El médico (80 page)

Read El médico Online

Authors: Noah Gordon

Tags: #Histórica

BOOK: El médico
2.57Mb size Format: txt, pdf, ePub

Ala ordenó que sacaran a todas las víctimas del bosque, para que el enemigo no pudiera contarlas y enterarse de cómo menguaban sus fuerzas. De modo que los muertos persas fueron tendidos en el polvo gris de una calle de Kausambi, para ser enterrados en fosas comunes por los prisioneros de Mansura. El primer cadáver que llevaron, en cuanto comenzó la refriega en el bosque, fue el del capitán de las Puertas. Khuff había muerto con una espada india clavada en la espalda. Era un hombre estricto y nunca sonreía, pero también era una leyenda. Las cicatrices de su cuerpo podían leerse como una historia de cruentas campañas bajo el mandato de dos shas. Durante todo el día, los soldados persas desfilaron ante su cadáver.

Todos estaban fríamente enfurecidos por su muerte, y no tomaron prisioneros: mataban a los indios incluso cuando se rendían. A su vez, debieron enfrentar el frenesí de hombres cazados que sabían que nadie sería misericordioso con ellos. El arte de la guerra era miserablemente cruel, con flechas despuntadas o con metales afilados. Solo se oían puñaladas, estocadas y gritos.

Dos veces por día, reunían a los heridos en un claro, y uno de los cirujanos, fuertemente custodiado, salía a proporcionarles los primeros auxilios y trasladarlos a la aldea. El combate duró tres días. De los treinta y ocho heridos de Mansura, once murieron antes de que los persas abandonaran esa aldea, y otros diecisiete habían perecido en los tres días de marcha a Kausambi. A los once heridos que sobrevivieron gracias a los cuidados de Mirdin y Rob, se sumaron otros treinta y seis durante los tres días de batalla en el bosque. Murieron cuarenta y siete persas más.

Mirdin hizo otra amputación y Rob tres más, una de las cuales se limitó a fijar un colgajo de piel sobre un muñón perfectamente recortado por debajo del codo, cuando una espada india cercenó el antebrazo de un soldado. Al principio trataban a los heridos siguiendo las enseñanzas de Ibn Sina: hervían aceite y lo volcaban a la mayor temperatura posible sobre la herida, para evitar la supuración. Pero la mañana del último día Rob se quedó sin aceite. Recordando cómo atendía Barber las laceraciones con hidromiel, cogió una bota llena de vino y comenzó a lavar las heridas con él antes de vendarlas.

La última batalla comenzó al amanecer. A media mañana llegó un nuevo grupo de heridos, y los porteadores depositaron un cadáver envuelto de la cabeza a los tobillos en una manta robada a un indio.

—Aquí solo entran los heridos —dijo Rob bruscamente.

Pero los soldados bajaron el cadáver y esperaron indecisos, hasta que, de repente, Rob notó que el muerto llevaba puestos los zapatos de Mirdin.

—Si hubiese sido un soldado corriente lo habríamos dejado en la calle —informó uno de los porteros—. Pero como es
hakim
, se lo hemos traído al otro
hakim
.

Explicaron que volvían con los heridos cuando un hombre saltó de entre los arbustos con un hacha. El indio solo golpeó a Mirdin, pues de inmediato lo mataron.

Rob les dio las gracias y los soldados se alejaron.

Cuando apartó la manta de la cara comprobó que sin duda alguna era Mirdin. Tenía el rostro contorsionado, y parecía asombrado y dulcemente extravagante.

Rob cerró sus tiernos ojos y ató aquella mandíbula prominente, tosca y franca. Tenía la mente en blanco y se movía como si estuviese borracho. De vez en cuando, se alejaba para consolar a los agonizantes o a los herido pero siempre volvía y se sentaba a su lado. En una ocasión besó la fría boca de Mirdin, aunque sabía que él no podía enterarse. Sentía lo mismo cada vez que intentaba retenerle la mano. Mirdin ya no estaba allí. Abrigó la esperanza de que su amigo hubiese cruzado uno de los puentes.

Finalmente, Rob lo dejó y trató de mantenerse alejado, trabajando ciegamente. Llevaron a un hombre con la mano derecha en pésimo estado y practicó la última amputación de la campaña, cortando por encima de la articulación de la muñeca. Cuando volvió junto a Mirdin, a mediodía, las moscas ya se habían reunido a su alrededor.

Apartó la manta y vio que el hacha había escindido el pecho de Mirdin. Se inclinó sobre la gran herida y logró curiosear, abriéndola un poco con las manos.

Pasó por alto los hedores del muerto dentro de la tienda y el aroma de las hierbas pisoteadas. Los lamentos de los heridos, el zumbido de las moscas, los gritos lejanos y el fragor de la batalla desaparecieron de sus oídos. Perdió la conciencia de que su amigo había muerto y olvidó la aplastante carga de su pesadumbre.

Por primera vez tuvo acceso a las vísceras de un hombre y tocó un corazón humano.

60
CUATRO AMIGOS

Rob lavó a Mirdin, le cortó las uñas, lo peinó y lo envolvió en su taled, del que cortó la mitad de uno de los bordes, según la tradición.

Buscó a Karim, que al enterarse de la noticia parpadeó como si lo hubieran abofeteado.

—No quiero que lo arrojen a la fosa común —dijo Rob—. Estoy seguro de que su familia vendrá a buscarlo para llevarlo a Masqat y enterrarlo entre los suyos, en suelo sagrado.

Escogieron un lugar, delante de una roca redondeada, tan grande que los elefantes no podían moverla. Tomaron medidas y contaron los pasos desde la roca hasta el borde del camino. Karim aprovechó sus prerrogativas para obtener pergamino, pluma y tinta; después de cavar la sepultura, Rob levantó un mapa. Más adelante, volvería a dibujarlo todo y lo enviaría a Masqat. Si no había pruebas incontrovertibles de que Mirdin había muerto, Fara sería considerada una
agunah
, una esposa abandonada, y nunca le permitirían volver a casarse. Eso decía la ley: Mirdin se lo había enseñado.

—Ala querrá estar presente —dijo Karim.

Rob lo siguió con la mirada cuando se acercó al sha, que estaba bebiendo con sus oficiales, bañándose en el cálido destello de la victoria. Vio que escuchaba a Karim un momento y luego lo despedía con un ademán impaciente.

Rob experimentó una oleada de odio al recordar la voz del rey en la caverna y rememorar las palabras que había dicho a Mirdin: «Somos cuatros amigos.»

Karim volvió a su lado y dijo, avergonzado, que siguieran con la ceremonia. Murmuró unos fragmentos de oraciones islámicas mientras cubrían el sepulcro, pero Rob no intentó rezar. Mirdin merecía las voces afligidas del
Haskavot
, el cántico de enterramientos, y del
kaddish
. Pero este último debía ser entonado por diez judíos y él era un cristiano que se fingía ser hebreo, y permaneció obnubilado y en silencio mientras la tierra se cerraba sobre su amigo.

Esa tarde los persas no encontraron más indios que matar en el bosque.

El camino de salida de Kausambi estaba abierto. Ala nombró capitán de las Puertas a Farhad, un veterano de mirada dura que empezó a vociferar órdenes destinadas a fustigar a la tropa, a fin de disponer la partida.

En medio del júbilo general, Ala hizo un recuento. Tenia un fabricante de espadas indio. Había perdido dos elefantes en Mansura, pero se había apoderado de veintiocho en la misma plaza. Además, los
mahouts
encontraron cuatro elefantes jóvenes y sanos en un redil de Kasambi; eran animales de trabajo no entrenados para la batalla, pero seguían siendo valiosos. Los caballos indios eran achaparrados, y los persas hicieron caso omiso de ellos, pero habían descubierto una pequeña manada de camellos finos y veloces en Mansura, y docenas de otros, aptos para la carga, en Kausambi.

Ala no cabía en sí de gozo por el éxito de sus ataques.

Ciento veinte de los seiscientos soldados que habían seguido al sha desde Ispahán estaban muertos, y Rob se encontraba a cargo de cuarenta y siete heridos. Muchos de éstos se hallaban en estado grave y morirían durante el viaje, pero no los abandonarían en la aldea devastada. Todos los persas que se encontraran allí serían asesinados cuando llegaran los refuerzos Indios.

Rob envió a unos soldados a registrar las casas para requisar alfombras y mantas, que se sujetaron entre palos, a fin de improvisar unas parihuelas. Al amanecer del otro día, cuando partieron, los indios apresados acarreaban las precarias camillas.

Fueron tres días y medio de viaje arduo y tenso hasta un lugar en el que podía vadearse el río sin tener que presentar batalla. En las primeras etapas del cruce dos hombres fueron arrastrados por las aguas y se ahogaron. En medio, el cauce del Indo era poco profundo pero rápido. Los
mahouts
situaron los elefantes río arriba, para frenar la fuerza de las aguas mediante aquel muro viviente, una nueva demostración del autentico valor de estos animales.

Murieron primero los gravemente heridos: los que tenían el pecho perforado o el vientre tasajeado, y un hombre que había recibido una puñalada en el cuello. En un solo día sucumbieron seis soldados. En quince días llegaron al Beluchistán, donde acamparon en unos terrenos en los que Rob acomodó a sus heridos en un granero. Al ver a Farhad intentó hablarle, pero el nuevo capitán de las Puertas no hizo más que darle largas pomposamente. Por suerte, Karim lo oyó y de inmediato lo llevó a la tienda del sha.

—Me quedan veintiuno. Pero deben descansar un tiempo, pues de lo contrario también morirán, Majestad.

—Yo no puedo esperar por los heridos —dijo Ala, ansioso por desfilar triunfante por las calles de Ispahán.

—Solicito tu permiso para quedarme aquí con ellos.

El sha estaba atónito.

—No prescindiré de Karim para que te acompañe como
hakim
. Él debe volver conmigo.

Rob asintió.

Le asignaron quince indios y veintisiete soldados armados para llevar camillas, además de dos
mahouts
y los cinco elefantes lesionados, a fin de que continuaran recibiendo sus cuidados. Karim se ocupó de que descargaran varios sacos de arroz. A la mañana siguiente, el campamento bullía con el acostumbrado frenesí. Luego, el cuerpo principal de la partida se puso en camino. Cuando desapareció el último hombre, Rob quedó con sus pacientes y su puñado de ayudantes en una repentina ausencia de ruido que resultaba al mismo tiempo acogedora y desconcertante.

El reposo a la sombra y sin polvareda benefició a los pacientes, ahorrándoles los constantes saltos y traqueteos del viaje. El primer día en el granero murieron dos hombres y otro el cuarto día, pero los que se aferraban a la supervivencia resistieron, y la decisión de Rob de hacer una pausa en el Beluchistán les salvó la vida.

Al principio, los soldados se tomaron a mal las nuevas obligaciones. Los demás estarían en breve en Ispahán, donde serían recibidos con aclamaciones, mientras ellos seguían expuestos a todos los riesgos y obligados a realizar faenas sucias. La segunda noche se escabulleron dos miembros de la guardia armada, y nunca volvieron a verlos. Los indios desarmados no intentaron huir, lo mismo que los demás miembros de la guardia. Como soldados profesionales, pronto comprendieron que la próxima vez podía tocarle a cualquiera de ellos, y se sintieron agradecidos de que el
hakim
pusiera en peligro su propia vida para ayudar al prójimo.

Todas las mañanas Rob destacaba partidas de caza que volvían con presas pequeñas, que aderezaban y guisaban con el arroz que les había dejado Karim. Los pacientes se recuperaban ante sus propios ojos.

Trataba a los elefantes como a los hombres, cambiando regularmente sus vendajes y bañando sus heridas con vino. Las grandes bestias permanecían impasibles y permitían que les hiciera daño, como si comprendieran que él era su benefactor. Los hombres eran tan resistentes como los animales, incluso cuando se les gangrenaban las heridas, y Rob no tenía más remedio que cortar la sutura y abrir la carne para limpiar el pus y empaparla en vino antes de volver a cerrarla.

Asistió a un hecho extraño: prácticamente en todos los casos que había tratado con aceite hirviendo, las heridas estaban inflamadas y supuraban.

Muchos de los pacientes habían muerto, en tanto la mayoría de aquellos cuyas heridas habían sido tratadas cuando ya no había aceite, no tenían pus y sobrevivieron. Comenzó a tomar notas, sospechando que esa sola observación podía hacer que su presencia en la India valiera para algo. Se había quedado casi sin vino, pero fabricar la Panacea Universal le había servido para aprender que donde había granjeros podían obtenerse barriles de bebidas fuertes. Comprarían más en el camino.

Al cabo de tres semanas, cuando abandonaron el granero, cuatro de sus pacientes estaban en condiciones de montar. Doce soldados iban sin carga para poder turnarse con los camilleros, lo cual permitía que en todo momento algunos descansaran. En la primera oportunidad que se presentó, Rob se desvió de la Ruta de las Especias y dio un rodeo. Éste les retrasaría casi una semana, lo que disgustó a los soldados. Pero Rob no quería arriesgar su reducida caravana siguiendo a las numerosas fuerzas del sha por un camino en el que los desenfrenados intendentes persas habían sembrado el odio y la inanición.

Tres elefantes aun cojeaban y no los cargaron, pero Rob montó en el que tenía cortes de escasa gravedad en la trompa. Se alegró de dejar a
Bitch
, y estaría contento si nunca tuviera que volver a cabalgar un camello. Por contraste, el amplio lomo del elefante le proporcionaba comodidad, estabilidad y una visión regia del mundo.

Este agradable viaje le ofrecía ilimitadas oportunidades de pensar, y el recuerdo de Mirdin lo acompañaba a cada paso, de modo que las maravillas que amenizan cualquier viaje fueron percibidas por sus ojos, pero le proporcionaron muy poco placer: el vuelo repentino de miles de pájaros, una puesta de sol que dejaba el cielo en llamas, la forma en que uno de los elefantes piso el reborde de una zanja, que se derrumbó, y como el animal se sentó como un niño para deslizarse en la rampa resultante...

Other books

The Set Up by Kim Karr
Cold Comfort by Scott Mackay
La lista de los doce by Matthew Reilly
Knots in My Yo-Yo String by Jerry Spinelli
Piercing a Dom's Heart by Holly Roberts
Intuition by St.Clair, Crystal
Love Don't Cost a Thing by Shelby Clark