El médico de Nueva York (20 page)

BOOK: El médico de Nueva York
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Ben lanzó un gemido. Mariana corrió a su lado y le abrigó mejor con la manta.

—Ese día la situación empezó a cambiar. Desde entonces ésta ha sido nuestra ciudad y nuestro país. —Acarició la mejilla de su hermano—. Su padre era uno de los nuestros —susurró, alzando la mirada hacia Tonneman.

El doctor cogió un trapo limpio, lo mojó y se arrodilló frente a Mariana.

—Tienes sangre en la cara.

Mirándole fijamente con esos ojazos negros abiertos de par en par, Mariana permitió que le pusiera la mano en el mentón y le limpiara la cara. Una vela parpadeó; estaba a punto de apagarse. Tonneman sintió una especie de hormigueo por todo el cuerpo. Le tembló la mano.

32

Sábado 25 de noviembre. Noche

Alentado por el éxito de la misión y sabiendo que podía obtener un buen puñado de dinero por la venta del azufre, Hickey enfiló Church Street, dobló a la derecha y se encaminó hacia la «tierra sagrada». Se excitó sólo con pensar en lo que le esperaba.

Los primeros prostíbulos de la zona no le convencieron. Le apetecía algo más íntimo, aunque no con esa vieja puta gorda con la cara llena de verrugas.

—Sé cómo hacerte feliz, cariño —prometió la ramera, cuyo aliento olía a cebolla.

—Vete al carajo, puta de mierda.

La ramera retrocedió un paso y le escupió desde una distancia prudencial.

—Vete al infierno, desgraciado.

El irlandés la amenazó con pegarle un puñetazo en la cara, y ella salió corriendo hacia el extremo opuesto de la calle. Hickey se quitó la saliva helada de la cara. En ese preciso instante distinguió a lo lejos a la fulana que quería, antes incluso que ella se fijara en él. Abrigada con una pesada capa, venía de la dirección de Broadway.

Hickey sacó unas monedas del bolsillo y las pasó de una mano a la otra, recreándose en el ruido que producían. Estaba seguro de que la chica reconocería el sonido y se acercaría.

Hickey se mordió el labio al ver que la mujer erguía la espalda. Mientras ella aceleraba el paso, el hombre guardó las monedas en el bolsillo, todas menos una. Advirtió que la prostituta lo observaba. Cuando se acercó a él servilmente, se sintió satisfecho al comprobar que era más alta que él.

—Seré buena contigo, cariño, te lo prometo —dijo con acento londinense, sonriendo sin apartar la vista de la moneda—. De todos modos, valgo más que esa moneda.

Hickey emitió un gruñido ronco.

—Bueno, no hablemos de dinero, cariño. Ven conmigo, y te juro que no te arrepentirás. —La chica le acarició el pecho y las partes íntimas—. Haré que te corras de placer.

El irlandés le cogió la muñeca y la apretó. Le hizo daño, pero no se quejó. Eso le gustó a Hickey.

—Yo no me voy con nadie, cerda. Si quieres el dinero, vendrás conmigo.

La prostituta vaciló un instante antes de hablar:

—A sus órdenes, capitán. Nancy está lista para complacerle.

La chica le rozó con movimientos felinos. Hickey aspiró su olor corporal. La bufanda de lana negra con que la mujer se tapaba cayó al suelo, descubriendo una cabellera rojiza.

Hickey respiró hondo, sumamente excitado. Con esa altura y ese pelo rojizo, la noche sería mejor de lo que había supuesto.

Había alquilado una habitación detrás de la carnicería Gunderson de Little Dock Street porque el olor le recordaba su hogar y la tienda de Dick Kineally. Allí había aprendido el oficio de carnicero. Mientras él realizaba todo el trabajo, el bastardo de Dick, el carnicero, se pasaba el rato arriba, metiéndole la polla a su pobre madre.

La tienda estaba vacía; no quedaba ni el gato. Gunderson había enviado a su familia a Long Island y, dado que era medio sordo, no se enteraría de nada si él y la fulana se pasaban la noche follando y cantando
Yankee Doodle.

Sin embargo, Hickey no podía dedicar toda la noche a entretenerse con la ramera. Tenía una cita con el Gordo.

Para divertirse, la llevó a la tienda.

—Oye, ¿qué hacemos aquí?

—Aquí es donde guardo el alcohol. —Cogiéndola en brazos, la colocó encima del tajo de carnicero—. Te gusta el alcohol, ¿no?

—Sí. Un poco de alcohol para animar la fiesta.

—Ahora vuelvo.

—¿Cómo?

—Voy a buscar la botella.

Con ese pretexto, Hickey fingió ir a la trastienda; en realidad subió a su habitación para coger la botella de coñac.

No tardaron mucho en vaciarla. Tumbada sobre el tajo con las piernas abiertas, la mujer entonaba una cancioncita de amor y flores, mientras se le insinuaba y le sonreía. El irlandés le presionó los ojos con los dedos y echó a reír. Esa puta borracha se parecía muchísimo a su madre.

Empezó a sudar. La agarró por el cuello, y la chica se vio forzada a concluir la canción. A continuación le quitó la ropa, la inmovilizó en el tajo y la penetró, sin dejar de insultarla por ser una ruin prostituta.

Ella le devolvió los insultos y se lo folló con rabia hasta que ambos cayeron extenuados.

Hickey despertó sin saber qué hora era. Nancy continuaba tumbada de espaldas en el tajo, durmiendo con la boca abierta y roncando. Le sacudió la cabeza para despertarla. La mujer se quejó y abrió los ojos. Se mostró confusa al principio, hasta que reconoció el lugar. Tendiendo los brazos hacia Hickey, dijo con tono arrullador:

—Ven con mamá, mi querido niño.

Hickey le cortó la cabeza con un hacha de carnicero.

Dejó el carro del carnicero delante de la tienda y cargó el bulto. Agradeció que la noche fuera fría. Tenía previsto arrojar el cuerpo donde había lanzado el de Jane, pero de repente le vino a la cabeza la casa de Rutgers Hill.

—Adelante, caballo —dijo satisfecho—. Tengo un regalo para los rebeldes.

El cielo estaba oscuro, sin estrellas. La única iluminación procedía de las farolas. La ciudad estaba en calma. Las ruedas del carro apenas se oían chirriar debido a la espesa capa de nieve que cubría las calles.

Cuando por fin llegó a la casa de Rutgers Hill, separó las dos partes del bulto y envolvió de nuevo la más grande. Se apeó del carro, llevó la carga hasta la puerta principal y la dejó allí, en uno de los escalones de piedra, al tiempo que echaba a reír.

—Un poco de carne para la sopa del patriota.

El irlandés regresó al carro silbando
Yankee Doodle
; cogió la cabeza de Nancy por la cabellera rojiza y la balanceó. Un instante antes de arrojarla al pozo, los ojos sin vida de Nancy se cruzaron con los suyos.

33

Sábado 25 de noviembre. Noche

Domingo 26 de noviembre. Temprano por la mañana

Gretel estaba tumbada de espaldas, con la cofia puesta y tapada hasta las orejas, acostada como un bebé. No podía dormir. Había arreglado la cocina y se había acostado pronto, después de haberse pasado la tarde fregando los suelos y lavando la ropa.

Ni Johnny ni el doctor Jamison habían cenado en casa, de modo que no tuvo que interrumpir sus tareas. Una vez en la cama, notó que le dolía la espalda y que tenía las rodillas entumecidas. Cerró los ojos y se volvió hacia un lado, su preferido.

No podía dejar de pensar en el doctor Jamison. Deseaba agarrar al eminente doctor por su maldito cuello
tory
y cortárselo como a un pollo.

—Ach
—murmuró—, nadie puede salvar su propia sombra.

Se volvió hacia el otro lado y trató de conciliar el sueño. No pudo.

Johnny no necesitaba al doctor Jamison, de eso estaba convencida. Lo que su Johnny necesitaba era una esposa y media docena de niños; la hija de un buen patriota y la casa llena de niños felices a quienes ella abrazaría, besaría y prepararía pasteles. La idea la hizo tan feliz que echó a reír sola. Luego lanzó un suspiro.

Seguía sin poder quitarse de la cabeza a esa furcia de mirada descarada. Se preguntó de dónde habría salido. Gretel sabía que no había salido de la habitación de Johnny. Él era lo bastante respetable para no invitar a una prostituta a su casa. Además, ese día Johnny se había levantado muy temprano. Sin duda había salido de la habitación del doctor Jamison.

A Gretel no le gustaba mucho el amigo de Johnny. En el fondo, se alegraba de que se trasladase a otra casa. No era una buena persona. La
Fingerspitzengefühl,
la intuición, jamás le fallaba. «Cuando los americanos consigan expulsar a los ingleses de Nueva York, el doctor Jamison regresará a Inglaterra», pensó.

Había montado en cólera cuando, por la mañana, había subido al piso de arriba para arreglar las habitaciones. El dormitorio del doctor Jamison estaba impregnado del perfume de la prostituta; las sábanas estaban manchadas de carmín y olían a hombre y mujer. El doctor Peter jamás había llevado a una mujer a casa, por lo menos no desde que ella había aceptado el puesto de ama de llaves. No era su estilo. De todos modos, Gretel era consciente de que los tiempos habían cambiado. La relación entre hombre y mujer ya no seguía las viejas normas.

Gretel echaba de menos al viejo doctor, a pesar de que el último año había hecho cosas raras, como trabar amistad con la chica Mendoza. Gretel le había comentado que no le parecía muy normal que una chica se vistiera con ropas masculinas y no entendía cómo, a su edad, podía pasar tantas horas con una niña, independientemente de que le enseñara medicina. Gretel sabía por su amiga Deborah, que trabajaba para los Mendoza, que la familia estaba muy preocupada por la joven. ¿Quién querría casarse con una muchacha tan extraña, aun siendo su padre un rico comerciante?

Gretel consiguió dormir, pero no tardó en volver a despertar. Oyó que Johnny llegaba a casa, subía por las escaleras y llamaba a la puerta del doctor Jamison. Podría haberle dicho que el doctor aún no había regresado. Luego oyó que Johnny cerraba la puerta. La casa quedó en silencio.

Al cabo de un rato oyó que el doctor Jamison llegaba a casa. Finalmente consiguió conciliar el sueño.

Gretel no estaba segura de qué la había despertado. Sigilosa como un ratón, salió de la cama, se cubrió con un chal y abrió la puerta. Vio que la niña Mendoza, vestida de chico, entraba en el dormitorio de Johnny. Gretel quedó estupefacta. Concluyó que el doctor Jamison representaba una mala influencia para su amo.

Cuando se disponía a regresar a su habitación, observó que la joven Mendoza salía del dormitorio de Johnny y bajaba por las escaleras. Unos minutos después, éste la siguió. Gretel se puso las zapatillas y los siguió. Cuando descubrió que atendían a un chico herido, Gretel supuso que lo hacían por la causa.

«Johnny ha asumido el papel de su padre», pensó con satisfacción mientras se retiraba con sigilo a su habitación.

Volvió a conciliar el sueño. De nuevo despertó de golpe, debido a un extraño ruido procedente del exterior, de la entrada principal de la casa.

Gretel se levantó de la cama y abrió la ventana que daba a la calle. Distinguió la silueta de un hombre de pie junto al pozo. El individuo la miró, echó a reír y luego desapareció en la oscuridad.

34

Domingo 26 de noviembre. Madrugada

Los astilleros estaban ubicados al sur de Division Street, cerca del cementerio judío. A esa hora —pasadas las dos de la madrugada—, no había nadie en la zona, y los prostíbulos semejaban oscuros centinelas entre los astilleros y el East River.

Hickey se había citado en Latham porque era el lugar más alejado de los astilleros. Cuando terminara con el Gordo, despertaría a Benson, le obligaría a abrir el establecimiento y se hartaría de cerveza.

Ató la yegua negra a la baranda, al lado del caballo moteado gris. La yegua tocó con la pata el suelo helado.

—Ya comerás más tarde, furcia.

Se dirigió hacia el muelle. El Gordo le aguardaba, cual espectro blanco bajo la nieve.

Hickey silbó las primeras siete notas de
Yankee Doodle.
El Gordo avanzó unos pasos, y cuando estuvieron cara a cara el irlandés preguntó:

—¿Está todo preparado? —Le pasó un dedo sucio por la garganta. El Gordo lo apartó con violencia. Hickey lanzó una carcajada—. Ha regresado al norte. No tengo ningún inconveniente en marcharme a Cambridge.

—Tienes el alma podrida, ¿verdad? —dijo el Gordo con cierta repugnancia.

—Tienes razón, estoy podrido. Por eso me pagas. ¿Alma? Hace mucho que la vendí al diablo. —Rió con amargura—. Por desgracia me pagó muy mal por ella.

—No me gustan estas horas intempestivas —protestó el Gordo con altivez—. A las dos de la madrugada me gusta estar acostado.

—Tenía cosas que hacer.

—¿Qué cosas?

—No es asunto tuyo.

Hickey contempló en silencio, a través de la oscuridad, los prostíbulos, el agua tranquila y los astilleros. El armazón de un barco por terminar arrojaba inquietantes sombras.

El Gordo lo imitó; a Hickey le hizo gracia. Se había enterado no hacía mucho de quién era el Gordo, y por tanto sabía que ese jodido también tenía intereses en algunos prostíbulos. La guerra le enriquecería. Si Hickey jugaba sucio, parte de las riquezas del Gordo irían a parar a sus bolsillos.

—Washington morirá —anunció el Gordo—. Es una certeza tan verdadera como que existe la monarquía. El único interrogante es cuándo, lo que depende de varias cosas que están aún por determinar.

—Continúa, por favor. Tengo información.

—¿Qué clase de información?

—Suculenta. Pero cuesta unos dólares.

—Te pagaré.

—Si veo la moneda, seguro que se me engrasa la lengua.

El Gordo se palpó el bolsillo del abrigo.

—Tendrás el dinero, canalla codicioso.

Hickey gruñó.

—El miércoles 15 de noviembre el general se entrevistó con un tipo de Connecticut en la taberna La Cabeza de la Reina...

—Añade a Sam Fraunces a la lista de los que serán ahorcados cuando todo termine.

—Se llama David Bushnell. Estudió en Yale. Ese tal Bushnell asegura que ha inventado un barco submarino capaz de colocar minas bajo el agua. Se llama «Tortuga marina». ¡Qué nombre más ingenioso!, ¿no te parece? Afirma tener pólvora que puede encenderse bajo el agua.

La yegua de Hickey relinchó y empujó al otro animal con la cabeza, al tiempo que le mordía. Su dueño cogió un puñado de nieve del suelo y lo arrojó contra la yegua, que relinchó enfadada mientras la otra montura bufaba y piafaba.

—Ese animal tuyo es demasiado mezquino para seguir viviendo.

Hickey esbozó una sonrisa.

—Igual que yo.

—Sabemos lo del invento de Bushnell.

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