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Authors: Michel Houellebecq

El mapa y el territorio (35 page)

BOOK: El mapa y el territorio
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Al volver a la comisaría, Bardéche consultó inmediatamente el archivo TREIMA: Le Guern estaba en lo cierto, de cabo a rabo. Al parecer, las dos plastinaciones habían sido adquiridas de una forma totalmente legal; el boceto de Bacon, en cambio, procedía de un robo cometido hacía unos diez años en un museo de Chicago. Los ladrones habían sido detenidos unos años antes, y se habían negado sistemáticamente a delatar a sus compradores, algo bastante insólito en estos ambientes. Era un dibujo de formato modesto, adquirido en una época en que la cotización de Bacon había disminuido ligeramente, y Petissaud sin duda lo habría comprado por la mitad del precio del mercado, era el ratio que se practicaba habitualmente; para un hombre de sus ingresos significaba un gasto importante, pero aun así factible. En cambio, Bardéche se quedó estupefacto al conocer las cotizaciones que alcanzaban ahora las obras de Jed Martin; incluso a mitad de precio, el cirujano no tendría en modo alguno los medios de costearse un lienzo de semejante envergadura.

Telefoneó al instante a la Oficina de Lucha contra el Tráfico de Objetos de Arte y su llamada desencadenó una agitación considerable: lisa y llanamente se trataba del caso más importante que les había caído en suerte en los últimos cinco años. A medida que la cotización de Jed Martin ascendía en proporciones vertiginosas, esperaban que la tela reapareciese de manera inminente en el mercado; al no ocurrir esto, estaban cada vez más perplejos.

Otro punto a favor de Le Braouzec, se dijo Bardéche: se va con un maletín de insectos valorados en cien mil euros y un Porsche que no valía mucho más y deja en su sitio un lienzo valorado en doce millones de euros. He aquí la prueba del azoramiento, de la improvisación, del crimen casual, alegaría sin dificultad un buen abogado, aun cuando el aventurero probablemente desconociese el valor de lo que había tenido al alcance de la mano.

Un cuarto de hora después le telefoneó personalmente el director de la Oficina para felicitarle efusivamente y comunicarle el número de teléfono —el de la oficina y el del móvil— del comandante Ferber, que dirigía la investigación en la brigada criminal.

Telefoneó de inmediato a su colega. Eran un poco más de las nueve de la noche, pero Ferber estaba todavía en su despacho, a punto de abandonarlo. Pareció que a él también le aliviaba profundamente la noticia; empezaba a pensar que nunca lo conseguirían, dijo, un caso sin resolver era como una vieja herida, añadió medio en broma, nunca te deja en paz del todo, en fin, suponía que Bardéche debía saberlo.

Sí, lo sabía; antes de colgar, prometió enviarle al día siguiente un informe sucinto.

A última hora de la mañana siguiente, Ferber recibió un e-mail que resumía los descubrimientos de la policía de Niza. El informe señalaba de pasada que la clínica del doctor Petissaud era una de las que habían respondido a su petición; admitió que poseía un cortador láser, pero afirmaba que el aparato se encontraba en sus locales. Encontró la carta: la firmaba el propio Petissaud. Por un instante pensó que podría haberles asombrado que una clínica especializada en cirugía plástica reconstructora poseyera un aparato destinado a amputaciones; lo cierto era, sin embargo, que nada en el nombre de la clínica indicaba su especialidad, y además habían recibido centenares de respuestas. No, concluyó, no tenían ningún reproche serio que hacerse respecto a ese expediente. Antes de llamar a Jasselin a Bretaña, se entretuvo unos instantes examinando la fisonomía de los dos asesinos. Le Braouzec tenía el físico de un individuo básicamente brutal, desprovisto de escrúpulos y también de una auténtica crueldad. Era un criminal corriente, como los que veían todos los días. Petissaud era más sorprendente: bastante guapo, bronceado de un modo que se adivinaba permanente, sonreía ante el objetivo, denotando una seguridad sin complejos. En el fondo su fisonomía correspondía bastante exactamente a la que uno asocia con un cirujano estético de Cannes que vive en la avenue de California. Bardéche tenía razón: era la clase de tipo que de cuando en cuando cae atrapado en las redes de la brigada de buenas costumbres; nunca en las de la brigada criminal. La humanidad es a veces extraña, se dijo marcando el número; pero por desgracia casi siempre entraba en el género de
extraña y repugnante
, rara vez en el de
extraña y admirable
. No obstante, se sentía apaciguado, sereno, y sabía que Jasselin lo estaría aún más; y que solamente a partir de ahora podría realmente
disfrutar de su retiro
. Aunque de una manera indirecta y anómala, el culpable había sido castigado; el equilibrio se había restablecido. El tajo podía cerrarse.

Las instrucciones del testamento de Houellebecq eran claras: en el caso de que desapareciese antes que Jed Martin, había que devolverle el cuadro. Ferber no tuvo problemas en contactar con Jed por teléfono; estaba en su casa; no, no le molestaba. En realidad sí, un poco, estaba viendo una antología del
Tío Gilito
en Disney Channel, pero se abstuvo de decirlo.

El cuadro que ya había estado envuelto en dos asesinatos llegó a casa de Jed sin precauciones especiales, en una furgoneta normal de la policía. Lo instaló en su caballete, en el centro de la habitación, y después reanudó sus ocupaciones, que por el momento eran bastante tranquilas: limpiar sus lentillas de repuesto, ordenar un poco la casa. Su cerebro funcionaba pasablemente al ralentí, y sólo al cabo de unos días cobró conciencia de que el cuadro le molestaba, que se sentía a disgusto en su presencia. No era solamente el aroma de sangre que parecía flotar a su alrededor, como flota en torno de algunas joyas célebres y en general de los objetos que han desatado las pasiones humanas; era sobre todo la mirada de Houellebecq, cuya expresividad le parecía incongruente, anormal, ahora que el escritor había muerto y que Jed había visto las paletadas de tierra deshacerse una tras otra sobre el féretro en medio del cementerio de Montparnasse. Aunque ya no lograse soportarlo era indiscutible que se trataba de un buen cuadro, la expresión de vida que emanaba del escritor era pasmosa, habría sido estúpido hacerse el modesto. El hecho de que costase doce millones de euros era harina de otro costal, un aspecto sobre el cual siempre se había negado a pronunciarse, y una sola vez le había soltado a un periodista particularmente insistente: «No hay que buscarle sentido a lo que no tiene ninguno», coincidiendo así, sin ser plenamente consciente, con la conclusión del
Tractatus
de Wittgenstein.
«De lo que no puedo hablar tengo la obligación de callarme.»

Telefoneó a Franz la tarde misma para comunicarle los acontecimientos y su intención de poner a la venta
Michel Houellebecq, escritor
.

Al llegar a Chez Claude, en la rué du Château-des-Rentiers, tuvo la sensación clara e indiscutible de que era la última vez que entraba en el local; supo asimismo que era su último encuentro con Franz. Éste, encogido, estaba sentado a su mesa habitual delante de un vaso de tinto; había envejecido de golpe, como si grandes preocupaciones se hubieran abatido sobre él. Había ganado mucho dinero, desde luego, pero debía de decirse que esperando unos años podría haber ganado diez veces más; y sin duda también había hecho
inversiones
, una fuente de inquietud indefectible. Mas en general, parecía sobrellevar bastante mal su nueva situación económica, como suele suceder a las personas de extracción humilde: la fortuna sólo hace felices a quienes han conocido siempre cierta holgura, a los que se han preparado para ella desde la infancia; cuando se abate sobre alguien que ha vivido comienzos difíciles, el primer sentimiento que le invade, hasta que llega a sumergirle por completo, es simplemente el
miedo
. Jed. por su parte, nacido en un medio desahogado, al conocer el éxito muy pronto había aceptado sin problemas el hecho de disponer de un saldo de catorce millones de euros en su cuenta corriente. Ni siquiera le importunaba seriamente su banquero. Desde la última crisis financiera, mucho peor que la de 2008, que había acarreado la quiebra del Crédit Suisse y de la Royal Bank of Scotland, por no hablar de otras entidades de menor importancia, los banqueros
no se hacían notar
, era lo menos que cabía decir. Por descontado, guardaban en reserva la palabrería que su formación les había condicionado a utilizar; pero cuando alguien les comunicaba que no estaba interesado por ningún producto financiero renunciaban de inmediato, emitían un suspiro resignado, retiraban apaciblemente el pequeño expediente que habían preparado y casi se disculpaban; sólo un postrero residuo de orgullo profesional les impedía proponer una cuenta de ahorro remunerada al 0,45 % de interés. De un modo más general, era un período ideológicamente extraño, en el que todo el mundo en Europa occidental parecía convencido de que el capitalismo estaba condenado, e incluso condenado a corto plazo, de que vivía sus ultimísimos años, sin que por ello los partidos de ultraizquierda consiguieran seducir a alguien más que a su clientela habitual de masoquistas huraños. Un velo de cenizas parecía haber envuelto los ánimos.

Hablaron unos minutos de la situación del mercado del arte, que era medianamente demente. Muchos expertos habían creído que al período de frenesí especulativo sucedería otro más tranquilo en que el mercado crecería lenta, establemente, a un ritmo normal; algunos incluso habían vaticinado que el arte se convertiría en un
valor refugio
; se habían equivocado. «Ya no hay valores refugio», como había titulado recientemente un editorial del
Financial Times
; y la especulación en el ámbito del arte se había vuelto todavía más intensa, más desordenada y frenética, las cotizaciones se creaban y se deshacían a la velocidad de un relámpago, la clasificación ArtPrice se establecía ahora con una periodicidad semanal.

Tomaron otro vaso de vino, seguido de un tercero.

—Puedo encontrar un comprador… —dijo finalmente Franz—. Llevará un poco de tiempo, por supuesto. Al nivel de precios que has alcanzado, no queda mucha gente…

De todos modos, Jed no tenía prisa. La conversación entre ellos fue decayendo hasta detenerse. Se miraron, un poco desolados. «Hemos vividos cosas… juntos», intentó decir Jed haciendo un último esfuerzo, pero su voz se apagó antes incluso del final de la frase. Cuando se levantaba para irse, Franz le dijo:

—¿Lo has notado? No te he preguntado lo que hacías.

—Lo he notado.

De hecho giraba en redondo, es lo menos que puede decirse. Estaba tan ocioso que desde hacía semanas se había puesto a hablar con la caldera. Y lo más inquietante —se había percatado la antevíspera— era que ahora esperaba que la caldera le respondiera. Ciertamente el aparato emitía ruidos cada vez más variados: gemidos, ronquidos, chasquidos secos, silbidos de una tonalidad y volumen diversos; cabía esperar que de un día para otro adquiriese un lenguaje articulado. Era, en definitiva, su compañero más antiguo.

Seis meses más tarde, Jed decidió mudarse e instalarse en la Creuse, en la antigua casa de sus abuelos. Tenía una penosa conciencia de que en esta iniciativa seguía el camino emprendido por Houellebecq unos años antes. Para convencerse se repetía que había diferencias importantes. En principio, Houellebecq se había trasladado al Loiret después de haber abandonado Irlanda; la auténtica ruptura para él se había producido antes, cuando había abandonado París, centro sociológico de su actividad de escritor y de sus amistades, por lo menos cabía suponerlo, para afincarse en Irlanda. La ruptura que efectuaba ahora Jed, al abandonar el centro sociológico de su actividad de artista, era de la misma índole. En los primeros meses posteriores a su acceso a la notoriedad internacional, había accedido a participar en bienales, asistir a inauguraciones, conceder numerosas entrevistas, y hasta, en una ocasión, pronunciar una conferencia de la que, por lo demás, no conservaba ningún recuerdo. Después había disminuido esta pauta, no había respondido a las invitaciones y a los e-mails y, en poco menos de dos años, había recaído en aquella soledad abrumadora, pero a su juicio indispensable y rica, un poco como la nada «rica de posibilidades incontables» del pensamiento budista. Salvo que por el momento la nada sólo engendraba la nada, y sobre todo por esto cambiaba de residencia, con la esperanza de recuperar el impulso extraño que le había empujado en el pretérito a añadir objetos nuevos, calificados de
artísticos
, a los innumerables objetos naturales o artificiales ya existentes en el mundo. No era, como en el caso de Houellebecq, para partir en busca de un hipotético estado de infancia. Por otra parte, él
no había
pasado la suya en la Creuse, sólo algunas vacaciones de verano de las que no conservaba recuerdos concretos, únicamente el de una felicidad indefinida, brutal.

Antes de abandonar la región parisiense tenía que cumplir una última tarea, una tarea penosa, cuya ejecución había postergado todo el tiempo posible. Hacía ya unos meses que había llegado a un acuerdo de venta de la casa de Raincy con Alain Sémoun, un tipo que quería instalar su empresa en ella. Había amasado una fortuna gracias a un sitio Internet de telecarga de mensajes de acogida y de fondos de pantalla para móviles. No parecía gran cosa como actividad, era bastante simplista, pero en el curso de unos años se había convertido en el número uno mundial. Había celebrado contratos de exclusividad con numerosas personalidades, y a cambio de una suma módica se podía, a través de su sitio, personalizar un teléfono con la imagen y la voz de Paris Hilton, Deborah Channel, Dimitri Medvedev, Puff Daddy y muchos otros. Quería utilizar la casa como sede social —la biblioteca le parecía «superclase»— y construir talleres modernos en el parque. Según él, Le Raincy escondía una «energía loca» que se proponía canalizar; era una manera de ver las cosas. Jed sospechaba que exageraba un poco su interés por los
extrarradios difíciles
, pero era un tipo que hubiese exagerado hasta la compra de un pack de botellas de agua mineral. Poseía en todo caso una labia notable, y había arañado al máximo todas las subvenciones locales o nacionales disponibles; hasta había estado a punto de estafar a Jed en el precio de la transacción, pero éste se había repuesto y el otro acabó proponiéndole un precio razonable. Evidentemente Jed no necesitaba aquel dinero, pero le habría parecido indigno para el recuerdo de su padre malvender el lugar donde había intentado vivir; donde había intentado construir una
vida de familia
, aunque sólo fuese durante unos años.

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