El mercenario de Granada (14 page)

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Authors: Juan Eslava Galán

BOOK: El mercenario de Granada
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Orbán alargó la mirada hasta donde el camino se perdía tras el cerrete de la Sal. Por allí no dejaban de llegar carros de bueyes escoltados por peones, docenas de ellos que se encaminaban can-sinamente al campamento. Detrás de los carros llegaban las cureñas alargadas con ruedas macizas, bombardas tapadas con lienzos.— Allí están los cañones.

—He contado veintidós, amo— dijo Jándula.

—Veintidós ribadoquines— precisó Orbán.

Llegó Alí el Cojo.

—Puede ser una estratagema para desanimarnos. Me consta que toda la artillería estaba ya aquí.

Los perros nos están disparando con todo lo que tienen. En Guadix, Aliatar puso palos en las murallas para figurar cañones. Pueden haber copiado la idea.

—Éstos no son figurados— observó Orbán sombríamente—. Mira cómo se clavan las llantas en el suelo, mira el esfuerzo de los bueyes. Son cañones de hierro.

Isabel traía consigo nuevas tropas de refresco y más bastimentos.

Aquella tarde el trueno poderoso de una de las hermanas Jimenas arrancó a Orbán del sopor de la siesta. Prestó oído y percibió el silbido familiar del bolaño de granito describiendo su parábola en el aire. Después un golpe sordo de piedra contra piedra: había impactado en una torre.

Orbán cerró los ojos y esperó la nueva explosión, la segunda hermana Jimena. Percibió dos disparos casi simultáneos y transcurridos unos segundos los correspondientes impactos, nuevamente piedra sobre piedra.

Ramírez de Madrid estaba bombardeando la muralla. A Las siete hermanas Jimenas se unió todo un coro de piezas de diversos calibres. La tos seca de los ribadoquines destacaba sobre los truenos graves de las bombardas y el trueno más agudo de los pasavolantes: la orquesta artillera celebraba la llegada de Isabel con un concierto en el que participaban todas las voces.

Orbán se vistió, sin prisa, y salió al muro. Miró el campo enemigo. Una nube blanca, de pólvora quemada, flotaba en las alturas de san Cristóbal.

—¿Respondemos?— preguntó con ansiedad Alí el Cojo.

Orbán miró los terraplenes y los pesados manteletes que protegían la artillería cristiana. Ramírez de Madrid había hecho un buen trabajo. Aprendía rápido. Ahora tendría que afinar mucho para desmontarle las piezas, puesto que prácticamente no dejaba ver más que las bocas de sus cañones y muchas de ellas incluso quedaban ocultas tras un mantelete basculante entre tiro y tiro.

Habría necesitado morteros abiertos para acertar, tirando a ciegas, detrás de los terraplenes, pero Ramírez de Madrid sabía que Orbán no disponía de ellos.

—¡Subid las alzas dos muescas!— ordenó Orbán.

—¿Dos muescas?— se extrañó Alí el Cojo—. Los tiros irán demasiado lejos, pasarán por encima de los cañones de Fernando.

—¡Haz lo que te digo, Alí!

Alí el Cojo se encogió de hombros y obedeció a regañadientes. Sus hombres elevaron las alzas.

Actuaban torpemente en medio de la lluvia de proyectiles que Ramírez de Madrid enviaba sin plan fijo, contra un sector amplio de la muralla, solamente por diversión. En un promontorio más alejado, dentro del campamento cristiano, la reina y sus damas contemplaban fascinadas el espectáculo.

Algunas se llevaban las manos a los oídos. Las acompañaban los prebostes de la corte, el rey y Rodrigo, el duque de Cádiz. El Zegrí lo reconoció por su peto negro y su estandarte de batalla.

—¡El gallo se pavonea ante las gallinas!— declaró.

El Zegrí había reclamado los trofeos de la batalla de la Ajarquía guardados en la torre de las Palomas, las banderas que unos años antes arrebató al marqués de Cádiz. Algunos cenetes subieron a

la azotea de la torre mayor y agitaron las banderas y algunos coseletes cristianos sobre picas y perchas. Otros hacían gestos de burla a los del campamento y dando la espalda se levantaban la camisa y les mostraban el culo.

El de Cádiz, furioso por aquella exhibición que recordaba a los reyes su vergonzosa derrota de unos años atrás, ordenó que la artillería disparara a discreción hasta nueva orden. Hizo llamar a Ramírez de Madrid.

—Maestro artillero, ¿ves aquella torre donde ondean mis banderas cautivas y desde la que nos afrentan y se burlan de nosotros?

—La veo, señor.

—¡Destrúyela inmediatamente!

—Ahora no podrá ser, señor— respondió el artillero—. No tenemos las cargas preparadas.

—¿Cuándo entonces?

—Mañana podríamos tenerlo todo listo.

—¡Entonces, mañana! ¡Sin falta!

Temblaba la tierra y el aire se adensaba con el clamor de la artillería.

Llegó jadeando un enviado del Zegrí.

—¡Que respondan todos los cañones!

—No están listos— informó Orbán—. Sólo puedo responder con algunos, según sea menester.

Orbán se asomó a la muralla.

—¡Vaciad los cartuchos un tercio!— ordenó.

—Señor, eso restará potencia— protestó Jándula.

—Es lo que pretendemos. Los proyectiles caerán por su peso apenas sobrevuelen el terraplén.

—¡Les caerán sobre las cabezas!— celebró Alí el Cojo comprendiendo el propósito del búlgaro.

—A falta de mortero, los cañones pueden servir— repuso Orbán—, pero como los bolaños no se elevan mucho, tampoco harán gran daño, solamente los vamos a desconcertar un poco.

—¡Creerán que tenemos morteros!

Orbán negó con la cabeza.

—No lo creo. Los cristianos están bien informados de lo que tenemos y de lo que nos falta. Y ese hombre, Ramírez de Madrid, conoce su oficio y no se dejará amilanar por unos cuantos pedruscos lloviendo del cielo.

Orbán sabía que el tiro, a ciegas, era muy impreciso. Solamente serviría para rebajar la arrogancia de los cristianos. Quizá acertaran en alguna pieza por casualidad.

Los contendientes intercambiaron disparos por espacio de una hora. Después Ramírez de Madrid ordenó detener el fuego y la reina y sus damas regresaron a sus tiendas muy satisfechas de la exhibición del arte real, la guerra moderna que convertiría a los caballeros justadores en antiguallas.

Un hermoso espectáculo.

Pasado el cañoneo, Orbán se asomó al parapeto, la cara negra, tiznada y sudorosa, y miró el cerro de san Cristóbal, donde lentamente se disipaba la espesa nube de humo blanco de la pólvora quemada. Jándula le alargó una toalla empapada en agua, con la que el artillero se refrescó la cabeza y el cuello.

—Tienen más de cincuenta bocas de fuego— calculó Orbán—. Cuando se empleen a fondo, esta muralla no resistirá más que un par de días. Necesitamos los ribadoquines largos lo antes posible.

Sólo eso los mantendrá a distancia.

«Si no recurren a las minas», añadió para sí, pero se abstuvo de comentarlo en voz alta.

Al caer la tarde, apaciguados los ánimos, la fiesta proseguía en el campamento cristiano con chirimías, músicas y luces.

Jándula estaba puntualmente informado. Con Isabel Y su hija, la infanta Isabel, habían llegado el Gran Cardenal don Pedro González de Mendoza, Hernando de Talavera, confesor de la reina; el obispo de Segovia y dos docenas de prelados, cortesanos y caballeros de mucho nombre, un séquito de lo más lucido de Castilla. Traían tiendas y bastimentos, mucho grano, mucho lienzo y muchas bestias de tiro, además de refuerzos de tropa y caballería. Llegaban para quedarse.

—Málaga está perdida— reiteró Orbán como para sí.

En el campamento cristiano crecía el rumor de las músicas y chirimías.

—Les han repartido ración extra de vino— rezongó Alí el Cojo—. ¡Otra vez están contentos los perros!

Llevaba muy mal Alí el Cojo la prohibición coránica de beber vino, si bien con cierta frecuencia la vulneraba.

XVII

El deán Pedro Maqueda supervisó la instalación de su tienda antes de reunirse con su tío, el obispo de Segovia, para cumplimentar al rey Fernando. Acababan de llegar en el séquito de la reina Isabel con las cien lanzas que aportaba el obispo y las quinientas del burgo segoviano, todas al mando del deán.

En la tienda real se había producido una aglomeración de magnates, caballeros y altos dignatarios eclesiásticos. Los recién llegados buscaban a sus amigos y primos que llevaban meses en el cerco de Málaga. Los amigos se saludaban efusivamente; los rivales se ignoraban. La costumbre era postrarse ante los reyes, Isabel y Fernando, por familias o merindades.

Entre los reunidos estaban los alfaqueques reales, funcionarios redentores de cautivos, entre ellos Alfonso de Santa Cruz, oriundo de Ávila, quien, cuando vio al deán Maqueda, se le acercó y le dijo:

—¡Me huelgo de veros, deán! Cuando podáis, tengo noticias que interesan a su paternidad.

Viniendo del alfaqueque, sólo podían ser noticias de Isabel. El deán agarró el brazo del sujeto con su mano de hierro y casi lo arrastró fuera de la muchedumbre cortesana.

—¿Qué sabéis de Isabel?

Sonrió el alfaqueque bajo su barba gris y rala.

—Ya veo que la impaciencia os devora, deán. Pensaba saludar al rey con mi alfaqueque mayor.

—¡Eso, después!— repicó Maqueda con impaciencia—. ¿Qué hay de Isabel?

—La tenéis ahí enfrente, a menos de una legua— señaló la ciudad cercada.

—¿En Málaga?

—En Málaga, sí. Su amo…

—¡Su amo soy yo!— corrigió secamente Maqueda.

—El moro que la tenía, Ubaid Taqafi, desertó del bando de al-Zagal y se ha pasado a Boabdil. Hace un mes que huyó de Málaga dejando a Isabel en manos de sus enemigos, muy a pesar suyo.

—¿Y ella? ¿Con quién está ahora?

—Al-Zagal ha requisado las propiedades de los traidores. Isabel está ahora al servicio de un artillero que han traído de Turquía, un tal Urbano.

—¡Cómprala!— urgió el deán—. ¡A cualquier precio!

—No es tan fácil, su paternidad. Fernando ha prohibido cualquier trato con los sitiados. ¿Habéis visto dos ahorcados en el camino del campamento? Dos sargentos que tenían amores con una puta mora en los rebequines del muro.

—Yo te conseguiré un salvoconducto.

—No lo dudo. Si es así, estoy a vuestro servicio— dijo Santa Cruz con una reverencia—. Nuestras tiendas están donde los contadores.

Aquella tarde, después del besamanos a los reyes y del almuerzo con los sargentos de la mesnada, el deán Maqueda fue a ver a su tío, el obispo de Segovia.

El obispo de Segovia era un patriarca venerable al que la reina Isabel tenía en alta estima, porque militó entre sus primeros partidarios cuando ella sólo era una aspirante al trono de Castilla. Después había puesto sus tesoros y sus mesnadas al servicio de la causa isabelina, en la guerra civil contra su sobrina Juana la Beltraneja. El obispo figuraba desde entonces en el consejo de la reina.

Isabel acudía a él con frecuencia para consultarle dudas y dificultades. Era además el hombre más sabio del reino, ducho en lecturas tanto de padres cristianos y escrituras santas como de filósofos paganos o moros, Aristóteles, Averroes y otros. Su biblioteca, que siempre viajaba con él, se componía de más de quinientos libros en latín, griego, hebreo, toscano y romance.

El deán Maqueda lo encontró leyendo el manual de medicina de Dioscórides en un viejo manuscrito griego.

—Tío, necesito pedirte un favor— dijo arrodillándose ante él.

El obispo de Segovia era un anciano nudoso con los ojos hundidos en dos profundos cuévanos, debido a una vida de estudio y diplomacia. Tenía la nariz tan grande como su hijo. La marca de la sangre. Puso una mano sarmentosa y fría sobre la tonsura del deán.

—¡Álzate, Pedrito! Dime.

—Tío necesito un salvoconducto de los reyes para que el alfaqueque Alfonso de Santa Cruz entre en Málaga.

—¿Por qué?

—Mi criada Isabel. El moro que la tenía huyó y ahora se la han dado a un artillero turco.

El prelado emitió un profundo suspiro. Se apoyó en el respaldo de su sillón y contempló a su hijo con los ojos cansados y acuosos.

—Pedro, Pedro… ¿Cuándo te quitarás de la cabeza a esa mujer?

—¡Nunca, tío! No puedo vivir sin ella. Es mi tormento y mi pecado.

—Tu pecado…— repitió el obispo mirando a su hijo con infinita piedad—. Todos somos hijos del pecado, Pero ese pecado te atormenta y te mata, ¿por qué no la olvidas?

El deán Maqueda se esforzó en reprimir la ira. El obispo era ahora viejo y aconsejaba templanza, pero de joven mantuvo un harén de tres barraganas, entre ellas su madre. Era fácil predicar templanza cuando las tentaciones de la carne lo habían abandonado.

—¡No puedo, tío! Es más de lo que soporto yo, que lo soporto todo. ¡Dame trabajos! Te serviré toda la vida como te he servido hasta ahora, pero no me apartes de ella.

—Tú mismo te apartaste. ¡Cabezón! Te empeñaste en llevar a tu barragana a la guerra. Te lo advertí. Ya ves…

El prelado aludía a la jornada de la Ajarquía, cuando los moros rondeños desbarataron a un ejército cristiano. En el campamento saqueado, entre los vivanderos que acompañaban al ejército, encontraron a Isabel, que fue parte del botín. El deán tuvo que huir, malherido a uña de caballo, dejando a su barragana en manos del enemigo.

—Llevarla conmigo en aquella jornada fue un error, tío, pero ya he purgado lo suficiente. Ahora quiero recuperarla.

El prelado miró al Dioscórides, sobre el atril. Su hijo lo había interrumpido en lo más interesante de la lectura. ¿Serviría de algo que intentara convencerlo para que olvidara a la mujer?

—Estará follada por unos y otros— argumentó—, tantos años entre los moros…

—¡No me importa, tío! La quiero en mi casa otra vez.

—¡En tu cama, la barragana!— precisó el obispo.

—¡Sí, en mi cama!

Había un tono de desafío en las palabras del deán.

El obispo se pasó una mano por el rostro surcado de arrugas. Desde su experiencia como hombre y como pastor comprendía la debilidad humana. Él mismo sentía debilidad por aquel hijo suyo que le había salido demasiado aficionado a las armas, a las mujeres y a la caza y demasiado poco a la teología. A pesar de lo cual trabajaba para conseguirle algún día una mitra episcopal y quién sabe si más adelante un capelo cardenalicio.

—Y necesitas un salvoconducto para ese carrilero de Alfonso de Santa Cruz— suspiró el prelado.

—Sí.

El obispo sacudió la cabeza. Su hijo, tan vehemente como él cuando era joven. Una vez más cedió a su amor paternal.

—Está bien— concedió—. Hablaré con los reyes.

—¡Gracias, tío!— Pedro Maqueda besó efusivamente las manos del anciano comenzando por el corazón de la diestra donde el prelado lucía un anillo con un grueso rubí espinela.

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