El médico de Nueva York (14 page)

BOOK: El médico de Nueva York
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—Dejó un mensaje aquí y yo dejé otro a Gretel —respondió Jamie.

—El tema era el mismo, señor; sobre la chica muerta. Quintin, el negro que les acompañó hasta el Collect, me explicó que la noche antes de que hallaran la cabeza vio a un hombre salir del foso donde luego descubrimos el cuerpo. Quintin comentó que ese hombre no pertenecía a los suyos y tampoco era un blanco pobre.

—¿Qué aspecto tenía?

—Ése es el problema, señor. Quintin sólo me dijo que era de estatura media y no demasiado corpulento.

—Lástima —señaló Jamie con un bostezo.

Tonneman entregó a Goldsmith el brebaje en un frasco.

—Gracias, señor. —El alguacil bebió el contenido de un trago—. En fin, si con esto no me siento mejor, por lo menos creeré que me siento mejor; además, esta noche dormiré como un ángel... si mi esposa me lo permite.

Jamie arqueó las cejas.

—Qué suerte tener una esposa cariñosa.

Goldsmith vaciló. No estaba seguro de si el doctor Jamison estaba siendo grosero con él. Decidió no tomar en consideración ese último comentario, por respeto al doctor Tonneman.

—Pues no tanta, señor; es muy cascarrabias. —Se apresuró a cambiar de tema—. Aún hay otro detalle sobre el hombre que Quintin vio; comentó que podría tratarse de un soldado, aunque no vio el uniforme ni nada por el estilo. Sólo que andaba como un soldado.

—Negros —replicó Jamie—, ¡qué tonterías dicen! Probablemente estaba borracho.

—Juró no haber bebido.

Jamie rió burlón.

—Ya, y yo soy el emperador del Sacro Imperio Romano.

Goldsmith inclinó la cabeza.

—Si usted lo dice, señor...

Entonces fue Jamie quien se quedó mirando a Goldsmith fijamente.

Tonneman cogió el frasco.

—¿Tienes hijos, alguacil?

—Sí, señor, dos niñas. Y si Dios quiere el próximo será un varón. Si no hay nada más, señor, creo que ya va siendo hora de que me vaya a casa.

—Naturalmente.

Goldsmith arrugó la frente, pensativo. De repente, se le encendió el rostro.

—Una última cosa; el hombre que Quintin vio se dirigía hacia la ciudad. —Se caló el sombrero—. Buenas noches, caballeros.

—¿Alguacil?

—¿Señor? —Se detuvo con la mano en el picaporte.

—Tengo intención de ir mañana a Kingsbridge para hablar con David Wares.

—¿Y tus pacientes? —preguntó Jamie.

—Han esperado hasta ahora, de modo que podrán esperar un día más. Alguacil, ¿te importaría acompañarme?

—Eso tendrá que decidirlo el concejal Brewerton. Un sereno tendrá que efectuar la ronda por mí y habré de pagarle con dinero de mi bolsillo...

—Yo me ocuparé de pagarle y hablaré también con el alcalde para que se lo comunique al concejal.

—En ese caso, señor, le acompañaré gustosamente.

—Mañana a primera hora arregla todo para que alguien te sustituya, y yo ya hablaré con el alcalde. ¿Tienes caballo?

—Sí, señor.

—Quedemos, pues, a las diez y media aquí.

Goldsmith asintió con la cabeza y de pronto se encogió de dolor. Mientras abría la puerta, insistió:

—Si de verdad fue un soldado quien asesinó a la pobre chica, ruego que sea un inglés. —Dicho esto, desapareció.

Jamie miraba hacia la puerta con desdén.

—Este judío no me gusta nada.

—Creo que tú a él tampoco.

Jamie chasqueó los dedos.

—No me importa. Además, simpatiza con los rebeldes.

—Es un pobre hombre que trata de cumplir con su deber —repuso Tonneman mientras recogía los instrumentos médicos y ordenaba la consulta. A pesar de haber hablado con cierto desdén de sus pacientes, era consciente de que cuando regresara de Kingsbridge podrían estar esperándole—. ¿Te gustaría acompañarnos a Kingsbridge mañana? Así tendrás la oportunidad de conocer el campo americano.

—Creo que no. El puesto de director del colegio de medicina exige tener una casa y una ama de llaves. Quiero trasladarme cuanto antes.

—Creía que te quedarías aquí.

—Admítelo, John: soy un réprobo. Necesito a las mujeres; quiero tener mujeres y las tendré. Y tú, amigo mío, no estás para esos trotes. Necesito un lugar donde pueda divertirme con mis amigas sin preocuparme de si tú me censuras o no.

23

Viernes 17 de noviembre. Media mañana

Cuando Tonneman y el alguacil partieron hacia Kingsbridge, hacía muchísimo frío y el cielo estaba cubierto de espesas nubes. Soplaba un fuerte viento del nordeste. El caballo negro de Tonneman parecía muy animado, seguramente porque prefería soportar el peso de una sola persona al de un carruaje. La yegua marrón de Goldsmith,
Rifka,
quería trabar amistad con el caballo, pero
Chaucer
la ignoraba. Cada vez que la yegua lo acariciaba con el hocico,
Chaucer
aceleraba. «A este paso —pensó Tonneman divertido—, llegaremos a Kingsbridge en un santiamén.»

Kingsbridge dependía políticamente de Manhattan. El puente a que debía su nombre había sido construido en 1693 por Frederick Philipse, después de que el rey de Holanda, Guillermo III, le hubiera concedido el debido permiso.

Tonneman llevaba la bolsa con el instrumental médico en las alforjas, que contenían, además, pan, chocolate y una botella de brandy. Las de Goldsmith albergaban pasteles, quesos y manzanas. El alguacil insistió en mostrárselas antes de partir.

—Mi esposa, señor. Cree que moriré de hambre durante el viaje a Kingsbridge.

—Las mujeres son así. Deberías estar agradecido.

—Lo estoy.

—¿Qué tal la cabeza?

—Mejor.

—Pronto estarás recuperado.

—Si me lo permite, señor, su padre era una persona muy respetable.

—Gracias, alguacil.

Tonneman había supuesto que no le representaría ningún problema informar al alcalde y al concejal de su propósito de llevarse al alguacil a Kingsbridge. De hecho, le resultó muy fácil obtener la autorización. Lo que le había resultado difícil había sido tener que escuchar la diatriba del alcalde contra cierto mercader de Boston, llamado John Hancock. Ese tal Hancock, presidente del rebelde congreso continental, había enviado una carta al congreso provincial de Nueva York; la misiva, por suerte, había ido a parar a las manos del alcalde.

—Escucha esta indignante mierda de vaca —vociferó el alcalde—. Hancock quiere que se traslade todo el azufre de Nueva York a un lugar más seguro, a cierta distancia de la ciudad.

Furioso, el alcalde caminaba de arriba abajo por el despacho, maldiciendo a los insurrectos. Tonneman le indicó que se sentara.

—Si continúa así, sufrirá un infarto.

El alcalde Hicks mostró la carta a Tonneman.

—Es indignante. No sospecharás para qué quiere el azufre, ¿verdad? Naturalmente. Para hacernos desaparecer de este continente, eso es.

Cuando Tonneman salió del despacho, el alcalde seguía maldiciendo a Hancock.

El pueblo de Kingsbridge, junto al río Haarlem, se hallaba a unos veinte kilómetros de Nueva York vía Bowery Lane y Bloomingdale Road, caminos que cruzaban la zona oeste de Manhattan. Pasado el pueblo de Kingsbridge empezaba el sendero que conducía a Albany y Boston; a pesar de no estar pavimentado y presentar muchos baches, era muy transitado. El nombre «Bowery», que en holandés significaba «granja», procedía de la antigua casa de campo de Pieter Stuyvesant, el último director general de Nueva Amsterdam en el año 1664, época en que el antepasado de Tonneman, Pieter, era un buscador. Cien años después, los descendientes de Stuyvesant se habían repartido la propiedad, que abarcaba desde Bowery Lane hasta el East River.

Tonneman y Goldsmith ascendieron por un terreno rocoso y abrupto. Empezó a nevar.

Goldsmith disminuyó la marcha al divisar el cruce de caminos.

—Hemos de doblar a la derecha; si avanzamos hacia la izquierda, acabaremos en casa de Bloomingdale.

Se refería a las tierras del rico granjero.

En ese momento apareció por la izquierda un carro cargado de muebles y ropa de cama. Tres niños espiaron por debajo de la ropa y les saludaron con la mano. Tonneman y el alguacil devolvieron el saludo tanto a los pequeños como al matrimonio que conducía el carro.

Tonneman aprovechó la ocasión para sacar la botella. Al consultar el reloj de bolsillo, no pudo evitar pensar en Abigail. Se esforzó por borrarla del pensamiento. Hacía ya una hora que cabalgaban. Tras tomar un trago, tendió la botella a Goldsmith.

—Primero el pastel, señor. Nunca bebo con el estómago vacío.

El alguacil le ofreció un pastel de miel. Tonneman le pasó la botella. Siguieron así hasta que los pasteles se terminaron.

—Doctor Tonneman, ¿a qué hora tiene previsto regresar?

—Dependerá de con quién hablemos y lo que nos cuenten. Sospecho que aproximadamente al atardecer.

—Entonces suponía bien.

—¿Ocurre algo?

—Sí. Yo no soy hombre religioso, pero mi suegra... Regresar al atardecer significa romper el Sabbath. —Tonneman hizo una mueca de incomprensión—. Para los judíos, el Sabbath cae en sábado.

Tonneman asintió con la cabeza, aunque seguía sin comprender, y tendió el brazo para alcanzar las alforjas.

—Tengo chocolate y pan, pero si los saco ahora, nos acabaremos esta maldita botella y nunca llegaremos a Kingsbridge.

Guardó la botella.

—Tiene usted razón, señor. Los comeremos en el camino de vuelta, junto con el queso y las manzanas que he traído. Estamos a más de medio camino de Kingsbridge.

Tatareando la melodía de una canción que Abigail le había enseñado una vez, Tonneman ordenó a
Chaucer
que se pusiera en marcha.

El camino que recorrían estaba lleno de nieve, aunque en bastante buen estado. Cabalgaron lentamente por temor a los lodazales que la nieve pudiera ocultar.

Avanzaron de este modo hasta llegar a las afueras de Kingsbridge.

—Existe un atajo —anunció el alguacil al tiempo que se desviaba hacia un campo cubierto de nieve virgen—. Nos ahorraremos casi un kilómetro.

Su compañero lo siguió.

A pesar de las precauciones que habían tomado antes, ni Goldsmith ni
Rifka
se percataron de la primera zanja hasta que se hallaron ante ella; por fortuna el alguacil, que era un jinete experto, logró evitarla.

—Debería haberme acordado —dijo señalando con el dedo a la derecha e izquierda—. Ve, está lleno de trincheras. Las han cavado por temor a un eventual ataque de los soldados del rey.

Tonneman se llevó la mano a los ojos para protegerlos del reverbero de la nieve. Distinguió un cañón y centinelas detrás de las trincheras.

—¿Cómo es posible que haya centinelas y un cañón en Kingsbridge?

—Todavía nadie ha muerto en Kingsbridge, como ocurrió en Lexington, Concord y Bunker Hill. Pero puede suceder. Y la gente está dispuesta a morir por la causa.

—Basta de política.

Por fortuna en algunos trechos no había trincheras. Avanzaron en silencio hasta que Tonneman señaló con el dedo una casa de piedra de dos plantas.

—¿Es Cross Keys?

—Sí. Estuve aquí el año pasado.

Goldsmith salió del campo para tomar de nuevo el camino.

Empezó a nevar con más intensidad. Caían gruesos copos, como arrojados por alguien desde el cielo.

—Dejemos los caballos en este establo —propuso Tonneman.

Un chico negro, muy parecido al criado de Abigail, salvo por las ropas harapientas que llevaba, salió presuroso del establo.

—¡Cuidado con el agujero! —exclamó.

Tonneman tiró de las riendas y consiguió rodear el agujero.

—Es para la hoguera —informó el muchacho con más calma mientras abría la puerta del establo.

—Pues enciende el fuego o pon piedras alrededor —replicó Goldsmith malhumorado.

—Sí, señor.

—Seca los animales y dales algo de comer —ordenó Tonneman al tiempo que le entregaba un penique.

El chico condujo los caballos hasta los pesebres mientras Tonneman y Goldsmith cruzaban el camino en dirección al edificio de piedra. La nieve quedaba adherida a sus ropas; parecían muñecos de nieve andantes. Delante de la taberna sólo había un caballo atado a la baranda. La nieve cubría todo, incluso a la pobre bestia.

La ancha sala de la taberna Cross Keys albergaba reservados, mesas pequeñas, una enorme chimenea de ladrillo y una barra.

El encargado del bar y un viajero, un hombre con un sombrero de piel de zorro que estaba apoyado contra la barra, dejaron de hablar cuando Tonneman y Goldsmith entraron y se sentaron a una de las ocho mesas libres.

—Buenos días —saludó el encargado con cordialidad. Era corpulento, de cabello oscuro y rizado y cejas grises—. ¿Qué tomarán?

—¿Tienes sopa? —preguntó Goldsmith mientras se quitaba el abrigo y lo colgaba en el respaldo de una silla vacía para que se secara.

—Sólo tengo ternera fría y pollo.

—Pues sírvanos pollo —indicó Tonneman. Su compañero asintió—. ¿Cerveza caliente con especias? —El alguacil asintió de nuevo—. Y dos jarras de cerveza caliente con especias. —Tonneman se levantó y permaneció unos minutos delante de la chimenea. Tras desprenderse del abrigo empapado, regresó a la mesa y lo dejó en el respaldo de una silla para que se secara—. Es usted el señor Wares, ¿verdad?

—No; yo soy Alfred Abbott, el encargado del bar. David Wares bajará dentro de una hora.

El otro viajero se cubrió con la capa y recogió las alforjas.

—¿Venís de Albany? —preguntó a Tonneman.

—No, de Nueva York.

El viajero se dirigió a la puerta sin añadir nada más. La abrió, maldijo la nieve y salió.

—Se llama Godspeed —comentó el encargado del bar cuando el hombre se hubo marchado. A continuación cogió un tronco, lo arrojó al fuego y removió la lumbre con el atizador—. Menudo tiempo para viajar. No envidio su viaje a Albany. —Abbott echó a reír, mostrando tres dientes marrones, dos arriba y uno abajo—. Pero el correo tiene que llegar a la fuerza. —Riendo de nuevo, se dirigió hacia la barra—. Ahora mismo les sirvo la cerveza y el pollo.

Tonneman dejó unas monedas en la mesa.

—Eres el invitado del juez de paz, alguacil; esperemos que el juez sea el invitado de la ciudad.

El encargado del bar los observó unos segundos antes de ir a buscar la cerveza y el pollo. Se acercó a la chimenea para calentar la bebida.

—¿Qué trae a un juez de paz y un magistrado a Kingsbridge? —preguntó en voz alta, con los ojos rebosantes de curiosidad.

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