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Authors: Juan Eslava Galán

El mercenario de Granada (10 page)

BOOK: El mercenario de Granada
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Circularon criados vestidos con túnicas blancas y bandejas con variados manjares, cordero tajine con dátiles, con su punto de jengibre, cilantro, azafrán, sal y pimienta, y gallina jorobada, el plato favorito del Zegrí, en el que la supuesta joroba del ave no es sino un relleno majado de ajo, canela, huevos y garum, presentado en una bandeja con ramitas de ruda, especias y yemas de huevos cocidas.

Aunque casi todos los notables malagueños guardaban vino en sus casas, que iban administrando sabiamente, alargándolo para hacerlo durar mientras se prolongara el asedio, en la fiesta se resignaron a beber sorbete de granada, horchata y limonada, dado que asistían los jefes cenetes, los caudillos muhaidines y otros devotos islámicos que se hubieran escandalizado ante una frasca de mosto.

Las conversaciones optimistas de la primera hora dieron paso a las confidencias de los corrillos.

Pasaban bandejas de víveres y los invitados los tomaban en pequeñas porciones con los dedos.

Ninguno de ellos pertenecía a la inmensa mayoría de los habitantes de la ciudad que padecían hambre. En el camino de regreso a las cocinas, a salvo de la mirada inquisitiva del mayordomo, los criados y los camareros se embutían en la boca grandes pellas de alimento.

Cuando todos se hubieron saciado, el Zegrí se levantó de su jamuga, abrazó a Orbán, y alzando la voz, que lo oyeran todos, le dijo:

—¡Ayer restauraste el honor de Alá! Tu hazaña al humillar el orgullo de Fernando te asegura un asiento perdurable en la galería de los héroes. Pídeme lo que quieras y te lo concederé.

—No tienes que darme nada— respondió Orbán un poco incómodo—. Sólo he practicado mi oficio. A eso vine.

El Zegrí rió de buena gana mostrando su dentadura de lobo.

—¡Practicar su oficio! ¿Lo habéis oído?— exclamó volviéndose hacia la concurrencia—. ¡No seas modesto, hombre! Has hecho bastante más que practicar tu oficio. No sé qué clase de mago eres.

Llevo toda mi vida combatiendo, he visto disparar muchos cañones y nunca había presenciado un prodigio semejante. ¡Un ángel ha bajado del cielo para llevar en sus manos la bala de hierro y castigar la soberbia de Fernando! Insisto en concederte lo que quieras. Málaga está rendida a tus pies.— Se volvió hacia los asistentes y preguntó—: ¿No se merece este muhaidin, combatiente de la fe, una recompensa?

Un murmullo aprobatorio se elevó de la concurrencia. Incluso Alí Dordux y los suyos estuvieron de acuerdo en que se la merecía.

—Propongo que los mercaderes, cuyos intereses estamos defendiendo, hagan una colecta voluntaria entre ellos y le entreguen cien piezas de oro.

Dos docenas de cabezas alarmadas se volvieron hacia el gordo Alí Dordux que en aquel momento se llevaba a la boca una costilla de chivo. Antes de hablar la devolvió a la bandeja, requirió a su criado de cabecera, que le acercó una escudilla de plata con agua de rosas en la que se lavó los dedos, gordos como morcillas. El Zegrí, con su media sonrisa feroz, aguardaba la opinión del rico mercader. Alí Dordux alzó las manos en solicitud de silencio y dijo:

—Los mercaderes a los que me honro en representar en esta ilustre asamblea, como el resto de los malagueños, le debemos perpetuo agradecimiento al hombre que ha humillado a Fernando, de eso no cabe la menor duda— murmullos de aprobación—. No obstante, y conste que lo último que yo quisiera es empañar con mis palabras la alegría de esta asamblea, ¿qué hemos logrado? Suponiendo que verdaderamente hayamos destruido las bombardas que dicen que se han destruido, ¿qué importa? ¿Acaso no dispone Fernando de otras? ¿No recibe continuamente refuerzos por tierra y por mar, víveres, cañones y soldados de toda la cristiandad que acuden a ganar esa bula que llaman de la Cruzada? Ahí, delante de nuestros muros, tenemos ingleses, portugueses, franceses, suizos, toda la escoria de la cristiandad, gentes de mil leches que acuden como moscas a la herida de al-Andalus, sedientas de sangre y de ganancias. Decenas de herrerías producen cañones para Fernando. ¿Qué importancia tiene que le destruyamos media docena? Mañana mismo los reemplazará con dos docenas. En los días pasados hemos tenido algunas alegrías tan grandes como las de hoy, pero ¿acaso no se han convertido después en aflicción y tristeza? Acordaos de las esperanzas que pusimos en los navíos. Ahora están en el fondo del mar. Y las naves de Aragón, cada vez más numerosas, nos tienen bloqueados. En la mar occidental, que antes era nuestra, sólo transitan las naos que aprovisionan a los cristianos de vituallas y pólvora. Valencia, Barcelona, Sicilia, Portugal… toda la cristiandad apoya a Fernando, mientras el Islam nos desampara y nos ignora. Repito que yo soy el primero en alegrarse de los éxitos de nuestro buen amigo Orbán, y lo fe-licito por ello, pero creo que debemos moderar nuestro entusiasmo y pensar, una vez más, si no convendría más a los intereses de los creyentes y de la ciudad tratar con Fernando unas condiciones honrosas para que podamos conservar lo que tenemos antes de que sea demasiado tarde y se pierda todo.

El Zegrí le dirigió una mirada rencorosa.

—Alí Dordux no ha dicho nada nuevo— replicó—: que debemos entregarnos a Fernando para que haga de nosotros lo que le plazca. En otros labios esa declaración podría sonar a traición, pero yo sé que Alí Dordux es un buen musulmán que obra en conciencia, aunque esté muy equivocado.

Por eso, por el momento, no tendremos en cuenta sus palabras. En cuanto a nuestro amigo el ilustre Orbán debo decir que la modestia es un collar admirable que adorna su cuello. No obstante, no puedo aceptarla. Un hombre debe tener el reconocimiento que merece para que, viendo el ejemplo de su virtud, los que no son nada aspiren a ser como él. No de otro modo avanza la comunidad de los creyentes y progresan sus estados. A una hazaña tamaña corresponde una buena recompensa. ¡Insisto en concedérsela! Este hombre ha venido como un regalo de Alá y lo hemos puesto a trabajar sin procurarle comodidad alguna. Hasta ahora ha vivido en un cuartel, en un aposento desnudo del arsenal, con solamente un criado. Desde hoy residirá en la casa que era de Ubaid Taqafi, el traidor, en la cuesta de las Parras, y se le asignará una renta digna y un servicio de esclavos y caballos a costa del erario público.

Los jeques y los cenetes coincidieron en que era una recompensa más que merecida y alabaron la justicia del Zegrí; los mercaderes mostraron un entusiasmo más moderado.

—No es todo.— El alcaide solicitó silencio levantando las manos para acallar los murmullos—. Hay algo más. Nuestro amigo Orbán necesita una mujer que alegre sus noches y que cuide de su persona, a ver si entre todos conseguimos que vista con el decoro que corresponde a un notable.— Se volvió hacia él y le guiñó un ojo—. Tengo entendido que hay en la ciudad una cautiva que ha halla-do gracia a sus ojos, la esclava cristiana de Ubaid Taqafi.

—Es cierto, Sidi— se apresuró a certificar Alí el Cojo—. Eso es del dominio público.

Orbán se sonrojó al ver publicada tan crudamente su pasión secreta.

—¿Qué dices, Orbán, aceptas la esclava?— preguntó el alcaide con una sonrisa cómplice.

—Señor, no me pertenece— balbuceó Orbán.

—Los bienes de los traidores que huyen con Boabdil y Fernando pertenecen ahora al Estado y el Estado te recompensa con esa esclava y con esa casa.

—No sé qué decir.

—No tienes mucho que decir. Al-Zagal te recompensa por tus servicios, y para que sirva de ejemplo a los tibios y derrotistas presentes y ausentes— dijo el Zegrí mirando intencionadamente a los mercaderes.

—Acepto— murmuró Orbán.

—Muy bien— sonrió el Zegrí—. Seguro como estaba de tu asentimiento, ya había ordenado que trasladaran tu equipaje a tu nueva morada.

Terminó la fiesta. Los invitados se despidieron del Zegrí y abandonaron Gibralfaro comentando el súbito encumbramiento del herrero búlgaro. Orbán salió de los últimos. Al verlo, Jándula se precipitó sobre él y tuvo que reprimirse para no abrazarlo. Le hizo la zalema y le besó la mano y el borde de la túnica.

—¡Yo sabía que algún día te iban a valorar, amo! ¡Ya era hora de que brillara la Justicia! ¡Alá es Grande, además de Misericordioso y todo lo demás que pregona el muecín!

Orbán estaba un poco aturdido por las dádivas del Zegrí. No era un cortesano, pero por razón de su oficio y de su familia, llevaba toda la vida en contacto con la corte del sultán de Estambul. Sabía que todo lo que asciende demasiado rápido, cae con la misma o mayor celeridad. Por otra parte, no se entusiasmaba ni se apesadumbraba fácilmente. Aceptaba los éxitos y los fracasos como accidentes que depara la vida.

—Vámonos a casa, Jándula, que mañana nos espera mucho trabajo.

Caminaron hasta la nueva residencia precedidos por un criado que portaba una linterna de aceite, Jándula con su parloteo excitado, Orbán en meditativo silencio.

El Zegrí le había entregado a Isabel. En ningún momento dijo si en propiedad o sólo en préstamo.

Supuso que mientras durara el asedio, o mientras permaneciera en su favor. Y el favor del Zegrí se ganaba mediante hazañas militares. La única preocupación del alcaide de Málaga era quebrarle los dientes a Fernando y obligarlo a levantar el cerco.

La vivienda asignada a Orbán era una mansión en la zona residencial, sobre la colina de los Céfiros, con una terraza balconada que asomaba al mar por encima del arsenal.

El edificio principal tenía dos plantas en torno a un amplio patio central. Arriates de plantas balsámicas rodeaban los muros. En el centro, una fuente baja, de cerámica, alimentaba un estanque en el que nadaban ciprinos dorados y flotaban nenúfares azules y blancos. La casa tenía también su huerta con muchos árboles frutales, todo encerrado por una tapia.

Cuando llegaron, la fachada estaba alumbrada con una docena de candiles de aceite, como si fuera fiesta. El mayordomo, un anciano pulcramente vestido de blanco, con un gorrillo rojo en la mano, acudió solícito a dar la bienvenida. Quiso besar la mano del nuevo señor, lo que Orbán no permitió, y le entregó solemnemente un manojo de llaves que el búlgaro le devolvió con deferencia. En el vestíbulo aguardaban tres criados jóvenes y un cocinero viejo, que el mayordomo presentó al señor.

—¿Deseas que te muestre la casa, señor?

—Mañana, quizá. Esta noche estoy cansado.

—En tal caso, el dormitorio principal está preparado.

El mayordomo lo acompañó hasta el aposento, en el piso superior. Era una estancia muy amplia.

La lámpara de bronce, que iluminaba la tarima sobre la que habían extendido una colchoneta con su sábana, no disipaba la penumbra de los rincones.

Se despidió el mayordomo y Orbán echó el cerrojo. Se sentía aturdido. Demasiadas sensaciones en poco tiempo. Se sentó en un extremo de la cama. Se miró las manos endurecidas, las uñas re-machadas de obrero manual. A la luz de la lámpara parecían herramientas. El favor de los poderosos. Te honran mientras los sirves. El día que Fernando desmonte tus bombardas caerás en desgracia.

Intentaba ordenar los pensamientos cuando lo sobresaltó un tintineo de ajorcas en la penumbra.

No estaba solo.

Orbán tomó la lamparilla de aceite y la elevó en la dirección del sonido. Allí estaba Isabel de Hardón, seria y recogida, con la túnica añil que le había visto otras veces. Sentada en un poyo de la terraza, la muchacha lloraba en silencio. Su silueta se recortaba en el fondo de estrellas, con las distantes luces de los barcos aragoneses al fondo.

Orbán se le acercó, el corazón palpitándole fuertemente en el pecho, y tomó asiento a su lado. No esperaba verla tan pronto. Había supuesto que el Zegrí se la enviaría al día siguiente de una manera más formal. Contempló a su sabor el rostro de la muchacha. De cerca se parecía menos aja-na, lo que le agradó porque alejaba el doloroso fantasma de la mujer muerta. Era ella misma, Isa—

bel, no otra persona. Una mujer de la que no sabía nada, una extraña con la que, sin embargo, estaba familiarizado porque la había observado muchas veces y su imagen había llenado muchas vigilias febriles. Nunca la había encontrado tan bella. De cerca, tan indefensa, mirando a su nuevo dueño con sus bellos ojos de cierva herida, le parecía la mujer más hermosa de la tierra.

Tragó saliva Orbán. El corazón le latía en la garganta.

—No te esperaba tan pronto— confesó—. ¿Cómo te llamas?

—Sabes cómo me llamo.— La voz de la muchacha sonó destemplada. Como había imaginado tantas veces hablaba un árabe tortuoso, con fuerte acento castellano—. Llevas un tiempo siguiéndome por los zocos, espiando la casa de Ubaid Taqafi.

Asintió Orbán en medio de las tinieblas. Ella lo miró a los ojos con los suyos arrasados en lágrimas.

—Tuve una esposa que se parecía mucho a ti— dijo el búlgaro—. Se llamaba Jana. Murió hace años.

La muchacha comprendió.

—Yo me llamo Isabel— dijo en un susurro.

Ahogó un sollozo. Orbán titubeó antes de ponerle una mano en el hombro. Percibió bajo la fina túnica de lino un leve escalofrío. Recordó un poema del turco Algazil. «Como las almas perdidas que habitan los torbellinos de nieve del Ararat…»

Isabel lloraba en silencio.

—¿Por qué lloras? Si quieres puedes irte.

Ella le dirigió una mirada alarmada y suplicante. Negó con la cabeza, incapaz de articular palabra.

—No— dijo al fin—, no es eso.— Y después de un par de hipos—: Me da igual donde esté. Soy esclava. Prefiero estar aquí. La vida será menos espantosa que al lado de Taqafi.

—No quiero retenerte contra tu voluntad— dijo Orbán.

Isabel se enjugaba los ojos con el borde de las mangas.

—No, es eso, señor, perdóname. Ya se me pasará.

—Llamaré al mayordomo para que te prepare una alcoba.

—No, por favor, señor, déjame contigo— le suplicó mirándolo a los ojos nuevamente—. Si creen que no te agrado me devolverán con el Zegrí y quizá me regale a algún cénete. Me acurrucaré en ese rincón. No voy a molestarte. Te serviré sin rechistar.

Orbán asintió. Mientras ella se acomodaba, salió a la terraza, para permitirle algo de intimidad.

Contempló las estrellas mientras la brisa del mar le refrescaba el rostro. A lo lejos, las luces levemente oscilantes de las naves aragonesas.

Cuando Orbán regresó al aposento, Isabel estaba dormida o fingía estarlo. Había extendido un camastro, con dos cobertores y una sábana, en el rincón opuesto de la estancia. Orbán se desvistió y se acostó en el lecho principal. Le costó conciliar el sueño. Demasiados sucesos en pocas horas: la victoria sobre los cristianos, el súbito encumbramiento en el favor del Zegrí, el regalo del palacete y, lo más importante de todo, aquella muchacha extrañamente parecida a Jana.

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