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Authors: Noah Gordon

Tags: #Histórica

El médico (93 page)

BOOK: El médico
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La semana siguiente hizo la disección de una mujer embarazada de varios meses y dibujó la matriz de su abultada tripa como una copa invertida que protegía la vida que se estaba formando en su interior. En el dibujo le dio la cara de Despina, que nunca tendría un hijo. Lo tituló
Mujer embarazada
.

Una noche se sentó junto a la mesa de disecciones y creó a un joven al que dotó de los rasgos de Karim, en una semejanza imperfecta aunque reconocible para cualquiera que lo hubiese querido. Rob dibujó la figura como si la piel fuese de cristal. Lo que no podía ver con sus propios ojos en el cadáver de la mesa, lo dibujó tal como decía Galeno. Sabía que algunos detalles imaginarios serían desacertados, pero el dibujo resultó notable incluso para él, pues mostraba los órganos y los vasos sanguíneos como si el ojo de Dios se asomara a través de la carne sólida.

Cuando lo concluyó, lo firmó, lo fechó y le dio el título de
El hombre transparente
.

73
LA CASA DE HAMADHAN

En todo ese tiempo no hubo noticias de la guerra. Tal como había sido acordado, salieron cuatro caravanas cargadas de provisiones en busca del ejército, pero nunca volvieron a verlas, y se suponía que habían encontrado a Ala y se habían sumado al combate. Pero una tarde, inmediatamente antes de la cuarta oración, llegó un jinete con las peores noticias posibles.

Tal como habían conjeturado, cuando Masud hizo escala en Ispahán, su fuerza principal ya había encontrado a los persas y se había enzarzado con ellos. Masud envió a dos de sus generales más veteranos —Abu Sahl al-Hamduni y Tash Farrash— a la cabeza de su ejército por la ruta esperada.

Planearon y ejecutaron el ataque frontal a la perfección. Dividieron sus fuerzas en dos, permanecieron ocultos detrás de la aldea de al-Karaj y enviaron una patrulla de reconocimiento de cuatro hombres. Cuando los persas estuvieron lo bastante cerca, las huestes de Abu Sahl al-Hamduni aparecieron por una orilla de al-Karaj y los afganos de Tash Farrash salieron por la otra.

Cayeron sobre los hombres del sha por dos flancos, que rápidamente se acercaron hasta que el ejército de Ghazna quedó reunido a través de una gigantesca línea de combate semicircular semejante a una red.

Tras la sorpresa inicial, los persas lucharon valientemente, pero eran inferiores en numero y estrategia, y fueron perdiendo terreno día a día. Por último, descubrieron que a sus espaldas había otra fuerza de Gahzna al mando del sultán Masud. Entonces la batalla se volvió más desesperada y salvaje, pero el resultado era inevitable. Los persas estaban enfrentados a la fuerza superior de los dos generales de Ghazna. Detrás, la caballería del sultán, poco numerosa pero feroz, libraba un conflicto similar a la histórica batalla entre los romanos y los antiguos persas, aunque esa vez la enemiga de Persia fue la efímera fuerza, que resultó arrasada. Los afganos golpeaban una y otra vez, y se esfumaban para reaparecer en otro sector de la retaguardia.

Finalmente, cuando los persas estaban suficientemente debilitados y confundidos, bajo la cobertura de una tempestad de arena Masud lanzó toda la fuerza de sus tres ejércitos en un ataque global.

A la mañana siguiente, el sol puso de relieve los remolinos de arena sobre los cadáveres de hombres y bestias, lo mejor del ejército persa. Algunos habían escapado y se rumoreaba que entre ellos estaba el sha Ala, según el emisario, aunque este detalle no había sido confirmado.

—¿Qué ha sido de Ibn Sina? —inquirió al-Juzjani.

—Ibn Sina abandonó el ejército bastante antes de llegar al al-Karaj,
hakim
. Lo había afectado un terrible cólico que lo dejó imposibilitado, de modo que con permiso del sha el médico más joven de entre los cirujanos, Bibi al-Ghuri, lo llevó a la ciudad de Hamadhan, donde Ibn Sina sigue siendo propietario de la casa que fuera de su padre.

—Conozco el lugar —dijo al-Juzjani.

Rob sabía que al-Juzjani iría.

—Déjame ir contigo —le pidió.

Durante unos segundos, el celoso resentimiento parpadeó en los ojos del médico de más edad, pero en seguida la razón ganó la batalla y asintió.

—Partiremos de inmediato —dijo.

Fue un viaje arduo y tétrico. Espoleaban sus caballos, pues no sabían si iban a encontrarlo vivo. Al-Juzjani había enmudecido por la desesperación, y no era extraño que así fuera; Rob había amado a Ibn Sina durante pocos años relativamente, mientras que al-Juzjani idolatró toda su vida al Príncipe de los Médicos.

Tuvieron que hacer un rodeo hacia el este para eludir la guerra que, por lo que sabían, aún se libraba en el territorio de Hamadhan. Pero al llegar a la ciudad capital que daba nombre al territorio, la encontraron adormilada y pacífica, sin rastros de la gran matanza que había tenido lugar a pocas millas de distancia.

Cuando Rob vio la casa pensó que se adaptaba mejor a Ibn Sina que la gran finca de Ispahán. La vivienda de adobe y piedra era semejante a la ropa que siempre llevaba Ibn Sina: modesta y cómoda.

Pero en el interior reinaba el hedor de la enfermedad.

En un asomo de celos, al-Juzjani pidió a Rob que esperara fuera de la cámara en la que yacía Ibn Sina. Poco después, Rob oyó el murmullo de una conversación y luego, para su gran sorpresa y alarma, el inconfundible sonido de un golpe.

El joven médico llamado Bibi al-Ghuri salió de la cámara. Tenía la cara blanca y sollozaba. Pasó junto a Rob sin saludarlo y salió corriendo de la casa.

Poco después apareció al-Juzjani, seguido por un
mullah
anciano.

—Ese joven charlatán ha condenado a Ibn Sina. Cuando llegaron aquí al-Ghuri dio semillas de apio al maestro para interrumpir las ventosidades del cólico. Pero en lugar de darle dos
danaqs
de semillas, la dosis fue de cinco
dirhams
, y desde entonces Ibn Sina ha evacuado gran cantidad de sangre.

Cada dirham se dividía en seis
danaqs
, lo que significaba que había ingerido quince veces la dosis recomendada del brutal purgante.

Al-Juzjani lo miró.

—Formé parte de la junta examinadora que aprobó a al-Ghuri —se lamentó amargamente.

—No podías prever el futuro ni conocer por anticipado este error —dijo Rob amablemente.

Pero al-Juzjani no se consoló con sus palabras.

—¡Que cruel ironía que el médico más grande del mundo termine en manos de un
hakim
inepto!

—¿Está consciente el maestro?

El
mullah
asintió.

—Ha liberado a sus esclavos y repartido sus riquezas entre los pobres.

—¿Puedo entrar?

Al-Juzjani hizo un ademán afirmativo.

Una vez en la cámara, Rob recibió un fuerte choque. En los cuatro meses transcurridos desde que lo viera por última vez, la carne de Ibn Sina se había consumido. Tenía los ojos hundidos, la cara parecía socavada y su piel era cerúlea.

Al-Ghuri le había perjudicado, pero el tratamiento erróneo solo había servido para apresurar el inevitable efecto del cáncer de estomago.

Rob le cogió las manos y sintió tan poca vida, que le resultó difícil hablar. Ibn Sina abrió los ojos y los fijó en los suyos. Rob sintió que el maestro leía sus pensamientos y no había necesidad de fingir.

—Pese a todo lo que puede hacer un médico, maestro, ¿por qué se es una hoja al viento y el auténtico poder sólo está en manos de Alá? —preguntó amargamente.

Para su gran confusión, una brillantez iluminó las facciones deterioradas del maestro. Y repentinamente, supo por qué Ibn Sina intentaba sonreír.

—¿Ese es el acertijo? —inquirió débilmente.

—Ese es el acertijo..., europeo. Debes pasar el resto de tu vida... tratando de... encontrar la respuesta.

—Maestro...

Ibn Sina había cerrado los ojos y no contestó. Rob permaneció un rato sentado a su lado, en silencio, y finalmente dijo en inglés:

—Podría haber ido a cualquier otro sitio sin necesidad de imposturas. Al Califato occidental...: Toledo, Córdoba... Pero había oído hablar de un hombre, Avicena, cuyo nombre árabe me acometió como un hechizo y me sacudió como un estremecimiento. Abu Ali at-Husain ibn Abdullah Ibn Sina.

No podía haber entendido nada más que su nombre; sin embargo volvió a abrir los ojos y sus manos ejercieron una leve presión en las de Rob.

—Para tocar el borde de tus vestiduras. El médico más grande del mundo —susurró Rob.

Apenas recordaba al fatigado carpintero golpeado por la vida que había sido su padre natural. Barber lo había tratado bien, aunque con escaso afecto. Aquel era el único padre que su alma conocía. Olvidó todas las cosas que había menospreciado y solo fue consciente de una necesidad.

—Solicito tu bendición.

Ibn Sina pronunció unas vacilantes palabras en árabe clásico, aunque Rob no tenía necesidad de comprenderlas. Sabía que Ibn Sina lo había bendecido largo tiempo atrás.

Se despidió del anciano con un beso. Al cruzar la puerta, el
mullah
ya se había instalado junto al lecho y leía en voz alta el Corán.

74
EL REY DE REYES

Volvió solo a Ispahán. Al-Juzjani se quedó en Hamadhan, pues quería estar a solas con su maestro agonizante durante sus últimos días.

—Nunca volveremos a ver a Ibn Sina —dijo Rob a Mary suavemente; ella dio vuelta a la cara y lloró como una criatura.

Después de descansar, Rob fue deprisa al
maristan
. Sin Ibn Sina ni al-Juzjani, el hospital estaba desorganizado y todo eran cabos sueltos; pasó un largo día examinando y tratando a los pacientes, conferenciando sobre heridas y en la desagradable tarea de reunirse con el
hadji
Davout Hosein para hablar sobre la administración general de la escuela.

Como los tiempos eran inciertos, muchos estudiantes habían abandonado su aprendizaje y regresado a sus hogares de fuera de la ciudad.

—Esto nos deja con muy pocos aprendices de medicina para hacer el trabajo del hospital —protestó el
hadji
.

Afortunadamente, el numero de pacientes también era escaso, pues por instinto la gente se preocupaba más por la inminente violencia militar que por las enfermedades.

Aquella noche Mary tenía los ojos rojos e hinchados; ella y Rob se abrazaron con una ternura casi olvidada.

Por la mañana, al salir de la casita del Yehuddiyyeh sintió un cambio en el aire, una humedad semejante a la que precede a una tormenta en Inglaterra.

En el mercado judío casi todos los tenderetes estaban vacíos, y Hinda amontonaba frenéticamente sus mercancías en el puesto.

—¿Qué pasa? —le preguntó Rob.

—Los afganos.

Cabalgó hasta el muro. Al subir la escalera descubrió que en el camino ronda se alineaban hombres extrañamente silenciosos, y de inmediato comprendió el motivo de sus temores, porque las huestes de Ghazna habían reunido sus numerosos efectivos. Los infantes de Masud llenaban la mitad del pequeño llano que se extendía más allá del muro occidental de la ciudad. Los jinetes, tanto a caballo como en camellos, habían acampado al pie de las montañas. Se veían elefantes de guerra atados en las partes más elevadas de las laderas, cerca de las tiendas, y puestos de nobles y comandantes cuyos estandartes crujían bajo el viento seco. En medio del campamento, flotando por encima de todo, ondeaba el amenazador pendón de guerra de Ghazna: la cabeza de un leopardo negro sobre campo naranja.

Rob calculó que aquel ejército de Ghazna cuadruplicada el que Masud había llevado a través de Ispahán camino del oeste.

¿Por qué no han entrado en la ciudad? —preguntó a un miembro de la fuerza policial del
kelonter

—Persiguieron al sha hasta aquí y ahora el sha esta dentro de las murallas

—¿Y por esa razón permanecen fuera?

—Masud dice que Ala debe ser traicionado por su propio pueblo.

Afirma que si le entregamos al sha nos perdonara la vida. En caso contrario, promete hacer una montaña con nuestros huesos en la
maidan
central.

—¿Y Ala será entregado?

El hombre lo miró echando chispas por los ojos y escupió.

—Somos persas y él es nuestro sha.

Rob asintió. Pero no le creyó. Bajó del muro y volvió cabalgando a la casa del Yehuddiyyeh. Había guardado su espada inglesa envuelta en trapos aceitados. Se la sujetó a un costado del cuerpo e indicó a Mary que cogiera la espada de su padre e hiciera una barricada en la puerta tras su salida. Volvió a montar y cabalgó hasta la casa del Paraíso.

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