Read El médico de Nueva York Online
Authors: Maan Meyers
Sentado a ella había un hombre delgado, de pelo claro y unos treinta años: David Bushnell. Tenía la mano derecha metida en el bolsillo de su chaqueta negra, ya gastada. A pesar de pertenecer a la armada americana, creada hacía apenas un mes, después de que se hubiese celebrado el segundo congreso continental, no tenía ninguna graduación. No era ni marinero ni soldado, sino únicamente patriota.
El perro entró corriendo en la taberna, algo receloso, y se dirigió hacia Bushnell.
—Un día muy bueno para ti, perro. —Bushnell le rascó las orejas con la mano izquierda. La derecha continuaba en el bolsillo—. ¿Eres
Rebel?
El animal meneó la cola antes de alejarse un poco para husmear bajo las mesas, bancos y sillas con intención de engullir las migajas del suelo. Cuando se hubo cansado de ese juego, se tumbó cerca de la chimenea, con el hocico en el suelo y los ojos tristes, mientras su cola barría el suelo de madera. El gato de la casa salió de la cocina.
Rebel
gruñó, y el felino bufó antes de regresar a su escondite.
Hickey cruzó el umbral y observó detenidamente a Bushnell. El perro dejó de lamerse la pata delantera, llena de barro, y tras gruñir a Hickey se levantó de mala gana; le temblaba la piel del cuello.
El irlandés alzó el arma, y el animal volvió a gruñir.
—Calla, perro de mala raza, o te comeré en el desayuno. —Hickey empuñaba el mosquete casi a la altura de la cabeza de Bushnell—. ¿Nombre?
—Bushnell.
—La contraseña, por favor.
—Cáscara —respondió Bushnell al tiempo que sacaba la mano del bolsillo para mostrar una pistola modelo reina Ana—. ¿La respuesta?
—Espalda —contestó Hickey con una sonrisa de fastidio.
Bushnell dejó la pistola sobre la mesa, junto a un plato de cerámica azul.
Sam
el Negro
, testigo del tenso diálogo entre los dos hombres, recogió una cuchara de plata de la mesa, la frotó contra sus calzones marrones y volvió a colocarla en su sitio. Por último decidió poner derecha la pistola a fin de que quedara alineada con los cubiertos de plata y lanzó una sonrisa a Bushnell, quien tuvo el humor suficiente para devolvérsela. Hickey no sonrió. Sam
el Negro
se encogió de hombros y se retiró a la cocina.
Las paredes encaladas, no hacía mucho decoradas con banderas y estandartes militares ingleses, estaban adornadas con objetos que Sam había portado consigo de sus viajes por África: escudos exóticos —como uno confeccionado con piel de cebra y otro de antílope—, lanzas de hierro forjado con astiles de madera y dos espadas curvas, con la hoja ondulada, propia del acero de Damasco.
De camino a la cocina, Sam se detuvo ante esa exposición marcial para enderezar una de las espadas.
El perro siguió a Hickey mientras éste inspeccionaba la habitación y la cocina. Sam estaba preparando cordero asado. Su esposa, Elizabeth, una linda mujer de unos veinticinco años, tez morena como su esposo, algo rechoncha y ataviada con un vestido de calicó azul, estaba inclinada sobre el fuego, removiendo el contenido de una gran olla de hierro fundido. Dos niñas pequeñas, ambas la viva imagen de su madre, sentadas en unos taburetes bajos cerca de la lumbre, mondaban manzanas que depositaban en un recipiente de madera.
Hickey examinó la puerta trasera para comprobar que era segura. Introdujo la mano debajo del abrigo y se rascó; luego se encaminó hacia la puerta principal, la abrió y volvió a escudriñar la calle. Finalmente silbó.
—No soy ningún perro, señor Hickey —protestó Nathan desde su puesto, junto a la portezuela del carruaje.
—Eres un maldito esclavo, por el amor de Dios.
—Aun así, soy un ser humano.
Hickey escupió.
Nathan metió la cabeza dentro del carruaje.
—Podemos entrar, señor.
El caballero, a pesar de su corpulencia, salió sin demasiada dificultad del carruaje. De poco servían sus esfuerzos por pasar inadvertido, pues su gigantesca silueta y su paso imponente le delataban.
Detrás de él salió un joven llamado Ned Smith, otro de sus guardaespaldas. Smith, al igual que Hickey, vestía de paisano y llevaba consigo un mosquete. Como éste, inspeccionó la zona para evitar futuros problemas. Cuando el caballero entró en la taberna, Smith lo siguió con el mosquete preparado.
Bushnell se levantó de la silla en cuanto vio entrar al caballero.
—Tranquilos. —El caballero tomó asiento junto al joven—. Siéntese. Supongo que tiene hambre, ¿no? Yo sí.
Mientras Hickey cerraba la puerta de entrada y ocupaba su puesto de vigilancia, Smith corrió a la cocina para controlar la puerta trasera.
—¡Tabernero! —llamó el caballero sonriendo entre dientes—. Presente armas.
Sam
el Negro
salió de la cocina con una gran sopera. A continuación apareció Elizabeth con una bandeja de pan, una botella de vino de Madeira, dos copas y dos tazas de porcelana.
—¿Qué nos traes, Sam?
El tabernero colocó la sopera delante del caballero.
—Vuestra comida favorita, general Washington: puré de guisantes.
Miércoles 15 de noviembre. A media tarde
Hickey estaba enfadado.
Mientras ellos se hartaban de comida y bebida, él tenía que conformarse con esa bazofia de puré de guisantes que ni los cerdos habrían comido. La puta de su madre, que en paz descansara en los infiernos, preparaba un puré de judías riquísimo —naturalmente cuando se lo proponía—, con unos trozos de jamón que estaba para chuparse los dedos.
Los rayos de sol que se filtraban por las ventanas delanteras deslumbraron a Hickey. Avanzó unos pasos y apoyó la espalda contra la puerta con objeto de evitar la luz cegadora. Observó a Washington; le irritaba verlo ahí, repantigado y atendido a cuerpo de rey. Sonrió satisfecho.
El general cogió la pistola de Bushnell.
—¿Armas encima de la mesa? Todavía no hemos llegado a tal extremo, aunque su instinto no se equivoca, señor Bushnell. Dentro de muy poco esto será habitual en las colonias.
Sacó una pistola escocesa toda de metal, comprobó que el percutor llevara el seguro, la colocó al lado de sus cubiertos de plata y por último descorchó la botella de vino.
A Hickey le brillaron los ojos de envidia. No le habría importado hacerse con esa pistola escocesa, además de las dos Hawkins de empuñadura plateada que el general guardaba en las alforjas cuando montaba en su caballo blanco.
Un carro pasó por la calle con gran estruendo.
Rebel,
que hasta entonces había permanecido tranquilo comiendo las migajas debajo de las mesas, corrió ladrando hasta la puerta. Cuando el carro se hubo alejado, regresó a la mesa, no sin antes echar una rápida mirada a la bota de Hickey, quien levantó el pie con intención de propinarle una patada. El perro comenzó a gruñir, esquivó la bota con gran destreza y reanudó diligentemente su quehacer.
Cuando el general se volvió para ver qué ocurría, el irlandés cambió la expresión del rostro. El general frunció el entrecejo y se aplicó al puré.
Ese gesto de Washington impulsó a Hickey a pasearse por la habitación, fingiendo inspeccionar a través de las ventanas. Se detuvo ante la pared donde Sam exponía las armas. Había oído que eran piezas procedentes de África. «A estos bárbaros debe resultarles muy fácil despedazarse los unos a los otros», pensó. Se dijo que sería interesante averiguar si las hojas onduladas como ésas cumplían mejor su cometido.
Hickey se imaginó al frente de un gran ejército, vestido de uniforme rojo con un gran galón de oro, a lomos del caballo blanco de Washington, disparando con sus pistolas plateadas; si se quedaba sin munición, esgrimiría la reluciente espada de ese negro. Codiciaba esas armas africanas, así como el caballo de Washington. Pero no el perro; a ése lo mataría.
—Sé que debería esperar a que termináramos de comer, señor, pero el
Tortuga marina
es muy importante...
—Paciencia, señor Bushnell. Todo a su debido tiempo.
—Sí, señor. Me sorprende que haya querido que nos entrevistásemos aquí, señor. Habría resultado más fácil que yo me hubiese trasladado a Cambridge.
—Supongo que insinúa que habría sido más lógico. Por eso decidí lo contrario. El secreto del arte de la guerra radica en emplear la lógica, aunque no siempre hay que hacer lo más lógico y evidente. Conviene desconcertar al enemigo, hijo.
—Sí, señor.
—Vayamos por partes. Quiero que me cuente lo ocurrido con las dos baterías flotantes que utilizamos el mes pasado y el anterior en el río Charles contra los ingleses de Boston.
—No tuve nada que ver con eso, señor.
Washington se frotó los labios, disgustado.
—Estos cuchillos no están hechos para cortar carne dura. ¡Sam!
El tabernero se apresuró a salir de la cocina.
—¿Más Madeira, general?
—Sí. Este cordero es demasiado fibroso.
Sam Fraunces se mostró consternado.
—¿Pudín de sebo?
—Perfecto, sírvelo. —Se dirigió a Bushnell—: Explíqueme cuanto sepa de las baterías flotantes.
Vació la copa y la llenó de nuevo, así como la de Bushnell.
—Señor, las dos barcazas tienen superestructuras de madera. Hay dos cañones de dieciocho, uno en proa y otro en popa. Unas puertas de madera enmascaran las aspilleras desde donde se disparan. En popa hay además dos cañones de tres, y en la parte alta de la superestructura han colocado cuatro cañones pequeños giratorios.
Se oyeron las voces de unos transeúntes que discutían frente a la taberna. Nadie, ni siquiera el perro, les prestó atención.
—Creía —dijo Washington— que los cañones de proa y popa eran de doce.
—Yo he oído que son de dieciocho, señor.
—¿Armas menores?
—Aspilleras laterales para los mosquetes. Las barcazas eran movidas por remeros.
—¿Cuántos?
—No lo sé.
—¿Resultaron eficaces contra los ingleses?
—Apenas sé nada al respecto.
—Yo tampoco. ¿Funcionarían en North River?
—Creo que no. De todos modos, tenga usted en cuenta que yo no sé mucho sobre este tema.
—¡Ah, mi pudín de sebo!
Sam colocó otra botella de Madeira y dos platos delante del general.
—Mis más sinceras disculpas por el cordero, señor. No entiendo cómo ha podido ocurrir —se excusó Sam con turbación. A continuación descorchó la botella y llenó las copas.
—No es necesario que te disculpes. Tú no tienes la culpa, sino mis dientes, que ya no están para masticar. ¡Qué bien, nabos! Y además triturados. Eres un buen hombre, Sam.
El tabernero regresó a la cocina un poco más calmado.
Washington pudo por fin comer con facilidad y entusiasmo.
—Me encanta comer —exclamó—. Me irrita que en ocasiones la dentadura me impida comer con normalidad y me obligue a tomar papillas como los niños.
—Rebel
le husmeó la pierna—. Tú también me gustas, perro. —Le dio un poco de pudín—. ¿Ha planeado usted algo para cuando consigamos ponernos de acuerdo? —preguntó con la boca llena de pudín y nabos triturados.
—Sí, señor.
—Quiero que sea usted mi agente en Nueva York mientras no trabaje en la misión.
—Pero señor, esta misión requerirá...
—Eso ya lo sé. Naturalmente, su misión es prioritaria. Sin embargo, necesito gente de confianza para que vigile y escuche. No se preocupe, joven David; no será usted mis únicos ojos y oídos en la ciudad.
«Claro que no, y tampoco de nadie más», asintió Hickey en silencio.
Terminaron de comer. Sam los invitó a coñac y tabaco antes de retirarse.
Washington tomó un sorbo de coñac y luego llenó la pipa.
—Y ahora, cuénteme lo del
Tortuga marina
—pidió el general con una sonrisa en los labios al pronunciar ese nombre.
—Me gradué en Yale, señor. Sé de qué hablo.
—No es necesario que se enfade, muchacho.
El general encendió la pipa.
Bushnell no fumó, demasiado concentrado en lo que tenía que explicar.
—Sí, señor. Mi máquina de agua funciona de verdad. La he probado en el río Connecticut y en el estrecho de Long Island. Funciona.
El entusiasmo de Bushnell se contagiaba.
—Le creo.
—He inventado un submarino monoplaza...
—Continúe.
—Un submarino es un barco que navega, mejor dicho, palea, bajo el agua. También he inventado una clase de pólvora que funciona bajo el agua.
Hickey, de nuevo delante de la puerta, aguzó el oído. Tenía algunos conocimientos sobre la pólvora. Pensó que Bushnell estaba loco; lo del barco bajo el agua acababa de convencerlo de ello. De todos modos, siguió escuchándolo con atención.
El general parecía tomarse muy en serio las palabras del joven.
—¿Esa nave podría pasar inadvertida a un buque de guerra y colocar minas?
—Sí, general; por supuesto que sí.
Hickey apretó los labios. Trató de fijar la palabra «submarino» en la memoria, considerando que tal vez el Gordo le pagaría un buen puñado de dinero por esa locura.
—Tenga en cuenta —prosiguió Washington— que si su invento me convence, esta misión será la clave del éxito de mi campaña en Nueva York. Mi principal preocupación es que nos invadan por mar. Si las fuerzas británicas están dispuestas a tomar Nueva York, probablemente controlarán el North River. Ése sería el camino que les conduciría a Roma. Estarían entonces en disposición de atacar el norte o el sur, desde Canadá hasta Virginia o las Carolinas. Esta ciudad es vital. Ganarla o perderla significaría cambiar el rumbo de la guerra.
Bushnell se levantó de la silla en un arranque de excitación; luego, algo avergonzado, volvió a sentarse.
—Sí —afirmó Washington con rotundidad—. Es una locura, pero es justo lo que estaba esperando. Quiero que, en cuanto el tiempo mejore, me haga una demostración de la
Tortuga marina.
Mi decisión final dependerá de esa demostración en el agua. Si su invento funciona, enviaremos la flota inglesa al fondo del mar. La victoria será nuestra; larga vida a las colonias.
Hickey, que no se perdía ni una palabra, fingió rebañar el plato de sopa.
El general se apoyó contra el respaldo de la silla y estiró las piernas.
—Una vez sepamos que su plan no fallará en la práctica, podremos repetir la estrategia y destruir los barcos ingleses en aguas de Nueva York, lo que nos proporcionará el control de la ciudad. Con la armada diezmada y Nueva York bajo el dominio de nuestras fuerzas, la guerra durará poco. Si no controlamos esta ciudad, la contienda será larga, dura, y me temo que también sangrienta.