a la mezquita mayor, se congregaba una multitud de enlutados muhaidines llegados de muchos lugares del Islam para combatir en la yihad, los que anhelan el martirio para ganar el paraíso.

Un anciano de elevada estatura, vestido como un mendigo, la barba gris y sucia casi por la cintura, la mirada de fuego, predicaba:

—¡Malagueños! ¿Hasta cuándo cerraréis vuestros corazones a Alá, el clemente, el misericordioso?

¿Hasta cuándo fingiréis ignorar que si os veis así, en trance de ser devorados por los lobos cristianos, se debe a vuestros pecados? ¡Os habéis apartado de Alá, el clemente, el misericordioso, para entregaros al vicio y a la molicie! ¡La música y los cantos de los borrachos se escuchan más que la voz del muecín llamando a la oración! ¡Pensáis solamente en dar placer a la carne, en las sedas, los lujos y los aretes de las orejas, en danzarinas y en el vino! ¡Olvidáis a los huérfanos y las viudas que a vuestro alrededor pordiosean! El que da y quita os vuelve la espalda. Lo que tenéis se lo debéis a Alá, el providente. ¡Ni el sudario con el que os van a enterrar es vuestro! ¡Abominad de las sedas y de los ungüentos, sacad el arca la túnica sencilla de vuestros abuelos, orad y seguid los preceptos y él fortalecerá vuestro brazo con un nuevo vigor para que rompáis los dientes a los perros cristianos y veréis la ciudad y la tierra de al-Andalus!

El arsenal estaba junto a las atarazanas, en la parte llana de la ciudad, cerca del puerto. El portero reconoció a los cenetes y franqueó la entrada. Atravesaron un patio amplio empedrado en el que media docena de africanos, todos entecos y morenos, barrían los cagajones de las bestias. Uno indicó dónde estaba el jefe.

—Ésta es la casa de la pólvora— informó el guía.

El Zegrí inspeccionaba la instalación de un molino en la fábrica de la pólvora. Lo acompañaba su artillero mayor, Alí el Cojo.

El Zegrí leyó la carta bermeja del califa que el búlgaro le entregó. Le ofreció asiento a Orbán en un poyo del amplio zaguán y se sentó a su lado. Bajo su túnica corta se adivinaba una cota de malla.

Era delgado, alto y fuerte, de rostro agradable, con una barbita pelirroja recortada por un peluquero. No parecía militar. A Orbán le recordó un famoso poeta turco que componía alabanzas a Bayaceto. Sin embargo, el Zegrí dirigía la defensa de la ciudad con mano de hierro. Aquella mañana había hecho degollar a cinco acaparadores y a un encubridor.

—¿Qué tal el viaje?— preguntó con una sonrisa amable, como si realmente le importara. No prestó atención a la respuesta del herrero—. El Zagal piensa que los turcos entendéis de cañones tanto como los germanos o como los milaneses. ¿Es eso cierto?

—No sé cuánto entienden los milaneses— respondió Orbán precavido.

Se sonrió el Zegrí.

—En ese caso te mostraré tu taller.

Se levantó y le indicó que lo siguiera. Se internaron en el polvorín seguidos por Alí el Cojo y dos oficiales.

En una estancia había varios barriles de pólvora. El Zegrí destapó uno y sacó un puñado de polvo negro.

—¿Puedes decirme si esta pólvora es de buena calidad?

Orbán tomó un poco de pólvora y se la extendió por la palma de la mano. La examinó a la luz que se filtraba por una alta lumbrera, la olisqueó.

—No es mala, pero tampoco es buena.

—Se la compramos a los písanos. Ellos nos venden pólvora de segunda y nos la cobran como si fuera de primera. Seguramente reservan la mejor para Fernando. En adelante tú supervisarás los envíos antes de aceptar el pago.

—No creo que el defecto sea de los písanos— dijo Orbán—. La pólvora que ellos fabrican es toda de la misma calidad. Lo que varía es el cuidado que le dan los clientes.

—¿Insinúas que no cuidamos bien nuestra pólvora?— intervino Alí el Cojo.

Era un hombre de cierta edad, de complexión fuerte, cejijunto, con un turbante pringoso calado hasta las cejas, con el pie sin coyuntura porque se lo aplastó el retroceso de un cañón.

—No, no insinúo nada— respondió Orbán sin alterar su voz—. Lo que ocurre es que cuando la pólvora recorre grandes distancias pierde calidad y hay que adobarla.

—¿Adobar la pólvora?— rezongó Alí el Cojo—. ¡Nunca he escuchado una tontería mayor! ¿Qué

haces? ¿Le añades salitre o azufre?

—La pólvora pisana es buena— insistió Orbán—. No hay que añadirle nada. Sólo hay que empastarla y granearla para que sus componentes se compensen. Con el vaivén de los barcos y de las carretas, los componentes tienden a separarse y los que pesan más se van al fondo. De ese modo pierde entereza y no arde como debiera.

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