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Authors: Michel Houellebecq

El mapa y el territorio (37 page)

BOOK: El mapa y el territorio
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Hacía más de diez años que no había accionado la entrada sur de su finca, la que daba al pueblo; sin embargo, se abrió sin dificultad y Jed se felicitó una vez más de haber recurrido a la empresa de Lyon que le había recomendado un antiguo amigo de su padre.

Sólo vagamente recordaba Châtelus-le-Marcheix, en su recuerdo no era nada más que un pueblecito decrépito, ordinario, de la Francia rural. Pero le invadió la estupefacción en cuanto dio los primeros pasos por las calles de la aldea. Para empezar, el pueblo había crecido mucho, había como mínimo el doble, quizá el triple de casas. Y las casas estaban flamantes, floridas, edificadas con un respeto maniático por el estilo tradicional de Limoges. En la calle principal había por todas partes escaparates de productos regionales, de artesanías, y en diez metros contó tres cafés que ofrecían conexiones baratas con Internet. Aquello se parecía mucho más a Koh Phi Phi o Saint-Paul-de-Vence que a un pueblo rural de la Creuse.

Un poco aturdido, se paró en la plaza mayor y reconoció el café que había delante de la iglesia. Reconoció más bien
la ubicación
del café. El interior, con sus lámparas Art Nouveau, sus mesas de madera oscura, sus patas y travesaños de hierro forjado y sus bancos de cuero querían a todas luces evocar el ambiente de un café parisino de la Belle Epoque. Sin embargo, cada mesa disponía de una consola para ordenador portátil con pantalla de 21 pulgadas, enchufes que cumplían las normas europeas y norteamericanas y un folleto que indicaba los procedimientos de conexión con la red Creuse-Sat: al leerlo, Jed supo que el consejo general había financiado el lanzamiento de un satélite geoestacionario para mejorar la rapidez de las conexiones Internet en el departamento. Pidió un rosado Menetou-Salon y lo bebió meditabundo, pensando en aquellas transformaciones. A aquella hora temprana había poca gente en el café. Una familia china tomaba un
break-fast limousin
de 23 euros por persona, según comprobó Jed consultando la carta. Más cerca de él, un barbudo fornido, con el pelo recogido en una coleta, consultaba sus e-mails distraídamente; lanzó una mirada intrigada a Jed, frunció las cejas, dudó si dirigirle la palabra y finalmente volvió a enfrascarse en su ordenador. Jed apuró su vaso de vino, salió del local, se quedó un momento pensativo al volante de su Audi, un todoterreno eléctrico; había cambiado tres veces de automóvil en los últimos veinte años, pero se había mantenido fiel a la marca que le había brindado sus primeros goces automovilísticos.

Durante las semanas siguientes, exploró poco a poco, a pequeñas etapas, sin abandonar del todo el Limousin —salvo un breve recorrido por Dordoña y otro aún más breve por los montes de Rodez—, el país, Francia, que indiscutiblemente era el suyo. Era evidente que Francia había cambiado mucho. Se conectó a Internet muchas veces, mantuvo algunas conversaciones con hoteleros, restauradores y otros proveedores de servicios (el dueño de un garaje en Périgueux, una
escort-girl
de Limoges), y todo le confirmó la primera impresión fulgurante que tuvo al atravesar el pueblo de Châtelus-le-Marcheix: sí, el país había cambiado, cambiado profundamente. Los habitantes tradicionales de las zonas rurales habían desaparecido casi totalmente. Les habían sustituido los recién llegados de las áreas urbanas, animados por un vivo apetito empresarial y a veces por convicciones ecológicas moderadas, comercializables. Se habían propuesto repoblar el hinterland, esta tentativa, al cabo de muchos intentos infructuosos, basada esta vez en un conocimiento preciso de las leyes del mercado y en su lúcida aceptación de las mismas, había tenido un completo éxito.

La primera pregunta que se hizo Jed —manifestando así un típico egocentrismo de artista— fue si su «serie de oficios sencillos», unos veinte años después de haberla concebido, había conservado su vigencia. De hecho, no del todo.
Moya Dubois, ayudante de mantenimiento a distancia
ya no tenía razón de ser: hoy día, el telemantenimiento estaba externalizado al cien por cien, principalmente en Indonesia y en Brasil. En cambio,
Aimée, escort-girl
estaba de plena actualidad. Incluso la prostitución había experimentado en el terreno económico una verdadera mejoría, debida a la persistencia, sobre todo en los países de Sudamérica y en Rusia, de una imagen erótica de la
parisina
, así como a la actividad infatigable de las inmigrantes de África occidental. Por primera vez desde las décadas de 1900 o 1910, Francia había recuperado su puesto como destino privilegiado del
turismo sexual
. También habían aparecido profesiones nuevas o, más bien, antiguas profesiones se habían acomodado al gusto de la época, como la forja artística y la latonería; había resurgido la huerta de regadío. En Jabreilles-les-Bordes, un pueblo situado a cinco kilómetros del de Jed, se había reinstalado un herrador; la Creuse, con su red de senderos bien cuidados, sus bosques, sus calveros, se prestaba admirablemente a los paseos ecuestres.

Más en general, Francia gozaba de salud económica. Convertida en un país principalmente agrícola y turístico, había mostrado una fortaleza notable en el curso de las diferentes crisis que se habían sucedido, casi sin interrupción, durante los últimos veinte años. Las crisis habían sido de una virulencia creciente, de una imprevisibilidad burlesca; burlesca, cuando menos, desde el punto de vista de un Dios burlón que se hubiese divertido de lo lindo con las convulsiones financieras que deparaban de repente la opulencia y a continuación sumían en el hambre a naciones de la envergadura de Indonesia, Rusia o Brasil: a poblaciones de centenares de millones de habitantes. No teniendo para vender prácticamente otra cosa que hoteles con encanto, perfumes y charcutería fina —lo que se denomina un
arte de vivir—
, Francia había sobrellevado sin dificultad estos azares. De un año para otro simplemente cambiaba la nacionalidad de los clientes.

Al volver a Châtelus-le-Marcheix, Jed adquirió la costumbre de dar un paseo diario, al final de la mañana, por las calles del pueblo. Solía tomar un aperitivo en el café de la plaza (que curiosamente había conservado su antiguo nombre de Bar des Sports) antes de comer en casa. Rápidamente advirtió que muchos de los recién llegados parecían conocerle —o, al menos, haber oído hablar de él— y le trataban sin una animosidad especial. De hecho, los nuevos habitantes de las zonas rurales no se parecían en nada a sus precursores. No era la fatalidad lo que les había empujado a dedicarse a la cestería artesanal, la restauración de un albergue rural o la fabricación de quesos, sino un proyecto empresarial, una elección económica ponderada, racional. Instruidos, tolerantes, fiables, convivían sin una dificultad particular con los extranjeros residentes en la región: por otra parte, les interesaba hacerlo, porque constituían el grueso de su clientela. En efecto, habían sido vendidas la mayoría de las casas que sus antiguos propietarios del norte de Europa ya no podían mantener. Los chinos, por supuesto, formaban una comunidad un tanto replegada sobre sí misma, pero no más, ciertamente, e incluso menos que los ingleses hasta hacía poco: al menos ellos no imponían el empleo de su lengua. Manifestaban respeto excesivo, casi una veneración por
las costumbres
locales, que los recién llegados, en principio, conocían mal, pero que se habían esforzado en reproducir por una especie de mimetismo de adaptación; se advertía también un retorno cada vez más claro a las recetas, los bailes y hasta las usanzas regionales. Dicho esto, la clientela más apreciada, desde luego, eran los rusos. Nunca discutían el precio de un aperitivo ni el del alquiler de un 4 x 4. Gastaban rumbosamente, con esplendidez, fieles a una economía de
potlatch
que había sobrevivido sin esfuerzo a los sucesivos regímenes políticos.

Esta nueva generación se mostraba más conservadora, más respetuosa con el dinero y las jerarquías sociales establecidas que todas las anteriores. Un hecho más sorprendente era que ahora el índice de natalidad había aumentado efectivamente en Francia, incluso sin tener en cuenta a la inmigración, que de todas formas casi había descendido a cero tras la desaparición de los últimos empleos industriales y la reducción drástica de las medidas de protección social introducida a principios de la década 2020. Al desplazarse hacia los nuevos países industrializados, los emigrantes africanos se exponían ahora a un viaje muy peligroso. Los barcos en que atravesaban el Océano índico y el Mar de China eran frecuentemente asaltados por piratas que les despojaban de sus últimos ahorros, cuando no les arrojaban pura y simplemente al mar.

Una mañana en que Jed degustaba a sorbitos una copa de Chablis, le abordó el barbudo de la coleta, uno de los primeros habitantes del pueblo en que se había fijado. El hombre, sin conocer con exactitud su obra, le había identificado como
artista
. Él también pintaba «un poco», confesó, y se proponía enseñarle sus obras.

Antiguo mecánico en un garaje de Courbevoie, había pedido un préstamo para afincarse en el pueblo, donde había montado una empresa de alquiler de quads; Jed se acordó fugazmente del croata de la avenue Stephen-Pichon, y de sus motos acuáticas. La pasión personal del barbudo eran las Harley-Davidson, y durante un cuarto de hora Jed tuvo que aguantar la descripción de una máquina que tronaba en el garaje y de las reformas que año tras año había hecho para dejarla a su gusto. Dicho esto, los quads eran, según él, «motores guapos» que proporcionaban «paseos guay». Y en cuanto a mantenimiento, observó con sensatez, eran menos exigentes que un caballo; en fin, los negocios marchaban sobre ruedas, no podía quejarse.

La mayoría de sus cuadros, patentemente inspirados por la
heroic fantasy
, representaban a un guerrero barbudo con coleta a lomos de un caballo mecánico, una visible reinterpretación
space opera
de su Harley. A veces combatía a tribus de zombis pegajosos, a veces a ejércitos de robots militares. Otros lienzos, que escenificaban más bien el
reposo del guerrero
, revelaban un imaginario erótico típicamente masculino, a base de guarras glotonas, de labios ávidos, que por lo general se desplazaban de dos en dos. Se trataba, en resumen, de autoficciones, de autorretratos imaginarios; su deficiente técnica pictórica no le permitía por desgracia alcanzar el nivel del hiperrealismo y el último toque refinado que exigía la clásica
heroic fantasy
. En conjunto, Jed rara vez había visto algo tan feo. Buscó un comentario adecuado durante más de una hora, mientras el otro, infatigable, sacaba las telas de su funda, y acabó farfullando que era una obra «de un gran poder visionario». Añadió al instante que no había conservado ningún contacto en los medios artísticos. Lo cual, por otra parte, era la pura verdad.

Desconoceríamos por completo las condiciones en que Jed Martin realizó la obra que le ocupó los treinta últimos años de su vida si unos meses antes de su muerte no hubiera accedido a conceder una entrevista a una joven periodista de
Art Press
. Aunque la entrevista ocupa un poco más de cuarenta páginas de la revista, en ella sólo habla —casi exclusivamente— de los procedimientos técnicos utilizados para la fabricación de esos extraños videogramas, actualmente conservados en el MOMA de Filadelfia, que no se parecen en nada a su obra anterior ni, por otro lado, a nada conocido, y que treinta años después siguen suscitando en los visitantes una aprensión teñida de malestar.

Se niega a hacer comentarios sobre el sentido de esta obra, a la que dedicó toda la parte final de su vida. «Quiero dejar constancia del mundo… Simplemente quiero
dejar constancia del mundo…
», le repite durante más de una página a la joven periodista, paralizada por el compromiso, que se muestra incapaz de refrenar este parloteo senil, y quizá sea mejor así, porque la palabrería de Jed Martin se explaya, provecta y libre, concentrada esencialmente en cuestiones de diafragma, la amplitud de la puesta a punto y la compatibilidad de los programas informáticos. Una entrevista notable, en que la periodista «se eclipsaba detrás del personaje», como observó secamente
Le Monde
, que se moría de envidia de haberse perdido esta exclusiva y que le valió el nombramiento, meses más tarde, de redactora jefe adjunta de
Art Press
: precisamente el día en que anunciaron la muerte de Jed Martin.

Si bien habla de él por extenso a lo largo de varias páginas, el material que Jed había utilizado para sus tomas no era en sí mismo nada especial: un trípode Manfrotto, una cámara de vídeo semiprofesional Panasonic —que había elegido por la luminosidad excepcional de su sensor, que permitía filmar en una oscuridad cuasi total— y un disco duro de dos terabytes, conectado a la salida USB de la cámara. Durante más de diez años, todas las mañanas menos la del martes, que reservaba para las compras, Jed Martin cargaba este material en el maletero de su Audi y recorría la carretera privada que había hecho construir a través de su finca. Apenas era posible aventurarse más allá de esta carretera: las hierbas, muy altas y sembradas de arbustos de espinos, llevaban muy rápidamente a un bosque denso, al sotobosque impenetrable. Hacía mucho que se había borrado la huella de los caminos que pudieron haber cruzado el bosque. Las inmediaciones del estanque, tapizadas de una hierba rasa que crecía a duras penas en un terreno esponjoso, eran la única zona más o menos transitable.

Aunque disponía de una amplia gama de objetivos, utilizaba casi siempre un Schneider Apo-Sinar que ofrecía la asombrosa particularidad de abrirse a 1.9, al mismo tiempo que alcanzaba una distancia focal máxima de 1.200 milímetros en equivalente 24 x 36. La elección del tema «no respondía a ninguna estrategia preestablecida», declara en varias ocasiones a la periodista; «se limitaba a seguir el impulso del momento». En cualquier caso, utilizaba casi siempre focales muy altas, y a veces se concentraba en una rama de haya agitada por el viento o en un mechón de hierba, en la cima de una mata de ortigas o en una superficie de tierra blanda y empapada entre dos charcos. Una vez hecho el encuadre, conectaba la alimentación de la cámara de vídeo con el enchufe del encendedor del coche, disparaba y volvía andando a casa, dejando el motor en marcha durante varias horas y en ocasiones durante el resto del día y la noche siguiente: la capacidad del disco duro le habría permitido obtener tomas ininterrumpidas durante casi una semana.

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