El médico de Nueva York (17 page)

BOOK: El médico de Nueva York
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La mansión de Richard Edward Willard se hallaba en Crown Street, al oeste de Broadway, en la zona donde residían las familias más acaudaladas.

Allí, la noche era prácticamente día, pues había farolas cada tres edificios. La casa de Willard tenía tres plantas, y la entrada estaba adornada con dos farolas.

La balaustrada del piso superior también estaba iluminada, de modo que los dos médicos pudieron contemplar una ancha avenida con una magnífica vista a la bahía de Nueva York.

—Sorprendente —comentó Jamie mientras observaba el frontón partido de la entrada. Él y Tonneman desmontaron y entregaron las riendas al mozo de Willard—. Esta calle debió de ser trazada directamente desde Grosvenor Square.

El viento les levantó la capa y los despeinó, de manera que perdieron unos instantes arreglándose la ropa y el cabello antes de entrar en la casa.

—El clima de tu querida ciudad deja mucho que desear —comentó Jamie mientras de colocaba bien el sombrero.

—Cualquiera que viva cerca del Támesis...

Jamie no estaba dispuesto a perder la batalla dialéctica.

—En Virginia no se me helaría la sangre, y tampoco en las Indias occidentales.

En el vestíbulo había una espléndida escalinata, con pasamanos de caoba.

Tonneman se echó a reír.

—Esto es sólo el principio. Ya te acostumbrarás. Te prometo que aprenderás a disfrutarlo.

Jamie, algo molesto, tendió la capa y el sombrero al lacayo en librea. Tonneman hizo lo mismo. Un mayordomo vestido con unos calzones y una chaqueta de satén azul les cogió las invitaciones y les indicó que pasaran a una habitación a la izquierda del vestíbulo.

La sala estaba iluminada por unos elegantes candelabros. Para evitar que una repentina corriente de aire apagara las velas, éstas estaban protegidas con unos globos de cristal. Aun así, cuando el mayordomo abrió la puerta, las velas vacilaron; la habitación se ensombreció por unos instantes.

Los reunidos en la sala levantaron la mirada, expectantes.

—El señor John Peter Tonneman, juez de paz y cirujano. El señor Maurice Arthur Jamison, cirujano, natural de Londres, nombrado por Su Ilustre Majestad el rey Jorge tercer director del colegio de medicina del King's College —anunció el mayordomo en tono estentóreo.

A pesar de que la chimenea y las cortinas de damasco doradas con cenefas mantenían la habitación caliente, las cuatro damas llevaban chales de lana encima de los vestidos de noche de tafetán y seda. Acaso los chales eran una concesión a los poco recatados escotes, muy a la europea.

Tonneman y Jamie fueron saludados por un caballero corpulento y autoritario, cuyo rostro les resultó familiar.

—¡Vaya! —exclamó Jamie—. Es usted quien...

—Ahora recuerdo —dijo Tonneman—. Es usted quien la semana pasada dispersó a los congregados alrededor de la efigie.

Se trataba del hombre del traje de terciopelo color burdeos.

—Y usted es el héroe de ese día, doctor Tonneman. Encantado de nuevo. Soy Richard Willard, para servirle. ¿Jerez?

Era el marido de Abigail; un hombre fuerte, mucho mayor que ella y obviamente muy rico y poderoso. El joven médico imberbe de siete años atrás tenía todas las de perder frente a ese hombre. Pero ¿y ahora? Tonneman respiró hondo. No quería perder el tiempo con esas tonterías.

Esos pensamientos se vieron interrumpidos cuando un lacayo se acercó con una bandeja. Tonneman y Jamie cogieron un vaso, y el primero se divirtió observando a su amigo.

—Señor Willard, me anima el día. Hasta ahora mi amigo Jamie no ha dejado de repetir que Nueva York no tiene ni punto de comparación con su querida Londres. Estoy convencido de que a partir de hoy cantará otra canción.

—Brindemos por ello —propuso Willard—, a condición de que la canción no sea
Yankee Doodle.

Las alfombras eran francesas, y los muebles al estilo Chippendale inglés. De hecho, casi todo en la casa era inglés, incluido el papel de las paredes, de diseño francés, que mostraba escenas rurales de damas y caballeros divirtiéndose en bellos jardines. Abundaban también los accesorios de plata y porcelana.

Se hicieron las presentaciones. Abigail, vestida de azul —como la recordaba Tonneman—, lo observó atentamente escondida detrás de un abanico azul. Lucía un peinado muy a la moda londinense, rizado y recogido en lo alto de la cabeza. En el sofá, sentada junto a Abigail, había una mujer muy atractiva de aproximadamente la misma edad que Richard Willard, con un peinado semejante al de Abigail. Era Grace Greenaway, la cuñada de Abigail. Llevaba un vestido muy ceñido de color verde pálido con un generoso escote. Jamie se inclinó y le besó la mano, sosteniéndola un poco más de lo normal. Grace Greenaway se percató inmediatamente de ello y le dedicó una seductora sonrisa.

Willard describió, quizá con demasiado dramatismo, cómo Tonneman había socorrido, la semana anterior, a la chica del cesto.

Abigail sonrió maliciosamente y asintió con la cabeza.

—El mismo John de siempre. Cuando era pequeño, siempre rescataba a los gatos que se encaramaban a los árboles. Nos han explicado que hoy has hecho lo mismo, ¿es cierto, querido John?

Willard parpadeó. Tonneman clavó la mirada en el jerez.

La señora Greenaway hizo un gesto coqueto con el abanico y a continuación indicó a Jamie que se sentara a su lado en el sofá.

Jamie guiñó el ojo a su amigo y tomó asiento. Grace Greenaway le dio unos golpecitos en la rodilla con el abanico.

—Es usted la vida imagen de mi difunto marido, Simón, cuando era joven.

—Qué gracia —repuso Jamie, inclinándose hacia ella.

—Mi difunto marido...

A la señora Greenaway le encantaba hablar; a Tonneman le molestaba escucharla, pues era una mujer ordinaria que se creía muy fina. Vestía con demasiada elegancia y se maquillaba en exceso para ocultar su verdadera edad. Lucía collar, pendientes y anillos de rubíes y diamantes. Por el aspecto, se deducía que hacía ya unos años que había enviudado. Se mostraba jovial, sonriente y coqueta con Jamie.

Se inició una nueva ronda de presentaciones que fue bruscamente interrumpida por un desgraciado incidente; a Jamie le cayó el vaso de jerez al suelo.

—¡Oh, cielos! —exclamó la señora Greenaway.

Un criado se acercó inmediatamente para limpiar los restos de cristal y jerez.

Jamie, blanco como el papel, se examinó el corte que se había hecho en el pulgar. Tonneman le tomó la mano.

—¿No te parece que es un poco madurita, amigo? —susurró al oído de Jamie mientras le envolvía la herida con un pañuelo de seda.

—De nuevo ayudando a los desvalidos, querido John.

Jamie le dio una palmada cariñosa en la espalda, y todos echaron a reír.

La tercera mujer de la sala era la hija de Grace Greenaway, Emma, una chica normal y corriente, sencilla, a diferencia de su madre. Era alta, desgarbada, pecosa, con una nariz grande. La muchacha no dejaba de morderse los labios, consciente de que tenía la dentadura poco afortunada. El vestido amarillo que lucía daba un matiz cetrino a su tez. Sólo se parecía a su madre en la medida del busto, que trataba de disimular sin éxito bajo el chal. Llevaba un collar y unos pendientes de perlas.

Emma se mostraba incómoda. Se sonrojó cuando Jamie se dirigió a ella. No obstante, habló con él mirándole directamente a los ojos.

El otro hombre de la sala, Phillip Apthorp, despotricaba contra los Hijos de la Libertad. Su esposa, Sally, una mujer menuda ataviada con un vestido azul lavanda, hizo cuanto pudo para calmarle. Todo indicaba que Apthorp formaba parte del consejo provincial del gobernador Tryon y que se sentía profundamente dolido por el trato que éste recibía.

—Yo digo que esos Hijos de la Libertad son unos malditos desgraciados —proclamó Willard—. Vamos a derrotarles. Brindemos a la salud del rey Jorge.

Willard explicó a Jamie y las damas que era fundamental pagar los impuestos para que el ejército se encargara de reprimir a los rebeldes.

—Ante todo, es esencial que haya orden en las colonias de Su Majestad.

De pie, Tonneman escuchaba vagamente las palabras de Willard cuando reparó en que Abigail lo observaba. La mujer desvió la mirada, pero su marido tuvo tiempo de fijarse. Richard Willard apretó la mandíbula y siguió argumentando por qué era tan sumamente necesario mantener el orden.

—Libertad, vaya tontería.

—Eso mismo opino yo —asintió Apthorp—. Gozan de toda la libertad que necesitan, y más.

—Pues yo añadiría —intervino Jamie con un nuevo vaso de jerez en la mano— que los delincuentes disfrutarán de toda la libertad que quieran en el infierno.

Se anunció que la cena estaba servida. Jamie acompañó a Abigail, Tonneman a la señora Apthorp; el señor Apthorp a la tímida Emma, y Richard Willard a su hermana.

En el comedor, iluminado por dos candelabros, había una magnífica mesa con copas de cristal, platos de porcelana y cubiertos de plata para ocho personas. En el centro descansaban unas bandejas con caramelos y frutas.

La cena consistió en ostras, pollo y cordero asados, verduras y patatas y vino francés.

—Emma, aparta la nariz del plato y deja de jugar con la comida —ordenó la señora Greenaway—. Mi hija, doctor Jamison, me amarga la vida.

Emma se sonrojó.

—Si me permite el consejo, señora Greenaway —dijo Jamie—, ¿por qué no lleva un día a la niña a la consulta del doctor Tonneman? Le extraería ese diente que le sobra.

—¿Para qué? —preguntó el capitán Willard.

—A... a... I... Irene me ha escrito desde Londres. Ella... ella... dice que los entendidos con... consideran que las p... patatas son malas para la salud —tartamudeó Emma.

Grace Greenaway lanzó un suspiro de sufrimiento.

—No seas estúpida.

—Irene asegura que las patatas provocan lepra, sífilis y escrófula.

—Me duele que hables así delante de... ¿De dónde has sacado esa horrible palabra?

—¿Escrófula?

—Emma...

—Irene dice que...

—Basta ya de tanta Irene.

Los dos médicos se abstuvieron de cualquier comentario. Ya no se habló más de la dentadura de la pobre Emma. Por suerte, dejaron a un lado el tema de Irene, las patatas y la sífilis, y conversaron de la escasa variedad de espectáculos que ofrecía la ciudad, para terminar con lo difícil que resultaba comprar cualquier artículo de consumo, debido a que muchas tiendas estaban cerradas y numerosos ciudadanos abandonaban la ciudad.

Después de que les sirvieran queso Stilton y peras al horno, pudín, cuajada y café, Apthorp comentó:

—Hoy ha estado a punto de suceder lo peor en el taller de Rivington.

Willard carraspeó ostensiblemente para que Apthorp midiera las palabras.

—Venga, hombre —exclamó Grace Greenaway desplegando el abanico—. Toda la ciudad sabe que doscientos rebeldes armados han entrado en la imprenta del señor Rivington y le han arrojado las... no sé exactamente qué era... las letras...

—Los caracteres —corrigió Abigail, al tiempo que lanzaba una mirada a Tonneman aprovechando que su marido estaba distraído.

Grace Greenaway asintió con la cabeza.

—... los caracteres al río.

—No —replicó la señora Apthorp con júbilo—. Tengo entendido que robaron los caracteres para fundirlos y luego fabricar balas. Eran de plomo.

—Cotilleos; no son más que cotilleos maliciosos de los rebeldes —repuso Willard visiblemente enfadado.

—Y toda la ciudad sabe que un médico valiente... —la señora Greenaway miró a Tonneman— evitó que emplumaran al señor Rivington. —Como Tonneman permaneció en silencio se volvió hacia Jamie—. ¿Doctor?

—Yo no, señora —respondió Jamie—, como ya debe saber. Yo no habría sido ni tan valiente ni tan temerario. Fue mi amigo quien evitó que el señor Rivington fuera emplumado.

Abigail profirió un grito sofocado.

Tonneman mostró el puño a su colega.

—Eres un canalla. Tú también estabas allí, a mi lado.

Jamie sonrió.

—Pero tú eras el líder valiente, y yo sólo un modesto secuaz a tu sombra —repuso entre carcajadas, mirando primero a la señora Greenaway y guiñando luego el ojo a Emma.

La joven se sonrojó.

—Oh, Dios mío —dijo Abigail a Tonneman—, podrían haberte herido. —Se volvió hacia su marido—. ¿Verdad, Richard?

—Esos rebeldes son unos asesinos y ladrones, la escoria de nuestra sociedad. No respetan ninguna ley, ni la del gobernador ni la del ejército; peor aún, ni siquiera respetan al rey. Eso es intolerable —declaró Willard.

Grace Greenaway lanzó varias carcajadas.

—¡Menudo héroe! ¡Qué grande eres! Deberíamos colgar a esos bastardos y terminar con la anarquía de una vez por todas.

Willard dirigió una mirada a su esposa.

—Señoras —dijo Abigail, levantándose—, ¿por qué no dejamos que los caballeros fumen sus puros y tomen café en el salón? No tarden demasiado, caballeros. Les espera una velada musical muy agradable —comentó con una sonrisa afable mientras salían.

Un lacayo entró con una botella de coñac, que otro sirvió en copas de cristal. Willard cogió un puro y, mientras los criados atendían a los demás, le arrancó con los dientes un extremo y lo mojó con coñac antes de encenderlo con uno de los candelabros. Sus invitados le imitaron y luego se acomodaron en las sillas.

Apthorp se levantó de la mesa.

—He estado pensando en trasladar mi hacienda unos kilómetros más arriba. —Hizo un gesto con la cabeza a Tonneman y Jamie y añadió—: hasta que nos deshagamos de esos renegados, los Hijos de la Libertad, y los colguemos de sus propias astas de la libertad. Mi esposa vive en continua tensión a causa de los rumores que le cuentan los criados y los comerciantes que no se han marchado.

—No considero buena idea permitir que las mujeres se metan en política. Son frágiles y se asustan enseguida —señaló Willard.

—Abigail seguro que no... —Tonneman se interrumpió ante la mirada penetrante de Willard.

—Unos puros deliciosos —intervino Jamie sabiamente—. Apuesto a que su hermana tampoco se asusta fácilmente.

—Mi hermana es mi gemela —aclaró Willard—. Grace tiene el cerebro y a menudo la agudeza de un hombre. Por desgracia, no puedo decir lo mismo de mi sobrina. Esa niña necesita un esposo con mano dura. ¿Qué te parece, Tonneman? Cuenta con una dote nada despreciable.

Tonneman negó con la cabeza.

—No tengo intención de casarme —replicó pensativo, dándose cuenta de que hablaba en serio. De repente, sintió calor y se levantó—. Voy a tomar un poco el aire.

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