Read El médico de Nueva York Online
Authors: Maan Meyers
El vestíbulo estaba vacío. Oyó el murmullo de las voces de las damas procedente de la sala de estar. Al abrir la puerta, fue recibido por una ráfaga de viento. Sin pensarlo, se encaminó hacia la parte posterior de la casa. La puerta trasera se hallaba entreabierta, y Tonneman vislumbró, en medio de la oscuridad, la figura de espaldas de un hombre que conversaba en voz baja con alguien que se encontraba fuera.
—El congreso está preocupado. Malditos
tories.
—Estamos todos unidos contra ellos. Nueva York no se rendirá.
Al oír los pasos de Tonneman, el hombre cerró la puerta. Sin embargo, el doctor tuvo tiempo de distinguir la delgada silueta de Ben Mendoza, que se escabullía en la oscuridad de la noche.
Viernes 24 de noviembre. Noche
Emma esbozó una sonrisa, se pintó los labios con el carmín de su madre y besó el camafeo de ónice para que le diera buena suerte.
—¡Apresúrate, chica! —ordenó su madre a Lucy, la doncella que las había acompañado desde Londres.
El tono hiriente con que había hablado su madre hizo temblar a Emma, a pesar de que por primera vez desde la muerte de su padre, hacía ya tres años, se sentía querida de verdad.
Esperó a que la habitación de su madre quedara en silencio; la espera se convirtió en una eternidad. Abrió la puerta de la salita y echó un vistazo. La puerta del dormitorio de su madre estaba cerrada. Recogiéndose la falda, se dirigió de puntillas hacia la puerta y escuchó. Pensó que si su madre ya se había tomado la cerveza caliente, enseguida la oiría roncar. Y así fue. Su madre dormiría hasta la hora del té, ignorando que la buena de su hija tenía un amante, un apuesto y encantador amante.
Emma regresó a su habitación más que contenta y esperó con impaciencia la llegada de Betty.
La casa se hallaba en silencio desde la hora del almuerzo. Tanto niños como adultos dormían. Sólo se oía el trajinar de la servidumbre. Emma sabía que Lucy, tras haber tomado su cerveza caliente con especias, dormitaría en un rincón de la cocina, con el cesto de zurcir en el regazo.
Emma descorrió las cortinas y miró la calle. El día era gris. Había estado nevando. Decidió no preocuparse del tiempo, pues sólo deseaba salir al encuentro de su amado.
La puerta del saloncito se abrió. Emma se puso tensa. Oyó unos pasos; llamaron a la puerta.
—¿Señorita?
Era Betty. Emma abrió la puerta de par en par y obligó a la doncella a entrar.
—Date prisa, venga —susurró con voz ronca.
Betty lanzó una risilla sofocada mientras dejaba el montón de ropa de cama sobre el lecho de Emma.
—Oh, señorita...
El uniforme de Betty estaba escondido debajo de la ropa de cama. La doncella la ayudó a vestirse.
Se miró en el espejo y pensó que nadie, excepto su amante, adivinaría su verdadera identidad.
Emma esperó impaciente a que Betty terminara de disponer las sábanas y las mantas de tal modo que diera la impresión de que una persona dormía debajo. Las chicas, satisfechas de su tarea, salieron sigilosamente de la habitación y se dirigieron hacia la escalera del servicio.
En el rellano encontraron el cesto, lleno de tejidos confeccionados en casa. Betty se lo tendió a Emma. Debajo de las telas se ocultaban la ropa interior de Emma y un camisón de seda blanco.
Emma besó a la doncella impulsivamente antes de bajar a toda prisa por las escaleras. Le habría gustado correr por las calles y proclamar: «Tengo un amante, tengo un amante.»
No corrió. Más tranquila que nunca, echó a andar en dirección este, con la mirada clavada en el suelo, ajena a los ciudadanos o soldados que se cruzaban en su camino. No pudo evitar sorprenderse de lo limpias que estaban las calles en comparación con las de Londres. Los aprendices de las tiendas que aún no habían cerrado barrían la acera, sacando brillo al cobre o limpiaban los cristales. En Nueva York ningún edificio ofrecía la pátina de polvo y centurias que caracterizaba a los de Londres.
Emma aceleró el paso al aproximarse al Common. ¿Dónde estaba él? ¿Acaso no acudiría? Anduvo con cautela para no resbalar. Por fin lo distinguió a lo lejos. Mientras se acercaba, el corazón empezó a latirle a toda velocidad.
Emma intuyó que a partir de ese día ya nada la separaría de él.
Sábado 25 de noviembre. De día
La jornada había empezado muy temprano para Gretel. Tras envolverse con la capa y la bufanda de lana, cogió el cesto y salió en dirección al mercado de Broadway. Tras el regreso de su Johnny, cada día era una ocasión festiva. Aunque el joven no era carne de su carne, había cuidado de él desde el día que falleció su madre. Quería, además, vivir para ocuparse también de sus hijos.
Estaba preocupada por él. Se había marchado a Londres siendo un chico feliz, risueño, y había vuelto más reservado. Esos años en Londres no le habían favorecido en nada. El pobre, ignorante él, era un lealista testarudo. Bueno, no del todo, aunque él así lo creyera. Era como un gatito que aún no había abierto los ojos. Era lealista, pero, a Dios gracias, todavía no era
tory
y, si Dios lo quería, pronto se convertiría en un patriota. Gretel lanzó un suspiro. Estaba convencida de que el tiempo lo arreglaría todo.
En Broadway los granjeros habían dispuesto sus carros en círculo como medida de protección contra el viento. Le dolían los ojos por el frío; aun así, se unió a las demás mujeres que examinaban los diversos productos. Se detuvo delante del viejo Van Griethuysen y examinó los pollos que exponía en una caja.
Los animales, que no paraban de cloquear, observaron también a Gretel. Erizaron las plumas y se apretujaron contra los listones de la caja. La mujer señaló con el dedo uno muy gordo:
—Ése de ahí.
El viejo Van Griethuysen abrió la caja, cogió el pollo por las patas y lo sostuvo boca abajo en el aire. Mientras Gretel lo palpaba para asegurarse de lo que compraba, el animal lanzó varios chillidos de indignación. Luego alargó el cuello y trató de dar un picotazo a Van Griethuysen, quien, más rápido que el pollo, esquivó el picotazo.
Gretel sonrió.
—Tienes un buen pico, amigo.
Gretel asintió con la cabeza. El viejo colocó el animal sobre una tabla y le cortó la cabeza con el hacha. La criatura decapitada se retorció, luchó y, cuando el viejo la dejó en el suelo, aún correteó unos pasos antes de caer muerta. Van Griethuysen la agarró, limpió la sangre de la herida, le ató las extremidades con una cuerda y la entregó a Gretel, quien la envolvió en un trozo de tela y la introdujo en el cesto. Adquirió además dos docenas de huevos, pagó lo que debía y luego fue a comprar una libra de mantequilla, leche, cerdo salado, patatas, nabos, zanahorias y cebollas.
Cuando regresaba a casa con el cesto lleno a rebosar, vio a una mujer desconocida salir por la puerta. Se cruzó con ella, y ambas se miraron fijamente. Gretel no podía creerlo. Por la manera en que iba maquillada, dedujo que se trataba de una prostituta. Con la mano se sujetaba la capa, lo que no impidió que Gretel le viera el escote; además, iba muy perfumada.
Al principio pensó en la posibilidad de que se tratara de una paciente. Decidió que eso no encajaba con esa ropa tan provocativa; cualquiera se helaría vestido así.
Gretel se dirigió hacia la puerta trasera. Estaba claro que esa mujer no era una paciente, puesto que no había salido por la puerta principal.
Una vez en la cocina, llenó una olla con agua y la puso a hervir para limpiar la cocina. Oyó al doctor Jamison trajinar por el piso superior. Al cabo de un momento, el hombre entró en la cocina para desayunar.
Preparando unos pastelitos Gretel se olvidó de la mujer. Sabía que su pequeño Johnny reclamaría una ración de pasteles. Quería tanto a ese chico. El ama de llaves añoraba los viejos tiempos, cuando ella era joven y el doctor Peter rebosaba de vida, siempre ocupado con sus pacientes. Pero había que enterrar el pasado.
—Hoy echaré un vistazo a mi nuevo hogar —comentó Jamison mientras tomaba una cucharada de miel.
Gretel apretó los labios y le sirvió otra ración de pastelitos. Despedía el mismo perfume que la prostituta y tenía rastros de maquillaje en el chaleco de satén verde.
A mediodía, mientras el pollo se cocía a fuego lento, Gretel fue a por agua al pozo comunitario. El joven Henry Burton, el hijo del carretero, se hallaba en la calle a la espera de ganarse unos peniques. Gretel le ofreció una moneda y el chico transportó los cubos a la casa.
Charity Woodstock, amiga de Gretel, había sido abuela hacía dos días. Ésta había preparado unas tortas dulces para ella y decidió llevárselas ese mismo día, aprovechando así para conocer al bebé. Gretel salió de casa a primera hora de la tarde; caminó por Broadway y luego atajó por el Common, donde había poca gente debido al frío. Las ramas desnudas de los árboles aparecían cubiertas por una capa de hielo, de modo que el viento las mecía, haciéndolas crepitar. Tras una visita rápida a la feliz aunque exhausta madre y a la abuela, regresó a casa, cortando de nuevo por el Common.
Para consternación de la mayoría, la zona oeste del Common se había convertido en el lugar de encuentro entre soldados y putas. La población de la ciudad casi se había doblado con la llegada de los soldados. Con la cabeza baja para protegerse del viento, Gretel caminó presurosa para llegar cuanto antes a casa. De pronto se encontró con un grupo de gente que gritaba y descubrió, detrás de los congregados, una hoguera.
Se le aceleró el pulso de miedo, y empezó a sudar. Aunque ya hacía mucho tiempo de aquello, las hogueras aún le producían pánico. Le traían a la memoria a su amado Kurt, muerto entre las llamas y el dolor de sus propias quemaduras.
—Ach
—masculló.
Enseguida se recobró.
Gretel había conocido a dos hombres buenos en su vida: Kurt y el doctor Peter. Había perdido a ambos. Por fortuna volvía a tener a su Johnny, y la vida le sonreía de nuevo.
Ya más serena, Gretel descubrió que lo que ardía era sólo una efigie del rey que colgaba de un árbol.
—¡Traición! —exclamó alguien.
Los reunidos empezaron a silbarle, insultarle y abuchearle. Varios jóvenes le rodearon y le dieron una paliza.
El sonido metálico de una campana anunció la llegada de los bomberos. Surgió un problema imprevisto; el agua del depósito se había helado.
Algunos soldados que paseaban por el Common acudieron a observar la operación y pronto empezaron a dar consejos; sin embargo, no se ofrecieron como voluntarios. Finalmente los bomberos encendieron una hoguera para calentar el agua del depósito y al cabo de un rato consiguieron apagar el fuego que había destruido por completo la efigie del rey.
Algunos ciudadanos se presentaron con cubos de agua y bolsas de tela; todos los habitantes de la ciudad estaban obligados a tenerlos en el vestíbulo de sus casas. Así, si se declaraba un incendio en cualquier zona de la ciudad, no tardarían en presentarse en el lugar del siniestro con cubos de agua para sofocar el fuego y bolsas de tela para salvar los efectos personales de las víctimas. En aquella ocasión, nada de eso hizo falta, pues el fuego ya había sido apagado.
Gretel decidió alejarse del tumulto y regresar a casa. De repente, distinguió al doctor Jamison, quien se volvió como si hubiese notado que alguien lo observaba. Vio a Gretel pero fingió no haberla visto. El ama de llaves se preguntó si estaría de nuevo con esa mujerzuela. Pronto averiguó que sí, pues vio que el doctor abrazaba a una mujer.
Caminaban en dirección contraria a la de Gretel. Jamison se volvió de nuevo, y Gretel pensó que aquel rostro pertenecía al mismísimo diablo.
Sábado 25 de noviembre. Del mediodía hasta la noche
Hickey se secó los labios con la manga del abrigo. Acababa de tomar una cerveza en el establecimiento de Benson, en el muelle del East River, y al salir oyó por casualidad la conversación de tres soldados acerca de las trincheras en Kingsbridge. ¡Con qué entusiasmo hablaban esos tipos! Hickey lo adoraba. Los soldados entraron en la cervecería, y el irlandés echó a andar. Un vendedor de agua se interpuso en su camino.
—Déjame pasar, coño.
—Soy del Tea Water Pump de Pearl Street.
¿Quiere un poco de agua?
—Pues yo vengo del infierno. ¿Quieres que te pegue fuego en el culo?
El vendedor, un vejete enjuto con barba blanca y anteojos muy graduados, se aproximó a él.
—Vengo de parte del Gordo.
Hickey se acordó inmediatamente de la contraseña.
—Mis amigos me han comentado que el agua que vendes es una verdadera mierda.
El anciano sonrió.
—¿Qué clase de mierda, señor?
Hickey miró alrededor.
—Mierda real. ¿Qué más quieres saber?
El vejete cogió una taza de madera del carro y la llenó para Hickey.
—No quiero. Me corroería las entrañas. ¿Qué quieres? Tengo que irme antes de que el lugarteniente Plunkett caiga en un hoyo y se mate.
—El Gordo quiere verle esta noche.
—Muy bien. Dile que nos veremos en Latham's Boat Yard, pasada la medianoche.
—No creo que le guste.
—Me importa un comino. Tengo asuntos que atender. Dile que acudiré sobre la una y media.
—Pero...
—Díselo.
Hickey estaba contento consigo mismo. El alcalde, habiéndose enterado del decreto promulgado por John Hancock, por el que se daba luz verde al almacenamiento de azufre, había encargado a algunos de sus hombres leales que cogieran el material y lo almacenaran en un lugar cercano pero secreto. Hickey había hecho indagaciones al respecto; conocía gente a quien le gustaba hablar.
A casi un kilómetro del fuerte George, Broadway limitaba con el Common. Allí, en la zona oeste de Broadway, entre Weasyes y Partition Street, frente al extremo sur del Common, se erigía St. Paul's Chapel, construida en 1767. La iglesia se hallaba ubicada en medio de una zona despoblada y densamente arbolada. Dado que había por lo menos veinte iglesias en la zona más habitada de la isla —dos más inglesas, tres presbiterianas, dos luteranas, dos calvinistas, una francesa, una baptista, una metodista e incluso una sinagoga—, los neoyorquinos preferían practicar sus cultos religiosos en el mismo corazón de la ciudad.
El alcalde, con gran astucia, había escondido el azufre en el sótano de St. Paul's Chapel. Pero no había sido lo bastante inteligente.
Esa noche Hickey estaba de servicio. Había fingido sentirse mal y convencido al lugarteniente Plunkett de que le reemplazara. No le había costado demasiado persuadirlo, pues a menudo le proporcionaba alcohol y tabaco.