Al-Juzjani había sido asistente de Ibn Sina durante años. Alcanzó la notoriedad como cirujano por derecho propio, y fue el más destacado entre sus antiguos asistentes, aunque todos se habían desempeñado bien. El
hakim-bashi
hacia trabajar duramente a sus asistentes, y el puesto era como una prolongación de los estudios; una oportunidad para seguir aprendiendo.
Desde el principio, Rob hizo mucho más que seguir los pasos de Ibn Sina y alcanzarle el instrumental, que a veces era lo único que exigían a sus asistentes otros grandes hombres. Ibn Sina esperaba que lo consultara si había algún problema o si era necesaria su opinión, pero el joven
hakim
contaba con toda su confianza, y aquel esperaba que actuara por cuenta propia.
Para Rob fue una época dichosa. Dio una conferencia en la madraza sobre los baños de vino para las heridas abiertas. Asistió muy poco público, pues esa misma mañana un médico visitante de al-Rayy conferenció sobre el tema del amor físico. Los doctores persas siempre se apiñaban en las clases referentes a cuestiones sexuales, algo curioso para Rob, porque en Europa el tema no era responsabilidad de los médicos. No obstante, él mismo asistió a muchas conferencias sobre esa materia, y ya fuese por lo que aprendía o a pesar de ello, su matrimonio prosperaba.
Mary se repuso rápidamente después de dar a luz. Siguieron las instrucciones de Ibn Sina, quien advirtió que hombre y mujer habían de guardar abstinencia durante las seis semanas posteriores al parto, y aconsejó que las partes pudendas de la madre reciente se trataran suavemente con aceite de oliva y se masajearan con una mezcla de miel y agua de cebada. El tratamiento funcionó de maravilla. La espera de seis semanas pareció una eternidad, y cuando se cumplieron, Mary se volvió hacia Rob tan ansiosa como él hacia ella.
Semanas después, la leche de sus pechos comenzó a menguar. Fue un sobresalto, porque su producción era copiosa; Mary había contado a Rob que en ella había ríos de leche, leche suficiente para abastecer al mundo. Cuando amamantaba, sentía aliviarse la dolorosa presión de sus pechos, pero en cuanto desapareció la presión, sintió el dolor de oír el quejido hambriento de Rob J. Comprendieron que necesitarían a un ama de cría. Rob habló con varias comadronas, y por medio de ellas encontró a Prisca, una armenia fuerte y humilde, que tenía bastante leche para su hija recién nacida y para el hijito del
hakim
. Cuatro veces por día, Mary llevaba al niño al almacén de cueros de Dikran, el marido de Prisca, y aguardaba mientras el pequeño Rob J. se alimentaba. De noche, Prisca iba a la casa del Yehuddiyyeh y se quedaba en la otra habitación con los dos bebés, mientras Rob y Mary hacían sigilosamente el amor y luego gozaban del lujo del sueño ininterrumpido.
Mary estaba satisfecha, y la felicidad la dotaba de luminosidad. Florecía con una nueva certeza. A veces Rob tenía la impresión de que ella se adjudicaba todo el mérito de la pequeña y ruidosa criatura que habían creado juntos, pero la amaba tanto más por eso mismo. La primera semana del mes de
Shaban
volvió a pasar por Ispahán la caravana de Reb Moise ben Zavil, camino de Qum, y el mercader les entregó regalos de Reb Mulka Askari y su hija política Fara. Ésta envió para el niño Mirdin ben Jesse seis pequeñas prendas de lino, primorosamente cosidas por ella. El mercader de perlas devolvió a Rob el juego del sha que había pertenecido a su hijo. Fue la primera vez que Mary lloró por Fara. Cuando se secó las lagrimas, Rob acomodó las figuras de Mirdin en el tablero y le enseñó a jugar. Después, a menudo hacían partidas. Rob no esperaba demasiado porque era un juego de guerreros, y Mary solo era una mujer. Pero aprendió en seguida y comió una de sus piezas soltando un grito de guerra digno de un merodeador seljucí. La habilidad que adquirió Mary en mover el ejército de un rey, aunque poco natural en una hembra, no significó un gran choque para Rob, pues hacía tiempo le constaba que Mary Cullen era un ser extraordinario.
El advenimiento del Ramadán cogió desprevenido a Karim, tan inmerso en el pecado que la pureza y contrición implícitas en el mes de ayuno le parecieron imposibles de alcanzar, y demasiado dolorosas de soportar. Ni siquiera las oraciones y el ayuno apartaron de sus pensamientos a Despina y sus insaciables deseos. Por cierto, como Ibn Sina pasaba varias tardes por semana en diversas mezquitas y rompía el ayuno con
mullahs
y eruditos coránicos, el Ramadán resultó una época segura para el encuentro de los amantes. Karim la veía con tanta frecuencia como siempre.
Durante el Ramadán, también el sha Ala mantenía reuniones para orar y se sometía a otras exigencias. Un día, Karim tuvo la oportunidad de regresar al
maristan
por primera vez en meses. Afortunadamente, ese día Ibn Sina no estaba en el hospital, pues se encontraba atendiendo a un cortesano aquejado de fiebre. Karim conocía el sabor de la culpa: Ibn Sina siempre lo había tratado bien. El
hakim
era renuente a encontrarse con el marido de Despina.
La visita al hospital fue una cruel decepción. Los aprendices lo siguieron a través de las salas como de costumbre..., incluso en mayor número que antes, porque su personalidad legendaria se había agigantado. Pero no conocía a ninguno de los pacientes; todos los que había tratado con anterioridad estaban muertos o recuperados y dados de alta. Y aunque otrora había paseado por aquellas salas con segura confianza en su propia habilidad, se encontró tartamudeando mientras hacía preguntas nerviosas, sin saber lo que buscaba en pacientes que eran responsabilidad de otros.
Logró superar la visita sin revelar su torpeza, pero experimentó la triste sensación de que a menos que dedicara su tiempo a la autentica práctica de la medicina, en breve olvidaría los conocimientos adquiridos tan dolorosamente a través de muchos años.
No tenía opción. El sha Ala le había asegurado que lo que esperaba a ambos haría empalidecer la medicina.
Aquel año Karim no corrió en el
chatir
. No se había preparado y estaba más pesado de lo que debía estar un corredor. Presenció la carrera con el sha Ala.
El primer día de
Bairam
amaneció más caluroso que el de su victoria, y la carrera transcurrió lentamente. El rey había renovado su oferta de un
calaat
a quien repitiera la hazaña de Karim y completara las doce vueltas a la ciudad antes de la última oración, pero era evidente que en esa jornada nadie correría ciento veintiséis millas romanas.
El acontecimiento se convirtió en una carrera en la quinta etapa, deteriorándose hasta transformarse en un combate entre al-Harat de Hamadhan y un joven soldado llamado Nafis Jurjis. Los dos habían optado por un paso demasiado veloz el año anterior, por lo que para ellos la carrera terminó en un colapso. Ahora, con el fin de evitar que ocurriera lo mismo, corrían lentamente.
Karim estimulaba a Nafis. Informó a Ala que lo hacia porque el soldado había sobrevivido con ellos en la incursión a la India. En verdad, aunque le gustaba el joven Nafis, lo apoyaba porque no quería que ganara al-Harat, que lo había conocido de niño en Hamadhan, y cuando se encontraban, Karim aún percibía su desprecio por haber sido «el agujero donde la metía Zaki Omar».
Pero Nafis languideció después de recoger la octava flecha, y la carrera quedó en manos de al-Harat. Transcurrían las últimas horas de la tarde y el calor era brutal; dando muestras de sensatez, al-Harat indicó con un gesto que terminaría la vuelta y se conformaría con esa victoria.
Karim y el sha recorrieron cabalgando la última etapa, muy adelantados con respecto al corredor a fin de estar en la línea de llegada para recibirlo.
Ala iba en su salvaje semental blanco y Karim montaba el árabe gris que siempre sacudía la cabeza. A lo largo del camino, a Karim se le levantó el ánimo, pues todo el pueblo sabía que pasaría mucho tiempo antes de que un corredor lo emulara en el
chatir
, si es que alguna vez alguien lo conseguía.
Ahora lo abrazaban por aquella proeza con gritos de alegría, y también como héroe de Mansura y Kausambi. Ala sonreía de oreja a oreja y Karim sabía que podía mirar por encima del hombro y con benevolencia a al-Harat, pues el corredor era un granjero de tierras pobres y él pronto sería visir de Persia.
Al pasar por la madraza, Karim vio al eunuco Wasif en el tejado del hospital y a su lado estaba Despina con la cara velada. Al verla, a Karim le dio un vuelco el corazón y sonrió. Era mejor pasar a su lado así, en un valioso corcel y ataviado con sedas y lino, a tambalearse y tropezar apestando a sudor, cegado por la fatiga.
No lejos de Despina, una mujer sin velo perdió la paciencia con el calor y, quitándose el paño negro que cubría su cabeza, la sacudió como si imitara al caballo de Karim. Sus cabellos cayeron y se abrieron en abanico, largos y ondulantes. El sol destelló gloriosamente en su cabellera, revelando diferentes pinceladas rojas y doradas. En ese momento Karim oyó que el sha le estaba dirigiendo la palabra.
—¿Es la mujer del
Dhimmi
? ¿La europea?
—Sí, Majestad. La esposa de nuestro amigo Jesse ben Benjamin.
—Pensé que tenía que ser ella —comentó Ala.
El rey observó a la mujer de cabeza descubierta hasta que la adelantaron unos metros. No hizo más preguntas, y poco después Karim logró enzarzarlo en una conversación concerniente al herrero indio Dhan Vangalil y las espadas que estaba fabricando para el sha en su nuevo horno y fundición, situados detrás de los establos de la casa del Paraíso.
Rob, como de costumbre, empezaba el día en la sinagoga Casa de la Paz, en parte porque la extraña mezcla del cántico de la oración judía y la silenciosa oración cristiana se había vuelto satisfactoria y nutría su espíritu.
Pero todo porque, de alguna extraña manera, su presencia en la sinagoga representaba la satisfacción de una deuda con Mirdin.
No obstante, se sentía incapaz de entrar en la sinagoga de Mirdin, la Casa de Sión. Y aunque muchos eruditos se sentaban a diario para debatir sobre la ley en la Casa de la Paz, y habría sido sencillo sugerir que alguien le diera clases privadas sobre los ochenta y nueve mandamientos que aún no había estudiado, no le quedaban ánimos para completar esa tarea sin Mirdin. Se dijo a sí mismo que quinientos veinticuatro mandamientos servirían a un judío espurio tan bien como seiscientos trece, y dedicó su mente a otras cuestiones.
El maestro había escrito sobre todos los temas. Mientras era estudiante, Rob había tenido la oportunidad de leer muchas de sus obras sobre medicina, pero ahora estudiaba otros escritos de Ibn Sina, y cada vez sentía más respeto por él. Se había ocupado de música, poesía y astronomía, metafísica y pensamiento oriental, filología e intelecto activo, y a él se debían, además, comentarios acerca de todas las obras de Aristóteles. Durante su encierro en el castillo de Fardajan escribió un libro titulado
La guía
, en el que sintetizaba todas las ramas de la filosofía. Incluso era autor de un manual militar,
Manejo y aprovisionamiento de soldados, tropas esclavas y ejércitos
, que habría sido muy útil a Rob si lo hubiese leído antes de ir a la India como cirujano de campaña. Había escrito acerca de la matemática, el alma humana y la esencia de la tristeza. Y repetidas veces se había explayado sobre el Islam, la religión heredada de su padre y que, a pesar de la ciencia que impregnaba todo su ser, aceptaba como dogma de fe.
Y eso es lo que hacía que el pueblo lo amara tanto. Toda la gente veía que pese a la lujosa finca y a los frutos del
calaat
real, pese a que hombres sabios y gloriosos del mundo entero iban a buscarlo y sondeaban sus pensamientos, pese a que los reyes rivalizaban por el honor de ser reconocidos como patrocinadores del maestro..., pese a todas estas cosas, incluso como el más humilde de los desgraciados, Ibn Sina elevaba los ojos al cielo y exclamaba:
La ilaha illa-l-Lah.
Muhammadun rasulu-l-Lah.
No hay Dios salvo Dios;
Mahoma es el Profeta de Dios.
Todas las mañanas, antes de la primera oración, una multitud de varios centenares de hombres se reunía delante de su casa. Eran mendigos,
mullahs
, pastores, mercaderes, pobres y ricos, hombres de toda condición. El Príncipe de los Médicos sacaba su propia alfombra de plegaria y oraba con sus admiradores, y cuando cabalgaba hasta el
maristan
, lo acompañaban a pie, cantándole al Profeta y entonando versículos del Corán.
Varias tardes por semana se reunían algunos discípulos en su casa. En general, se hacían lecturas sobre temas médicos. Durante un cuarto de siglo, todas las semanas, al-Juzjani había leído en voz alta obras de Ibn Sina, sobre todo el famoso
Qanun
. A veces pedían a Rob que leyera otro libro del maestro titulado
Shifa
. A continuación discutían vivamente de temas clínicos mientras bebían. El debate resultaba a menudo acalorado, y algunas veces divertido, pero siempre instructivo.
—¿Qué cómo llega la sangre a los dedos? —podía gritar desesperadamente al-Juzjani, repitiendo la pregunta de un aprendiz—. ¿Has olvidado que Galeno dijo que el corazón es una bomba que pone toda la sangre en movimiento?
—¡Ah! —intervenía Ibn Sina—. Y el viento pone en movimiento una embarcación de vela, pero ¿cómo encuentra el camino a Bahrain?
Muchas veces, cuando Rob se marchaba, notaba la presencia del eunuco Wasif oculto en las sombras, cerca de la puerta de la torre Sur. Un anochecer, Rob fue al campo que se extendía detrás del muro de la finca de Ibn Sina. No le sorprendió ver al semental gris de Karim agitando impaciente la cabeza.