Hubo un estallido de nerviosa actividad cuando Ala ordenó que se movilizara toda la partida. Bajaron por la Ruta de las Especias lentamente, muy lentamente, porque la regularidad era muy importante y Ala quería arribar a Mansura a la caída de la tarde. Nadie hablaba. Solo se cruzaron con unos pocos desdichados, que de inmediato fueron aprehendidos, atados y custodiados por soldados de infantería para que no pudieran dar la alarma. Al llegar al lugar donde habían visto por última vez a los judíos de Ahwaz, Rob pensó que esos hombres estaban ocultos en las cercanías, escuchando el ruido de los cascos de los animales, las pisadas de los soldados de a pie y el suave cascabeleo de las cotas de malla de los elefantes.
Salieron del bosque cuando el crepúsculo empezaba a tender su manto sobre el mundo y, bajo la cobertura de las penumbras, Ala desplegó sus fuerzas en la cumbre de la colina. A cada elefante —sobre los que iban sentados cuatro arqueros espalda contra espalda— le seguían espadachines en camellos y equinos, y tras la caballería avanzaban los infantes armados con lanzas y cimitarras.
Dos elefantes que no tenían avíos de combate y sólo llevaban a sus
mahouts
, se apartaron a una señal. Los que estaban en lo alto de la colina los observaron descender lentamente en medio de la pacífica luz grisácea. Más allá, de un lado a otro de la aldea, llameaban los fuegos donde las mujeres preparaban la cena. Cuando los dos elefantes llegaron a la empalizada, bajaron la cabeza, como para embestir los troncos.
El sha levantó el brazo. Los elefantes avanzaron. Se oyó barritar y una serie de ruidos sordos a medida que caía la empalizada. Entonces, el sha bajó el brazo y los persas iniciaron su avance. Los elefantes bajaron ansiosos la colina.
Detrás, camellos y caballos salieron al paso largo y en seguida iniciaron el galope. De la aldea brotaban los primeros gritos débiles.
Rob había desenvainado la espada y la usaba para golpear los flancos de
Bitch
, pero la camella no necesitaba que la apremiaran. En principio solo se oía el suave chocar de los cascos y el tintineo de las cotas de malla, pero luego seiscientas voces lanzaron su grito de batalla, y de inmediato se les unieron las bestias: los camellos bramaban, los elefantes barritaban y todo era espeluznante.
A Rob se le pusieron los pelos de punta y aullaba como una bestia cuando los atacantes de Ala cayeron sobre Mansura.
Rob tuvo impresiones fugaces, como si hojeara una serie de dibujos. La camella se abrió paso a gran velocidad a través de las ruinas astilladas de la empalizada. Mientras cabalgaba por la aldea, el miedo en los rostros de los lugareños que se escabullían frenéticamente le dio la extraña sensación de su propia invulnerabilidad, un conocimiento carnal que era una combinación de poder y vergüenza, como la sensación que había experimentado tiempo atrás en Inglaterra, cuando hostigó al viejo judío.
Al llegar a la guarnición, ya estaba desencadenada una batalla sin cuartel.
Los indios luchaban en tierra, pero entendían de elefantes y sabían como atacarlos. Los soldados de infantería, con largas picas, intentaban pinchar los ojos de los elefantes, y Rob vio que lo habían logrado con una de las bestias sin armadura que habían derribado la empalizada. El
mahout
había desaparecido, sin duda asesinado. El elefante había perdido los dos ojos y permanecía de pie, ciego y tembloroso, barritando patéticamente.
Rob se encontró con la vista fija en un rostro moreno, vio la espada desenvainada, y observó el avance de la hoja. No recordaba haber decidido usar su sable a la manera de una delgada hoja francesa; empujó, sencillamente, y la punta se hundió en la garganta del indio. El hombre cayó y Rob se volvió hacia una figura que arremetía contra él desde el otro lado de la camella, y empezó a acuchillar.
Algunos indios blandían hachas y cimitarras e intentaban reducir a los elefantes tasajeándoles la trompa o las patas, pero era una contienda desigual.
Los elefantes arremetían extendiendo sus orejas, anchas como velas. Doblaban sus trompas hacia adentro, detrás de sus letales colmillos con espadas, y embestían como barcos con espolones, cayendo sobre los indios en cargas que dejaban a muchos fuera de combate. Los animales, de fuerza descomunal levantaban las patas en una especie de danza salvaje, y las dejaban caer golpeando el suelo de tal manera que hacían temblar la tierra. Los hombres atrapados bajo los inflexibles cascos quedaban como uvas pisoteadas.
Rob estaba encerrado en un infierno de matanza y espantosos ruidos, gruñidos, bramidos, berridos, maldiciones, gritos y quejidos.
Zi
, por ser el elefante más voluminoso y estar regiamente engalanado, atraía a más enemigos que cualquier otro. Rob vio que Khuff, que había perdido su caballo, luchaba sin apartarse de su sha. Ahora empuñaba su pesada espada, haciéndola girar por encima de su cabeza, gritando reniegos e insultos, mientras en lo alto del elefante Ala hacia buen uso de su arco.
En el fragor de la batalla, los hombres combatían con furia, todos atrapados en la misma carnicería.
Rob lanzó a su camella en pos de un lancero que lo eludió y huyó, y en ese momento vio a Mirdin de pie, con la espada a un costado de su cuerpo, aparentemente sin usar. Tenía a un herido entre los brazos y lo estaba arrastrando para apartarlo de la virulencia sanguinaria, ajeno a todo lo demás.
La escena conmovió a Rob como si le hubieran echado un jarro de agua fría. Parpadeó, soltó las riendas de
Bitch
y se apeó antes de que la camella estuviese del todo arrodillada. Se acercó a Mirdin y lo ayudo a evacuar al herido, que ya estaba gris a causa de una puñalada en el cuello.
A partir de ese momento, Rob olvidó la contienda y comenzó a esforzarse como médico.
Los dos cirujanos tendieron a los heridos en el interior de una casa, llevándolos de uno en uno mientras proseguía la matanza. Todo lo que podían hacer era recoger a las víctimas, pues sus provisiones preparadas con tanto cuidado seguían a lomos de media docena de asnos dispersos nadie sabía donde, por lo que no había opio ni aceite, ni grandes existencias de trapos limpios. Cuando necesitaban paños para restañar la sangre, los cortaban de la ropa de los muertos.
En breve la cruenta lucha se convirtió en una matanza. Los indios habían sido sorprendidos, y aunque aproximadamente la mitad había logrado encontrar sus armas y usarlas, los demás habían resistido con palos y piedras.
Así, eran víctimas fáciles, aunque la mayoría luchaba desesperadamente con la certeza de que si se rendían deberían enfrentar una vergonzosa ejecución o vivir como esclavos o eunucos en Persia.
La carnicería se prolongó en la oscuridad. Rob desnudó su espada y, portando una antorcha, entró en una casa cercana. Dentro había un hombre pequeño y delgado, su mujer y dos hijos. Los cuatro rostros oscuros se volvieron hacia él, con los ojos fijos en la espada.
—Debéis iros sin ser vistos mientras haya tiempo —dijo Rob al hombre.
Pero no entendían el persa, y el hombre farfulló algo en su lengua.
Rob volvió a la puerta y señaló el bosque distante, volvió a entrar e hizo apremiantes movimientos con las manos.
El hombre asintió. Parecía aterrorizado, pues tal vez había bestias en el bosque. Pero reunió a su familia y, en un santiamén, salieron por la puerta.
En la casa Rob encontró lámparas. Luego, entró en otras viviendas, y descubrió aceite y trapos. Todo cuanto halló lo trasladó a donde estaban los heridos.
Entrada la noche, cuando concluyó la última refriega, los espadachines persas aniquilaron a todos los enemigos heridos, para comenzar después el pillaje y las violaciones. Rob, Mirdin y un puñado de soldados recorrieron el campo de batalla con antorchas. No recogían a los muertos ni a nadie que estuviese evidentemente moribundo, pero buscaban a los persas que aun podían salvarse. Mirdin encontró dos de los asnos con su preciosa carga de material sanitario, y a la luz de las lámparas los cirujanos comenzaron a tratar las heridas con aceite caliente, a coserlas y vendarlas. Amputaron cuatro miembros destrozados, pero murieron todos los pacientes de estas intervenciones, salvo uno. Así pasaron aquella terrible noche.
Tenían treinta y un pacientes, y con las primeras luces del amanecer sobre la asolada aldea, descubrieron a otros siete heridos pero vivos.
Después de la primera oración, Khuff transmitió la orden de que los cirujanos debían atender a cinco elefantes heridos antes de reanudar la cura de los soldados. Tres animales tenían cortes en las patas, a otro una flecha le había atravesado una oreja, y el quinto tenía la trompa abierta. Por recomendación de Rob, este último y aquel al que habían arrancado los ojos fueron sacrificados por los lanceros.
Después del plato matinal de
pilah
, los
mahouts
entraron en los rediles de elefantes de Mansura y empezaron a seleccionar a los animales, hablándoles tiernamente y tironeándoles las orejas con aguijadas ganchudas a las que daban el nombre de
ankushas
.
—Venga, papaíto.
—Muévete, hija mía. ¡Tranquilo, hijo! Mostradme lo que sois capaces de hacer, queridos míos.
—Arrodíllate, madre, y déjame montar en tu esplendida cabeza.
Con exclamaciones de ternura, los
mahouts
separaban a las bestias amaestradas de las todavía semisalvajes. Solo podían llevar animales dóciles que les obedecieran en la marcha de regreso a Ispahán. Soltarían a los más salvajes, permitiéndoles volver a la selva.
A las voces de los
mahouts
se sumó otro sonido: el zumbido de las moscardas que ya habían descubierto los cadáveres. Pronto, con el calor creciente del día, el hedor sería insoportable. Habían perecido sesenta y tres persas. Solo se habían rendido ciento tres indios que conservaban la vida, y cuando Ala les ofreció la oportunidad de hacerse porteadores militares, aceptaron aliviados. En unos años ganarían la confianza de sus amos, y se les permitiría transportar las armas de los persas; preferían ser soldados a transformarse en eunucos. Empezaron a trabajar cavando una fosa común para los persas muertos.
Mirdin miró a Rob. «Peor de lo que temía», decían sus ojos. Rob pensaba lo mismo, pero le consoló que todo hubiera terminado, pues volverían a casa.
Pero Karim fue a hablar con ellos. Khuff había matado a un oficial indio, dijo, pero no antes de que la espada del enemigo partiera casi por la mitad el acero más blando de su enorme hoja. Karim había llevado la espada del capitán de las Puertas para mostrarles en qué estado había quedado. La espada del indio estaba hecha con el precioso acero de dibujos en espiral, y ahora la usaba Ala. El sha supervisó personalmente el interrogatorio de los prisioneros hasta averiguar que la espada era obra del artesano Dhan Vangalil, Kausambi, una aldea situada tres días al norte de Mansura.
—Ala ha decidido marchar sobre Kausambi —concluyó Karim.
Apresarían al herrero indio y lo llevarían a Ispahán, donde fabricaría armas de acero ondulado para ayudar al sha a derrotar a sus vecinos y reconstituir la extensa Persia de tiempos pretéritos.
Era fácil de decir, pero resultó más difícil de lo esperado.
Kausambi era otra pequeña aldea de la margen occidental del Indo, constaba de unas pocas docenas de destartaladas casas de madera sobre cuatro calles polvorientas que conducían a la guarnición militar. Una vez más lograron atacar por sorpresa, arrastrándose por el bosque que inmovilizaba la aldea contra la ribera. Cuando los soldados indios comprendieron que los estaban atacando, salieron disparados como monos sorprendidos y se internaron en la zona boscosa.
Ala estaba encantado, pensando que la cobardía enemiga le había servido en bandeja de plata la más fácil de sus victorias. No perdió un minuto en apoyar la espada en un cuello y decirle al aterrado aldeano que lo llevara ante Dhan Vangalil. El fabricante de espadas era un hombre enjuto, de ojos que no mostraban la menor sorpresa, pelo gris y una barba blanca que intentaba ocultar un rostro ni joven ni viejo. Vangalil aceptó inmediatamente trasladarse a Ispahán para servir al sha Ala, pero aclaró que prefería la muerte a menos que el sha le permitiera llevar a su mujer, dos hijos y una hija, además de diversas pertenencias necesarias para fabricar el acero ondulado, incluida una enorme pila de lingotes cuadrados de duro acero indio.
El sha accedió en seguida. No obstante, antes de emprender el regreso volvieron las partidas de reconocimiento con inquietantes noticias. Las tropas indias, lejos de haber huido, habían ocupado posiciones en el bosque y a lo largo del camino, a la espera de caer sobre quien intentara salir de Kau sambi.
Ala sabía que los indios no podían retenerlos indefinidamente. Como en Mansura, los soldados ocultos estaban mal armados; además, ahora se verían obligados a vivir de los frutos silvestres de la tierra. Los oficiales informaron al sha que sin duda habían enviado a sus mejores corredores a buscar refuerzos, pero la guarnición militar más cercana y de cierta importancia, se encontraba en Sehwan, a seis días de distancia.
—Debéis ir al bosque y barrerlos —ordenó Ala.
Los quinientos persas se dividieron en diez unidades de cincuenta combatientes cada una, todos soldados de infantería. Abandonaron la aldea y abordaron la maleza para buscar al enemigo, como quien sale a cazar jabalíes. Al tropezar con los indios se desencadenó una batalla feroz, sangrienta y prolongada.