Read El médico de Nueva York Online
Authors: Maan Meyers
—¡Cielo santo!
—Tonneman ha llamado a la autoridad local y también al alguacil Goldsmith.
—Como si no tuviera ya bastantes problemas. Tendré que ir a casa de Tonneman tan pronto como...
—Una coincidencia muy interesante, caballeros. Era pelirroja, como la primera.
—Por el amor de Dios, basta ya —exclamó el alcalde, que había palidecido.
Jamie, obedeciendo al alcalde, decidió levantarse para acercarse a la pared donde se exponían los objetos africanos. La última vez que había estado en la Cabeza de la Reina había quedado fascinado con las dos espadas de filo dentado. Como buen cirujano, le gustaba toda clase de filos, aunque reconocía que las cimitarras poseían una belleza exquisita.
De todos modos, ese día se estremeció al contemplar las armas. Se reunió con Hicks y Matthews en el instante en que Elizabeth servía el café que había pedido.
—Gracias. Vaya, volvemos a vernos.
Jamie le tocó la muñeca con la yema de los dedos. ¿Tenía el pulso acelerado o eran imaginaciones suyas?
Elizabeth sonrió con recato.
—No sé de qué me habla, señor.
—Los huevos rotos. Hace ya diez u once días.
—Ah, sí. Iba usted con un amigo muy galante.
Jamie frunció el entrecejo.
—Tonneman —aclaró al alcalde.
Jamie advirtió con disgusto que la mujer miraba alrededor en busca de Tonneman.
—¿No ha venido con usted?
—Pues no. Maldita sea, incluso estando ausente piensas en él, no en mí. —Le apretó la muñeca. Comprobó que era a él a quien se le había acelerado el pulso, no a ella.
—¿Supone que pienso en usted?
—Me encantaría. Yo sí pienso en ti.
—Me halaga, señor, pero olvida usted que soy una mujer casada, madre de dos niñas. —Con gran aplomo y elegancia liberó su mano de la de Jamie—. Con permiso, hay gente que espera.
Elizabeth hizo una reverencia y se fue a servir otra mesa.
—Una fulana encantadora.
—Lo más probable es que también sea negra —comentó Matthews al tiempo que sacaba una cajita de tabaco en polvo del abrigo e invitaba a Jamie, quien rechazó el ofrecimiento con un gesto de la cabeza.
—Qué lástima. —Jamie suspiró—. Sin embargo, sigo creyendo que me serviría para una noche.
—Es usted un tipo magnífico, Jamison. Estoy convencido de que ha valido la pena conocerle.
—¿Hay que hablar de algo más? —preguntó el alcalde Hicks a Matthews.
—Yo ya he terminado.
—No es necesario que finjas delante del doctor. Es un buen
tory,
¿verdad, señor?
—Mejor que eso. Soy monárquico convencido.
Matthews carraspeó.
—Una distinción inmejorable. —Volviéndose hacia el alcalde, añadió—: Quiero que se vigile a Sam Fraunces porque ese maldito rebelde hijo de puta negro coquetea demasiado con el congreso continental y George Washington.
Jamie arqueó las cejas.
—¿Aquí también? Hace diez días estuve en el café Burns y fui atacado por un grupo de hombres en la calle. Les demostré qué era recibir una patada en el culo de un monárquico. Cerdos bastardos, son todos unos... Había oído que Nueva York era un nido de
tories.
Yo diría más bien que es una colmena de rebeldes.
—Comparto su opinión —dijo Matthews—. ¿Y qué se debe hacer con una colmena? Ahumarla.
El alcalde hizo un movimiento brusco, cuyo efecto lamentó el pie enfermo.
—¿Es que no sabéis hablar de otra cosa? Perdona el atrevimiento, doctor, pero ocurre que ya no somos los dueños de este lugar.
—Tal vez tú no —repuso Matthews—, pero yo sí. Las cosas cambian, y aquí cambiarán sin duda.
—¿Todo en orden, señores? —preguntó Sam
el Negro
con una sonrisa en los labios. Su presencia resultó algo amenazadora a los tres hombres.
Jamie escrutó al fornido tabernero. Matthews tenía razón; era negro.
—Todo en orden —respondió el alcalde.
—Me alegro.
Matthews carraspeó y escupió en el escupidor metálico más próximo, pero no acertó, de modo que salpicó el ya manchado suelo de madera.
—Tienes una clientela muy interesante, tabernero.
—Me encantaría que los que vienen a beber y comer aquí tuvieran gustos más selectivos.
—No hablo de gustos, sino de política.
Sam
el Negro
sonrió.
—Eres un maldito bastardo. Si te referías a política, entonces me pregunto qué demonios haces tú aquí. Podría cometerse un asesinato.
—Tienes razón —replicó Matthews enfáticamente.
—¿Por qué no nos hace el favor, concejal Alderman, de marcharse?
—Todavía no he terminado mi café.
—No me refiero a que se vaya de la taberna, ni de la ciudad, sino a que se largue del país.
Matthews prefirió no responder.
—Hay algo más —dijo el concejal pausadamente.
—¿Sí?
—Ya sabes que no está muy bien visto que abras los días festivos.
—De acuerdo, no abriré más.
—Eso mismo dijiste la última vez. Espero que esta vez cumplas tu palabra.
—Me gusta que abra los domingos —intervino el alcalde—. ¿Dónde, si no, iría a desayunar?
Matthews miró a Hicks con desdén.
Sam se volvió hacia Jamie.
—Le he visto contemplar mi colección.
—Cierto. Las cimitarras son espléndidas.
—Son africanas, fabricadas por tribus primitivas, aunque el acero es de Damasco. Venga, eche otro vistazo.
Jamie se quedó mirando a Matthews y el alcalde un instante. Luego se encogió de hombros, se levantó y se fue con Sam hasta la pared. Deslizó los dedos por el metal dentado de las cimitarras.
—Ese reflejo es la marca de autenticidad del acero de Damasco.
Jamie asintió.
—Alguien me robó una ayer por la noche —comentó Sam impasible.
—¿Ah, sí?
—Sí. Tenía tres; dos aquí, en la pared, y otra en mi habitación. —Acarició el filo de la espada de la derecha—. ¿Ve?, ésta no es idéntica a la otra...
—Jamison, nos vamos —exclamó Matthews.
El doctor se volvió. Portando el taburete encojinado, el alcalde Hicks se dirigía hacia la puerta al tiempo que musitaba algo. Matthews dejó unas monedas en la mesa y siguió al alcalde.
—Si me disculpa —dijo Jamie inclinando la cabeza para despedirse caballerosamente.
—Por supuesto.
Sam no inclinó la cabeza. Había aprendido que la mejor manera de tratar a los
tories
consistía en no perderles ni un minuto de vista.
En el umbral de la puerta Jamie chocó con una mole de hombre que se disponía a entrar.
—Perdone.
—Buenos días, señor —saludó
Oso
Bikker con educación.
—Buenos, días, Oso. Pasa —invitó Jamie con un gesto de la mano—. Este lugar es ideal para ti.
Domingo 26 de noviembre. Mañana temprano
Tonneman descubrió el objeto detrás de unos arbustos en la parte trasera de la casa. Estaba envuelto con una tela de seda blanca, que se confundía con la nieve. De no haber sido porque un trozo brillaba con el sol, Tonneman no lo habría descubierto. Se inclinó para sacarlo de entre las ramas rígidas; no necesitó desenvolverlo para saber qué contenía. La tela blanca estaba manchada de rojo. Se trataba de una espada; una cimitarra de filo dentado.
Matthews acudió primero, montado en un caballo gris. El carruaje del alcalde llegó pocos minutos después.
—¿Has encontrado el resto? —Estas fueron las primeras palabras que pronunció el alcalde.
Tonneman asintió con tristeza.
—En la parte delantera, cerca de las escaleras.
—¿Qué tienes ahí? —preguntó Jamie mientras se apeaba del carruaje—, si no es mucho preguntar, claro.
Se acercó para ver mejor la espada.
Tonneman le tendió el arma.
—Y ahora, caballeros, ¿dónde han visto un arma igual que ésta? —preguntó Jamison con su mejor tono de conferenciante.
Tonneman, agotado, suspiró pesadamente.
—Jamie, si sabes algo, por favor, dilo ya. No estoy para juegos socráticos.
—Yo lo sé. —Matthews desmontó sonriente, sin molestarse en mirar el arma—. Es de ese bastardo negro —informó, rebosante de satisfacción.
—Exacto —confirmó Jamie—. Es la espada de Sam Fraunces. Es idéntica a una de las dos que cuelgan de la pared de la taberna.
—Gracias por la información, Jamie, pero... —Tonneman le quitó la espada—. Señor alcalde.
—No puedo moverme —se quejó Hicks—. Es la maldita gota.
Tonneman meneó la cabeza.
—¿Se ha tomado la medicina que le preparé?
—No. Malditos calambres, creí que me moría.
—Si me hubiese hecho caso, el dolor habría desaparecido.
—Está bien —concedió el alcalde descendiendo del carruaje con el taburete en la mano.
Tonneman se encaminó hacia el sitio donde yacía el cadáver. Los demás lo siguieron. Junto al cuerpo se hallaban Goldsmith y Fred Hood, alguacil del distrito este, un hombre no muy alto, con la cara llena de verrugas que no parecía muy contento. Junto a ellos había un carro.
—Señor —saludó Goldsmith.
Hood se quitó el bicornio.
—Señor.
—La cabeza, Goldsmith.
Tonneman contempló el cadáver ensangrentado. La nieve alrededor estaba teñida de rosa.
Goldsmith se dirigió al carro y sacó el cesto que contenía la cabeza.
—Muéstrala, por favor —ordenó Tonneman—. ¿Qué vemos, señores, en el cesto y en el suelo?
—Tonneman —protestó Hicks—, nada de adivinanzas. Ya llego tarde a misa.
Matthews sonrió.
—Te creo, Whitehead.
—Es verdad —insistió el alcalde—. Además, este maldito pie me tiene harto.
Matthews examinó la cabeza y luego el cuerpo.
—Lo que vemos... —el concejal se acercó al carro y se limpió la nieve teñida de rojo de las botas con la rueda trasera— es la cabeza cortada —señaló el cadáver— ...del cuerpo de una mujer con una espada africana que pertenece a Sam Fraunces
el Negro,
ese asqueroso rebelde, negro hijo de puta y jodido villano.
Jamie se mordía el labio inferior.
—Una corrección; no encajan.
—¡Ay, Dios! —exclamó el alcalde—. Había entendido que sí —dijo dirigiéndose a Tonneman—. ¿De modo que la cabeza y el cuerpo no encajan? —preguntó a Jamie.
Éste negó con la cabeza.
—No es eso —aclaró Tonneman—. La cabeza encaja perfectamente con el cuerpo.
—Se trata de la espada —añadió Jamie—. El arma tiene el filo dentado; en cambio la cabeza fue cortada con un cuchillo normal y corriente.
Lunes 27 de noviembre. Mañana
El día había empezado para el alguacil Goldsmith de modo poco propicio. Su esposa Deborah y su suegra Esther se habían enzarzado en una discusión, culpándose mutuamente de que el fuego de la chimenea se hubiera apagado. Goldsmith había decidido muy sabiamente esconderse en la cama, fingiendo dormir, para evitar que le obligaran a emitir un veredicto.
Sus hijas Ruth y Miriam constituían su único consuelo. Estaba tomando el té y jugando con las niñas cuando Deborah irrumpió en la cocina.
—Hace ya una semana que te dije que había que calafatear la ventana de la cocina. El fuego se apaga a causa del viento que se filtra.
Como siempre, él tenía la culpa de todo.
El alguacil Fred Hood le había sacado del atolladero sin saberlo; había llamado a la puerta y anunciado que se trataba de un asunto urgente.
—El alcalde quiere vernos.
Tras coger el abrigo, la bufanda, el sombrero y un trozo de pan seco, Goldsmith se dirigió a la puerta.
Deborah se interpuso en su camino.
—¿Adónde vas, Daniel Goldsmith, sin el pan de avena y arenque? —Abrió la puerta—. Buenos días tenga, señor.
—Fred Hood para servirla, señora. —Se quitó el bicornio—. Perdone, pero el alcalde... —Se limpió las botas, entró en la casa y susurró a su colega al oído—: Reunión sobre el loco que anda cortando la cabeza a las mujeres.
Goldsmith se rascó la zona de los puntos. Ya no llevaba vendaje.
—Por favor, Deborah, el alcalde quiere verme. —Se puso el abrigo—. ¿No es así, Fred?
—Es verdad, señora Goldsmith.
—Con este frío, y sin desayunar, caerás enfermo y morirás. Y luego ¿quién cuidará de tu esposa, su madre y tus inocentes hijas?
Goldsmith permaneció inmóvil mientras Deborah le arreglaba la bufanda.
—Iré a la consulta del doctor Tonneman para que me eche un vistazo a los puntos. Gretel me dará algo de comer.
Como no le apetecía oír por enésima vez lo mal que comían los gentiles, Goldsmith se caló el sombrero y se apresuró a salir.
—Daniel, Daniel.
Se volvió.
—Sí, querida.
Deborah, de pie en el pórtico, abrigada con un chal, sostenía la bolsa de su marido.
—Por lo menos llévate la comida que tanto me he esforzado en prepararte.
Se la arrojó con expresión muy seria. Goldsmith la recogió sin sonreír. Su esposa le clavó la mirada antes de entrar en la casa.
En las calles se aspiraba a olor y a humo de chimenea mezclado con el salitre del East River. Los dos alguaciles se detuvieron para dejar paso a un escuadrón de soldados continentales y reanudaron la marcha en dirección al ayuntamiento.
Últimamente, Goldsmith se sobresaltaba cada vez que se cruzaba con un soldado.
—Me pregunto qué estarán haciendo.
—He oído que se preparan para marcharse a Boston.
—Seguro que librarán una dura batalla allí.
Goldsmith guiñó el ojo a Hood, pues tenía razones para creer que era lealista.
Su compañero se limitó a fruncir el entrecejo, sin hacer ningún comentario.
Cuando llegaron a su destino, encontraron a Tonneman atando el caballo a la baranda.
—Buenos días, alguaciles.
Goldsmith advirtió que el doctor, a pesar de estar visiblemente fatigado, se mostraba eufórico, lo que le extrañó, teniendo en cuenta la carnicería que había hallado delante de su casa: el cuerpo, la cabeza, la espada. ¿La espada?
Al entrar en el despacho del alcalde, Goldsmith preguntó a Hood:
—¿Dónde está la espada?
—¿Por qué me lo preguntas a mí? —inquirió Hood, sorprendido—. Creía que la tenías tú —añadió con tono defensivo.
Goldsmith se rascó los puntos.
—Yo no la tengo. Te la confiaron a ti.
Tonneman advirtió que los dos hombres discutían.
El alcalde Hicks se alejó de la ventana desde donde había estado observando la partida de las tropas y se acercó cojeando a su escritorio, donde le aguardaba una botella medio vacía de ron. Llenó una copa.